Sigmund Freud, en 1930, escribió una sugerente obra de corte sociológico titulada El malestar en la cultura; texto que sitúa la tensión entre las pulsiones individuales, sean sexuales o agresivas, y las constricciones impuestas por la sociedad. Particularmente, la cultura de ésta, su progreso y sus instituciones, gestan un sentimiento de culpa y una creciente insatisfacción en el individuo respecto a su civilización y a su seguridad pasajera.
Y así como persiste una tensión entre las pulsiones del individuo y las restricciones de la cultura, aflora –en las sociedades contemporáneas– un malestar en el mundo y con el mundo, que es posible atribuir a la pérdida de rumbo en la conducción de las sociedades y en la construcción de posibles respuestas y soluciones ante sus acuciantes problemáticas.
Desde los "Chalecos Amarillos" en Francia, hasta las movilizaciones estudiantiles y populares en Chile (ambas, sociedades aparentemente estables), pasando por las protestas de los estudiantes universitarios en Hong Kong y el movimiento de los Indignados, Okupas y feministas en varias naciones, son todos ellos cruzados por dosis de malestar ante el cual las élites políticas y las oligarquías se muestran incapaces para responder y brindar soluciones.
¿Cuáles son las raíces de este malestar generalizado en las sociedades contemporáneas? Existen factores y causalidades relacionados, sin duda, con la creciente exclusión social y la precariedad laboral. Ambas inscritas en un desmonte de la sociedad salarial y en la erosión del pacto social entre el capital, el Estado y la fuerza de trabajo, suscrito en la segunda posguerra. Existen, sin duda también, causalidades ancladas al retiro del Estado en cuanto a sus funciones esenciales, que condujo –entre sus poblaciones– a una pérdida de fe en las capacidades de las instituciones estatales para resolver los problemas públicos concretos, inmediatos y cotidianos de los ciudadanos. La misma radicalización de las violencias en cualquiera de sus formas, no sólo asola la convivencia entre individuos, sino que incrementa sustancialmente el miedo y la vulnerabilidad de las sociedades. Más aún, la incertidumbre se recrudece y no solo abre en las comunidades abismos inusitados que se ciernen sobre el presente, sino que también eclipsan al futuro. Existe, también, un telón de fondo relacionado con el colapso y catástrofe de la dimensión ambiental de la existencia social y, pese a la evidencia irrefutable que augura una sexta extinción, el negacionismo se impone bajo nuevos ropajes y posturas neoaislacionistas fundamentadas en el rumor y la mentira.
Si bien convergen esas distintas –y complementarias– dimensiones de la realidad social (intercausalidades, diríamos), lo cierto es que el desencanto y el malestar que aflora y se magnífica, tiene sus raíces también en la creciente polarización social que remite a relaciones sociales signadas por la desigualdad, y que son potenciadas por las estructuras de poder, riqueza y control de las significaciones y el imaginario social. A ello se suma el generalizado síndrome de la desconfianza, que socava toda posibilidad de cohesión social. No solo se perdió la fe en el Estado, sino también en "el otro" y en "el nosotros" como sentido fundamental de una colectividad. Socavada esa confianza en la sociedad, los hechos, el mundo fáctico, resultan distantes a las percepciones y sensibilidades de los individuos. Ello es terreno fértil para ahondar la cultura insaciable del individualismo hedonista y la cosificación de las relaciones y prácticas sociales.
Cuando menos desde la década de los ochenta, con la caída del muro de Berlín y la erosión y disolución sistemáticas de la Unión Soviética, no solo implosionó el carácter funcional de la civilización occidental, sino que fue sitiada la capacidad para crear panoramas omniabarcadores de la totalidad y proyectos alternativos, viables y que escapen al inclemente rapto del pensamiento utópico. Mirar al mundo de manera fragmentaria y compartimentalizada, no solo inhibe la capacidad para asimilar la génesis de los problemas públicos, sino que conduce a una especie de ansiedad y vértigo que se recrudece con la incertidumbre, el riesgo, la confusión, y la pérdida de rumbo y sentido.
