Recuerdo con nitidez, dice el exordio de este libro nunca publicado, lo que aquel joven periodista dictó para una posteridad que nunca llegó. Después del asesinato de Salvador Allende, miles de personas fueron detenidas arbitrariamente, como en toda malignidad política, donde es posible hacer cualquier cosa con los transitoriamente vencidos. Pinochet se hizo inolvidable por su crueldad. Las muertes y las desapariciones son el peor legado de la barbarie.
Patricio fue detenido y luego de un año de movimientos inesperados por diferentes prisiones, con ayuda de un militar cercano a su familia, fue transferido a un reclusorio en Santiago, donde pasó casi un año sin que alguien pudiera contactarle. Después de muchas gestiones, permitieron que su madre lo viera por unos minutos a la semana con el requisito ineludible de no llevar papel, lápiz o cualquier forma que permitiera enviar recados o entregar recados al prisionero. Para esto, el día de la visita, una mujer militar la pasaba a un cuarto donde la desnudaban completamente, le revisaban al detalle su vestimenta, le hacían acurrucar y pujar, esto último, una, dos o tres veces, según el ánimo de la milico. Luego le permitían vestirse y le entregaban un número que además llevaba relación con otro hecho a bolígrafo en un brazo que le escribieron antes de entrar a la revisión. De allí la madre era conducida a un espacio donde había una mesa, se sentaba en una de las sillas mirando a dos esbirros que estaban al frente, a unos tres metros de distancia. Al cabo de unos minutos, Patricio el prisionero aparecía por una puerta que estaba entre los esbirros. Patricio siempre trataba de llegar con ánimo a verse con su madre, se agarraba de sus manos teniendo por separación el ancho de la mesa. De esta forma no podían intercambiar ningún objeto, pero podían hablar suavemente. Nunca le contó a su madre las dolencias, los sufrimientos, sus desgracias en prisión donde cada cierto tiempo era torturado para que confesara, cuando nada tenía que confesar. Después de cierto tiempo, Patricio le dijo a su madre que consiguiera que su hermano que estudiaba literatura, le visitara. La madre no le hizo caso por unos meses, temiendo al peligro. Se preguntaba ¿Y si también le dejan detenido? Finalmente hizo los trámites, llevó la información solicitada, le hicieron una entrevista a su hermano, y le dijeron que tendría que intercalar las visitas con su madre, nunca podían estar dos familiares juntos en la visita. Así sucedió.
Al hermano le hacían una revisión más exhaustiva que a la madre, le hacían preguntas sobre su vida que parecían tontas, sobre fútbol, tenis, sobre la situación del país, sobre los vecinos y sobre su hermano. El sabía mucho del Colocolo, del cual era hincha y logró demostrar que estaba ajeno a toda sospecha de rebeldía con la tiranía. El primer encuentro fue muy emotivo, y Patricio le contó que por casualidad salió de su casa en momentos que una patrulla militar pasaba y lo capturó, sin cargos pero sospechoso de ir a reunirse con "las crápulas izquierdistas", según aparece en su record. Igualmente se tomaban de la mano. En un momento Patricio le dijo, ejercita tu buena memoria literaria, te diré algunas cosas que luego transcribirás en casa. Y así lo hizo. Un tercer hombre sonriente entraba e informaba que se acabó el tiempo e invitaba al visitante a salir, junto con él, la única pertenencia provisional que era el número asignado, hasta llagar a una garita donde entregaba el citado número y a cambio le entregaban sus documentos personales guardados en una billetera desgastada de cuero argentino. Al llegar a casa le contó a su madre lo bien que sintió a su hermano, pero que le pareció que algo de bienestar era fingido frente a los esbirros. El joven se fue y anotó con detalle lo que su hermano le dijo que quería transcribiera y escondiera. Era un poema corto. Así sucesivamente se dieron las visitas y cada cierto tiempo pasaba un mes sin que pudieran visitarlo, equivalente a dos poemas, para Patricio.
