En el horizonte lejano se perpetúa la incapacidad –no sólo intelectual, sino también política– de una sociedad como la mexicana para pensar e imaginar su desarrollo sobre bases dadas por un pensamiento crítico propio que apueste a mínimos márgenes de autonomía de cara a los condicionamientos exógenos. Pensar con cabeza propia no solo es un imperativo instrumental relacionado con las decisiones públicas, sino que es una urgencia histórica de cara a la crisis civilizatoria que se cierne sobre las sociedades contemporáneas.
Este colonialismo mental autoimpuesto por las mismas élites políticas y empresariales no sólo se limita al ámbito de las políticas públicas, sino que también se extiende a imaginarios, comportamientos, prácticas y hábitos en los que se asume que lo ajeno es "lo mejor" y que es "lo adecuado" a seguir por una sociedad dotada de rasgos sui géneris en sus necesidades, problemáticas, formas y estilos de vida.
Las relaciones económicas y políticas internacionales sostenidas por México, evidencian –cuando menos desde hace tres décadas y media– esta tendencia. El cambio de modelo económico hacia mediados de la década de los ochenta, no solo significó la apertura respecto a los mercados internacionales, sino que representó el desmantelamiento de la política industrial, el desmonte del Estado desarrollista, la desarticulación del mercado interno y las desnacionalización de las decisiones y sectores económicos estratégicos. Este modelo económico aperturista, que se introdujo con el ingreso de México al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y que se afianzó con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en enero de 1994, se acompañó de la austeridad fiscal, la estabilización de las variables macroeconómicas, la privatización del sector público, y del cambio profundo en las regulaciones económicas que apuntalaron a los capitales privados volcados hacia el exterior. Los rasgos de esta modalidad de política económica se perpetúan hasta la actualidad (https://bit.ly/2CKO3eB) y lo mismo sus efectos negativos trazados en el estancamiento económico (https://bit.ly/2Vrw6rZ), pese a la llegada de una élite política progresista que, en el discurso, alega distanciarse de las miradas y concepciones de la racionalidad tecnocrática.
La integración silenciosa –sea comercial, educativa, política o cultural– entre los Estados Unidos y México, es un proceso de larga data. Solo se comprende en la perspectiva histórica dada por el surgimiento de los Estados Unidos como nación hacia finales del siglo XVIII. México fue parte de la expansión territorial y de la política anexionista del vecino del norte practicada a lo largo del siglo XIX. A la par, es necesario tomar en cuenta la simbiosis entre dos macrorregiones fronterizas como la del sur de los Estados Unidos y la del norte de México. Los lazos entre ambas formaciones regionales se extendieron a lo largo del siglo XX, de tal modo que, hacia la década de los sesenta, se establecieron las primera plantas maquiladores en las tierras norteñas de la nación Azteca.
Hacia 1993, las exportaciones de México a Estados Unidos alcanzaron –según datos de la Secretaría de Economía– un monto de 42 935 millones de dólares (mdd) –algo así como el 82,75 % del total de intercambios–; en tanto que las importaciones de México provenientes de Estados Unidos alcanzaron un monto de 48 321 mdd –74,03% del total importado. Hacia el año 2003, estas exportaciones llegaron a los 144 293.4 mdd; en tanto que las importaciones ascendieron a 105 723 mdd. De tal manera que para el año 2019 los intercambios comerciales entre ambos países –sumando exportaciones e importaciones– alcanzaron los 614 500 mdd (358 126 mdd de exportaciones desde México y 256 374 mmd en importaciones provenientes de los Estados Unidos). Un incremento del 650% entre ambos países desde 1994 hasta la actualidad. En tanto que el comercio entre México y Canadá creció en más del 800%; sin embargo, las transacciones entre estos socios es 22 veces menor que el protagonizado por los cruces de mercancías en torno al río Bravo.
Si bien crecieron las exportaciones, los flujos de inversión extranjera directa establecidos en México, así como la transferencia tecnológica y la competitividad de los sectores y ramas económicos orientados hacia las exportaciones, ello no redundó –desde 1994– en la creación de empleos de calidad y bien remunerados. Más bien, buena parte del comercio entre ambos socios es intra-industrial o intra-firma, y no contribuye a los eslabonamientos de las cadenas productivas ni al fortalecimiento del mercado interno. Más aún, los ancestrales rezagos del campo mexicano derivaron en su colapso y en la agudización de la dependencia alimentaria en aras de privilegiar las importaciones de granos provenientes de los Estados Unidos. Salvo el aguacate y ciertas hortalizas, el resto de la producción agrícola está condicionada por el comercio internacional y por los subsidios recibidos entre los agricultores estadounidenses.
