A dos años –cumplidos el pasado primero de diciembre– de tomar posesión el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador, cabe plantear un análisis sobre la ruta que adopta el lema que le dio sentido a la carrera política del tabasqueño: "Por el bien de todos, primero los pobres". Fue este lema el que lo situó en el epicentro del escenario nacional al menos desde el año 2000 y que lo posicionó en el imaginario social de amplios estratos populares y excluidos de la sociedad mexicana vapulada por la larga noche ultra-liberal.
En principio, erradicar la pobreza en una sociedad está en función de un ataque sistemático, desde las instituciones estatales, que erosione los cimientos de la desigualdad. Y para que existan mínimas condiciones de justicia social es impostergable trastocar los fundamentos y prácticas contradictorias y asimétricas del patrón de acumulación –regido por la desposesión, el despojo y la superexplotación de la fuerza de trabajo– difundido desde la década de los ochenta. Más aún, desvanecer la desigualdad social no solo está en función de la adopción de políticas fiscales progresivas y redistributivas, sino de la habilidad política de los liderazgos para crear un nuevo pacto social que reconfigure la correlación de fuerzas entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo en torno a las estructuras de poder, dominación y riqueza. Más todavía: es preciso trastocar la inserción desventajosa en el proceso de producción que amplios sectores de la población experimentan y que no en pocos casos los posiciona al borde de la exclusión social.
En el caso del gobierno que asumió el poder político en diciembre de 2018, si bien se afianzaron y expandieron los mecanismos redistributivos que benefician el ingreso personal de adultos mayores, jóvenes y otros grupos sociales marginados, no logran trastocarse las condiciones de la ancestral desigualdad experimentada por estos grupos etarios. En lo primordial, el patrón de acumulación regido por el fundamentalismo de mercado continúa intacto en sus fundamentos (https://bit.ly/2YRXHoB) y la economía mexicana no sólo continúa atada a los vaivenes del mercado norteamericano, sino que acentuó sus lazos de dependencia con la entrada en vigor del Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) (https://bit.ly/3k0gzsV).
Lo anterior se tornó mayormente problemático con la instauración de la crisis epidemiológica global y la gran reclusión (https://bit.ly/3l9rJfX) y con la exacerbación de las desigualdades que le acompañan. Toda posibilidad de revertir en los siguientes años la pauperización social en una sociedad subdesarrollada amerita comprender la emergencia y especificidades del mundo post-pandémico (https://bit.ly/2WxfQG0) y construir los mínimos escenarios que privilegien los márgenes de maniobra del Estado de cara a los efectos implacables de una crisis sistémica y ecosocietal de amplias magnitudes como la experimentada y acentuada a lo largo del 2020. La pandemia y, sobre todo, el confinamiento global y el hiperdesempleo, son una fábrica masiva de pobres y excluidos; son aceleradores que acentuaron tendencias históricas que incrementaron las desigualdades. Sin una sistemática toma de decisiones que aborden los múltiples desafíos de la era post-pandémica (https://bit.ly/3j7iwmV), los instrumentos de intervención en los problemas públicos serán insuficientes, carentes de sentido y desfasados de la realidad y de las urgencias.
Una primera condición para aspirar a la justicia social en una sociedad depauperada como la mexicana y con múltiples náufragos tras el maremágnum de la pandemia, es la procuración de las condiciones de una mínima justicia laboral, en el supuesto de que el acceso al empleo digno, bien remunerado y con mínima seguridad social y demás prestaciones es la más efectiva política social y distributiva del ingreso. Sin un ambicioso programa de infraestructura, generador de empleo y articulador de mínimos encadenamientos productivos en el mercado interno, será prácticamente imposible recuperar los empleos formales perdidos desde el inicio del segundo trimestre del año con la instauración de los confinamientos, la reducción de la demanda global y la ruptura de las cadenas globales de valor y suministro.
Alrededor de 12 millones de empleos informales y 1 157 000 de puestos de trabajo formales fueron destruidos en los primeros meses de la pandemia. Para octubre, sólo se recuperaron 7 millones de empleos en la economía informal y 447 000 en la actividades formales (https://bit.ly/37GOP87). Ello en el contexto de una caída de la riqueza nacional de un 9,6% durante los primeros tres trimestres de 2020. De los 1 157 000 empleos perdidos entre marzo y julio, 7 de cada 10 eran puestos de trabajo permanentes, y estos se ubicaban en un rango de remuneración de 2 a 5 salarios mínimos (alrededor de 400 mil desempleados formales). De ahí que sea mayor la dificultad de recuperar esta modalidad de empleos.
Aunado a lo anterior, se suma la aparente polarización entre las élites empresariales y políticas suscitada desde julio de 2018 con el triunfo electoral de López Obrador. La ralentización y contracción del crecimiento de la economía mexicana se explica, en buena medida, por el prejuicio infundado de la oligarquía rentista y extractivista que propició la fuga de capitales hacia bancos estadounidenses y paraísos fiscales (https://bit.ly/2JVtBLW), de tal manera que la caída de la inversión privada es una explicación en la tendencia recesiva de la economía nacional y la limitada creación de empleos entre julio de 2018 y marzo de 2020. La situación se agrava con el hecho de que solo uno de cada siete pesos invertidos proviene del sector público; evidenciando con ello la debilidad y postración económica y financiera del estado mexicano en la construcción de mercados y en la dinamización de los sectores y actividades económicas estratégicos. Más aún, las decisiones económicas estratégicas no se toman en México y en ello poco margen de maniobra tiene el Estado mexicano, pues están en función de las redes empresariales globales que le dan forma a los sistemas internacionales de producción integrada, y que a su vez están empalmadas con los fondos de inversión globales.
Mientras el actual gobierno no se esfuerce por reivindicar la instauración de una política industrial, acompañada de una amplia y sólida política científica y tecnológica de raigambre autónoma, será prácticamente imposible revertir las condiciones de dependencia respecto al exterior y la transferencia de excedentes que, sobre todo, se dan por la vía de la mano de obra barata y la importación de insumos dotados de amplio componente tecnológico. Mientras los salarios bajos, la precarización de las condiciones de trabajo y los privilegios fiscales sean los principales incentivos para el establecimiento de la inversión extranjera directa, México estará condenado a perpetuar la pobreza de su clase trabajadora, en el contexto histórico mundial signado por una retracción del salario respecto al capital y sus ganancias, y en el marco del actual avasallamiento global de las clases medias.
La autoproclamada Cuarta Transformación sólo será tal si se reconoce que la desigualdad gesta la pobreza y que la primera se reproduce lo mismo entre el ingreso de las familias, como entre los salarios y las ganancias del capital. Ello supone reconocer también la ancestral estratificación social y el sentido que adquiere la nueva división de clases sociales.
Entonces, si en verdad se tratase de colocar a los pobres como el eje central de las políticas públicas, México, tras dos años del actual gobierno federal, tendría que emprender una ruptura profunda respecto a un patrón de acumulación aperturista y regido por el mercado externo, las políticas económicas contraccionistas y las políticas sociales neoasistencialistas que no privilegian la vocación productiva de los beneficiarios, sino la simple entrega de paliativos y de apaga fuegos que evitan que estos ciudadanos no caigan en las garras de la pobreza extrema. Supone desplegar la capacidad para pensar con cabeza propia nuestro desarrollo nacional. Para ello será fundamental el ejercicio del pensamiento utópico y la construcción de la cultura ciudadana; sólo con ambas podrían trascenderse las (i)lógicas que impone el consenso pandémico.