Este malestar en el mundo y con el mundo no solo remite a la praxis política y su consustancial crisis del sistema de partidos que –en aras de salvarse– instauraron una partidocracia sin ideologías ni referentes. Es un desencanto con las cosmovisiones y modelos de pensamiento, que se tornan incapaces de explicar la realidad social y sus problemáticas contemporáneas; incrementándose con ello las dosis de perplejidad, desconcierto e ignorancia. El primer desterrado fue el liberalismo, ante su incapacidad para brindar respuestas al caudal de complejidades. 1968 fue el punto de cuestionamiento y ruptura. Esas cosmovisiones y modelos de pensamiento, con sus consustanciales valores y culturas, se encuentran desanclados del mundo fenoménico y de las decisiones que es preciso tomar para recuperar el rumbo y revertir la inconformidad que atiza posturas políticas pulsivas y cercanas al odio.
Voces como democracia, Tercera Vía, desarrollo humano o sostenible, libertad individual, entre otras, son paliativos que no remiten –cuando se traducen en directrices y estrategias de política pública– al fondo de los problemas públicos contemporáneos. No solo es superficial el enfoque, sino que no logra, ni de lejos, atemperar la virulencia de los cuestionamientos esbozados desde un ciudadano que se torna distante ante esas concepciones y estrategias.
El malestar se incrementa porque esas voces y directrices distan de la dinámica disruptiva y contradictoria de un complejo militar/industrial/bancario/tecnocientífico/financiero/cinematográfico/comunicacional/informacional, que se fundamenta en el disciplinamiento, pasividad y control de los cuerpos y las mentes. El anestesiamiento de los individuos, supone la germinación de su indiferencia y la resignación respecto a la noción de que las decisiones –sobre todo aquellas que inciden en su vida cotidiana y demás procesos de socialización– corresponden a una élite privilegiada; cuyos cuadros políticos e intelectuales evidencian una especie de miedo al futuro y una incapacidad para pensar o recrear alternativas de sociedad.
Lo mismo en Europa, que en los Estados Unidos, o en América Latina, la pérdida de rumbo invade a sus sociedades. Al tiempo que las fragmenta y atomiza, o las embarca en discursos fundamentalistas, supremacistas, neoaislacionistas o mesiánicos, que apelan a las emociones y creencias efímeras de un individuo en orfandad ideológica. La violencia y la indiferencia, forman una mancuerna que reproduce esa orfandad y posiciona –en el centro de la plaza pública digital– una serie de instintos primarios radicalizados por la incentivación desmedida del odio y el desprecio a lo diferente. A expensas de la furia del ciberleviatán, los individuos se hunden en una vorágine que impide tomar perspectiva respecto a su malestar; al tiempo que hace naufragar los cimientos de las sociedades y las posibilidades creadoras de la cultura política y la visión de Estado. México no se encuentra al margen de todo ello, sino que expuesto a las inercias de sus ancestrales desigualdades, subdesarrollo y corrupción, navega en una frágil barcaza armada con maderos apolillados al calor de la fragmentación social y de sus "grietas" socioeconómicas polarizantes.
Solo el retorno a lo político, entendido esto último como una praxis para la construcción de utopías y escenarios alternativos, alejará el malestar en el mundo y con el mundo. Es un esfuerzo también intelectual que precisa remontar esa tentación de las sociedades a no reflexionar sobre sí misma y sobre los cauces y posibilidades de su desarrollo. Solo la claridad en torno a los problemas públicos, contribuirá a crear concepciones y panoramas totalizadores y a construir respuestas en constante contrastación y rectificación. Sin esos mínimos cimientos –aderezados con la información y formación del ciudadano como tal–, el mundo, en general, y México, en particular, se extraviarán en la falta de rumbo y en el mar del desconcierto.