En medio del maremágnum comercial, los grandes náufragos fueron los pequeños y medianos productores agrícolas que no pudieron competir contra los granos importados y altamente subsidiados; a su vez, se enfrentaron a la remoción de los precios de garantía y a la homogeneización de los precios de los productos agrícolas respecto a los precios internacionales. Sometidos a un destierro laboral, se vieron obligados a migrar a los campos estadounidenses o hacia la agroindustria del noroeste mexicano. Este destierro es el correlato de la dependencia alimentaria (hacia el 2018 fueron importadas 23 millones de toneladas de granos básicos) y de las epidemias de obesidad, diabetes, desnutrición e hipertensión derivadas de la drástica modificación de los hábitos de consumo y alimentación entre la población mexicana. Tan solo un indicador al respecto: para el 2015, sus habitantes consumieron diariamente, en promedio, 1 928 calorías de comida empaquetada y bebidas azucaradas (380 calorías más que en Estados Unidos) (https://nyti.ms/3f069a1).
El otro eslabón perdido en este acuerdo comercial lo representa la libre movilidad de la fuerza de trabajo. 58 millones de mexicanos –entre documentados e indocumentados– (oficialmente se consideran entre 36 y 38 millones) radican en los Estados Unidos y contribuyen decisivamente al crecimiento económico de esa nación. Sin embargo, al ser ninguneados en los tratados comerciales y perseguidos en su vida cotidiana, se les priva de derechos en materia de educación, salud, seguridad social, así como de un tránsito seguro, certero y libre entre ambas fronteras.
A grandes rasgos, lo que se pretendió con este tratado comercial desde sus orígenes fue reposicionar a las empresas de capitales estadounidenses –principalmente a la industrias automotriz, informática y electrónica– en el concierto de las redes empresariales globales La llegada del señor Donald J. Trump a la máxima magistratura de su país, significó –entre otras cosas– la renegociación del acuerdo comercial en aras de poner límites a los márgenes de maniobra adquiridos por las inversiones chinas que asumen a México como plataforma exportadora hacia los Estados Unidos. Ni las posibilidades de gestación de capacidades industriales y de capacidades tecnológicas estuvieron presentes a lo largo de los últimos 26 años; y ello –sin duda– impone grilletes a la posibilidad de vertebrar un proyecto de nación con mínimos márgenes de soberanía y maniobra.
La firma y entrada en vigor del llamado T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá) viene a actualizar estas relaciones y simbiosis históricas entre ambos países en el concierto de las disputas geoeconómicas globales. Cabe mencionar que las tres naciones concentran el 18,3% del mercado mundial y el 16% de las exportaciones plantearías; al tiempo que acumulan un PIB de 26 billones de dólares y concentran una riqueza mundial del 20%. Y que el telón de fondo de todo ello es la decadencia de los Estados Unidos como potencia hegemónica del sistema mundial; así como la lucha, a su interior, entre dos modelos de capitalismo: el financista/globalista/aperturista regido por la especulación y el rentismo, y el industrialista/nacionalista que ganó terreno en los últimos cinco años con la exacerbación nativista, nacionalista, supremacista y proteccionista.
La puesta en marcha del llamado T-MEC el pasado primero de julio representa, también, la actualización y profundización de las relaciones de subordinación y dependencia de México hacia el vecino del norte. No solo es la claudicación de la posibilidad de resucitar una renovada política industrial que vertebre el mercado interno, sino que significa llevar hasta sus últimas consecuencias el estatus de plataforma maquiladora y exportadora regida por la perpetuación de las políticas económicas inspiradas en el fundamentalismo de mercado. Significa el reposicionamiento territorial actualizado de las redes empresariales globales de origen estadounidense y una remozada incursión de éstas corporaciones en torno a los recursos naturales y energéticos radicados al sur del río Bravo; así como en torno al trasiego de drogas y armas entre ambos países.
Esto es, se trata de un acuerdo comercial proteccionista y extractivista para re-lanzar a las subsidiadas corporaciones estadounidenses –altamente contaminantes, por cierto– hacia el festín que representan las semillas nativas, el agua potable, las riquezas mineras, el litio –en tanto la energía del nuevo patrón tecnológico que se avecina– y los hidrocarburos como el gas y el petróleo. Con el agregado de que los grandes proyectos de infraestructura del actual gobierno mexicano –el Tren Maya y el Corredor Transístmico o Interoceánico– romperán con el carácter de espacio de reserva de la macrorregión Sur-Sureste de México al insertarla de manera definitiva en el patrón de acumulación extractivista y depredador del territorio, la naturaleza y de los bienes comunes.