En la cárcel, estaba confinado en la misma celda con tres personas a las que nunca había visto, y que habían rotado varias veces durante los tres años de estadía. Ël los trataba con recelo, podía ser que alguno fuera un falso detenido, un soplón. En su silencio, se recostaba en la estrecha cama, cerraba los ojos y construía sus poemas para entregarlos verbalmente a su hermano en la fecha oportuna, era tan hábil en ese menester que hacía correcciones y mejoras, y volvía a repetirlos para sí mismo. Cuando creía que eran adecuados los recitaba una y otra vez, a la hora de hacer sus oraciones cristianas, antes de dormir.
Durante el mes sin visita la rutina era cruel, el primer día lo llevaban a un interrogatorio repetitivo, le daban golpes con guantes acolchados que le batían el cerebro, lo mareaban y hasta vomitaba del mareo. En algunas oportunidades, le golpeaban fuertemente en las costillas, perdía por momentos la respiración y en situaciones extremas lo colgaban por un corto tiempo de unas argollas, quedando su cuerpo estirado y sus brazos a punto de desprenderse. Aquel hombre sonriente que lo llevaba a ver a sus parientes, siempre estaba allí, pero no hablaba con él, sino con otros, y le pareció escuchar algo como una pregunta: ¿Ya sabes cuándo te vas?
Recuperarse de ese mal trato le llevaba un mes, al cabo del cual aparecía la primera nueva vez su madre y la semana subsiguiente su hermano, el lector y aprendiz literario.
Patricio se lamentaba, para sí mismo, no contar con papel y un lápiz para dedicarse en su ocio obligado a hacer poemas. Pero estaba claro que eso no era posible sino en pequeñas dosis que vaciaba al cerebro prodigioso de su hermano. En total pudieron compilar unos 50 poemas, unos nostálgicos, otros eróticos, pero en su mayoría de una gran sensibilidad política donde pueblo y libertad eran lo mismo.
La última vez que el joven literato vio a su hermano periodista, este le describió la crueldad a la cual fue sometido y de la que nunca se quejó para no importunarles más la vida en familia. Esa vez, Patricio estaba tenso, las manos le sudaban, a veces cuando dictaba su último escrito, miraba al techo como queriendo que no existiera y pudiera ver el sol y al cielo de Santiago. Y dictó:
Ayer mis carceleros me miraban con lástima de perro enfermo.
Los conozco tanto que mis costillas delatan a quien me golpeó,
sin dejar huella externa en mi piel,
de solo verlo me duele el costillar.
Ese otro, el fornido tiene la fuerza para colgarme de mis brazos,
de unos amarres mórbidos que penden del techo como alcayatas
del sufrimiento corto e intenso,
de solo verlo se contraen mis consumidos músculos.
Y aquel, el sonriente, es el aniquilador. Saluda afectuosamente y pregunta:
¿Ya sabes cuándo te vas? Cuando he escuchado esa pregunta a otros
han desaparecido con el alba del nuevo amanecer.
Al verlo tiemblo de pavor.
Me ha preguntado ¿Ya sabes cuándo te vas?
Se erizó mi piel,
sé que estoy en la sala de espera,
partiré inocente,
partiré llevándome mis motivos y mis principios,
estoy convencido que con el alba de mañana,
cuando me expriman el alma para ...
que confiese,
que delate,
que me arrepienta,
le contestaré al sonriente malhechor:
Anote allí... ¡Confieso que estoy muerto¡
En Chile todavía hay asuntos inéditos, que no se han escrito, que no se han publicado y otros asuntos que no tienen perdón han sido perdonados. Para la prensa Patricio se ahorcó en una celda compartida con tres, en un espacio donde no había de donde suspenderse, en un submundo de esbirros que hoy pasean ancianos por Santiago, uno de ellos muy sonriente.