El otro gran tema relacionado con el T-MEC es el laboral. Es de llamar la atención que el grito desesperado en torno al llamado dumping laboral (competencia desleal) proviniese del gobierno estadounidense ante los persistentes salarios bajos percibidos por los trabajadores mexicanos, y que signan la desigualdad salarial en América del Norte –especialmente en el sector de la industria manufacturera. Los bajos salarios, desde 1994, fueron –junto con la cercanía geográfica y la dotación de infraestructura básica– el principal incentivo para el establecimiento de la inversión extranjera directa en México. Al tiempo que conformaron el principal mecanismo para la transferencia de excedentes desde México hacia los Estados Unidos. Y en esto –junto con la laxitud o ausencia de regulaciones ambientales– fueron obsequiosas las élites político/tecnocráticas de los sexenios previos.
En 1993, Al Gore –entonces Vicepresidente de los Estados Unidos– comparó al NAFTA (TLCAN) con la compra, en 1803, de la Louisiana y con la adquisición de Alaska en 1867 (https://lat.ms/39qyk0E). De esa magnitud es el posicionamiento corporativo estadounidense en el territorio, infraestructuras, ferrocarriles, recursos naturales, y mano de obra mexicanos. El actual T-MEC extenderá estas pretensiones y representará un grillete más a la histórica dependencia comercial, financiera y tecnológica de México respecto al vecino del Norte.
Pensar con cabeza propia el desarrollo nacional no es un asunto baladí, ni un mero ornato intelectual o academicista. Y menos lo es tratándose del diseño y ejercicio de políticas públicas que afectan a millones de mexicanos en el contexto de la reconfiguración de las relaciones económicas y políticas internacionales contemporáneas. Para una nación subdesarrollada como la mexicana –con sus ancestrales desiguales sociales y regionales–, ello supone un nuevo pacto social que reivindique –más allá del tradicional entreguismo– la necesidad de (re)pensar y reconfigurar el tipo de relación que se sostiene con los Estados Unidos.
El actual gobierno federal argumentó que ante la amenaza de aranceles augurada por el señor Trump como respuesta a la laxitud de la política migratoria mexicana en la frontera sur, no restaba más que ceder a sus pretensiones, pues de lo contrario la economía nacional colapsaría. La realidad es que siempre existen alternativas –y no precisamente la sumisión y el envío de un muro cuasi militar a esta frontera. Las alternativas supondrían explorar y potenciar los 13 tratados comerciales que México tiene suscritos con 50 países; los 32 Acuerdos para la Promoción y Protección Recíproca de las Inversiones (los llamados APPRIs) ostentados con 33 países; y los 9 acuerdos de alcance limitado (Acuerdos de Complementación Económica y Acuerdos de Alcance Parcial) que son parte de la Asociación Latinoamericana de Integración. La diversificación comercial –y no la dependencia comercial en un 80 o 90% respecto al vecino del norte– marcaría la pauta para un reposicionamiento y una inserción más ventajosa de México en los mercados internacionales; al tiempo que abriría el camino para que una Cuarta Transformación real se exprese en la remoción –o, en su defecto, la reconfiguración– de la institucionalidad y entramados jurídicos desprendidos del TLCAN y del T-MEC, los cuales pesan como una enorme lápida sobre cualquier posibilidad de vertebrar un proyecto de nación a partir de la soberanización de las decisiones económicas. Lo contrarío –como hasta ahora– será la perpetuación de la larga noche neo-liberal que el discurso oficial dio por terminada; así como la renuncia a toda posibilidad de articular una política industrial fundamentada en decisiones autónomas.
Más aún, mirar al T-MEC como ese tanque de oxígeno que reflotará a la economía mexicana ante el azote de la pandemia, no solo es continuar en el mismo sendero de la dependencia comercial, sino tirarse un balazo en el pie y luego intentar correr con el daño autoinfligido. Es de una cortedad de miras por la obsesión de las élites políticas a aferrarse a los Estados Unidos como única opción en el concierto de la economía mundial, y por la incapacidad para explorar otros mercados. No solo estrecha los lazos asimétricos entre Estados Unidos y México; sino que inhibe toda posibilidad de estructurar un tejido empresarial propio y de detonar procesos de desarrollo que equilibren lo endógeno con lo exógeno.