El próximo capítulo de la democracia peruana debe centrarse en reparar las permanentes injusticias del colonialismo
"Esta democracia ya no es una democracia». Este es el lema de un movimiento social histórico que está evolucionando en Perú. No es ninguna exageración. En diciembre, el presidente Pedro Castillo intentó dar un golpe de Estado disolviendo el Congreso y fue depuesto; en las nueve semanas transcurridas desde entonces, la agitación social ha dejado numerosos muertos. Cuarenta y ocho han muerto en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, 11 en situaciones relacionadas con el bloqueo de carreteras, y un agente de policía presuntamente asesinado.
La corta gestión de la actual presidenta, Dina Boluarte -que fue vicepresidenta de Castillo- ha desatado una espiral de represión policial, criminalización de la protesta y ataque a la verdad pública, una violenta aceleración del lento colapso de la democracia peruana.
No está claro cómo acabará la crisis. Pero podemos estar seguros de que el próximo intento de gobierno también fracasará a menos que aborde errores que se remontan a siglos atrás.
El ciclo que ahora termina tan caóticamente comenzó en 2001, tras la caída del régimen autocrático y corrupto de diez años de Alberto Fujimori. El suyo fue un precursor de los actuales gobiernos antiliberales. En la década anterior, los viejos partidos habían perdido cada vez más relevancia política; en su lugar habían surgido empresas electorales que imitaban el comportamiento informal y poco regulado de muchas empresas peruanas.
En muchos sentidos, la propia empresa electoral de Fujimori fue la base de esta estructura. Tras su derrocamiento en 2000, el impulso hacia una democracia mejor no pudo reformar este modelo, y desde entonces se han sucedido muchas repeticiones.
Han surgido organizaciones que van desde partidos tradicionales reformados hasta nuevos partidos que son, de hecho, ramas políticas de intereses económicos privados que coordinan el cabildeo a favor de cualquier agenda que se adapte a sus objetivos electorales, en particular los dirigidos a desmantelar el impulso de las políticas reguladoras y progresistas de las dos últimas décadas.
En las elecciones generales de 2016, este sistema empezó a ser víctima de su disfuncionalidad incrustada. La hija y heredera política de Alberto Fujimori, Keiko Fujimori, perdió las elecciones presidenciales por un estrecho margen frente a un antiguo banquero, Pedro Pablo Kuczynski.
Pero gracias a los sesgos de la fórmula electoral que otorga escaños en el Congreso, su partido, Fuerza Popular, había obtenido una super mayoría de curules, lo que permitió al Congreso boicotear las políticas del nuevo presidente. De esta manera, Keiko Fujimori intentó gobernar Perú a través del Congreso.
La represión de las protestas masivas, que se suceden Perú desde la detención de Pedro Castillo, alcanza ya 60 muertos. ¿Hay salida?
Tras la renuncia de dos presidentes, un juicio político, una disolución del Congreso, un gobierno de emergencia, nuevas elecciones y un intento de golpe de Estado, un rasgo se ha mantenido constante: el «fujimorismo» original. Se trata de una corriente de pensamiento político que busca afianzar los poderes del Congreso sobre la política, los nombramientos de los magistrados del Tribunal Constitucional y del jefe de la Defensoría del Pueblo, y revertir las reformas progresistas y tecnocráticas diseñadas para regular el lobby económico, las leyes electorales y, en general, el control sobre los guardianes cruciales del poder y el dinero del Estado. Se trata de un esfuerzo coordinado para crear una especie de parlamentarismo oligárquico.
La persistente impopularidad de los Congresos posteriores se ha convertido ahora en una auténtica crisis. Vastos segmentos de la población no sienten que sus reclamos, identidades, prioridades y sensibilidades estén, de alguna manera, representados por los 130 legisladores. La elección de Castillo en 2021 hizo urgente la consolidación del fujimorismo, ya que la guerra de poderes entre la presidencia y el Congreso encendió la creciente confrontación ideológica, racial y de clases a la que asistimos ahora.
Viejas heridas abiertas de par en par
Pedro Castillo llegó al poder tras una dura lucha contra Keiko Fujimori. Candidato de un partido de extrema izquierda, Perú Libre, había sido maestro rural y dirigente sindical. Sin embargo, nunca había sido elegido para un cargo público y era desconocido para la mayoría de los peruanos. El atractivo de Castillo provenía más de lo que representaba que de lo que decía.
Utilizaba una retórica de confrontación para presentarse como radical, pero en su mayor parte no impulsaba una agenda radical discernible o progresista sólida. Pero era una figura creíble para los pobres rurales, indígenas y urbanos que votaron por él: se parecía a ellos, hablaba como ellos, vestía como ellos.
Una vez en el cargo, devolvió favores políticos, nombró a compinches, no impulsó ningún plan de izquierdas significativo y dirigió una administración mediocre y corrupta.
Mientras tanto, los partidos de la derecha peruana y los medios de comunicación dominantes -una empresa posee el 78% de los puntos de venta del país y varios canales de televisión- llevaron a cabo una campaña intransigente que mezclaba matices racistas, falsas denuncias de fraude, noticias falsas e historias más creíbles sobre la incapacidad moral y política de Castillo.
Adaptaron el populismo de extrema derecha a Perú, imitando el libro de estilo de Trump con variaciones locales: ‘Comunistas’ y ‘terroristas’ están detrás de cualquier disidencia política de defensores de derechos humanos, periodistas independientes, reformistas, moderados, progresistas o izquierdistas.
Pero, sobre todo, abrieron las heridas de una sociedad racializada en la que los trasfondos coloniales son profundos. Políticos, policías, grupos de derechas e incluso el actual presidente se hacen eco de un discurso de odio, mientras la policía y la fiscalía aplican una doctrina antiterrorista desfasada. Todo ello anima a la gente a ver a los oponentes políticos, ya sean campesinos andinos, mujeres indígenas o estudiantes de universidades públicas, como terroristas.
Al evocar el terrorismo de la insurgencia maoísta de Sendero Luminoso en la década de 1980 para enmarcar el actual movimiento social, la derecha peruana avanza una peligrosa fantasía para permitir un estado de emergencia. Se justifica la represión policial y se erosiona el valor de los derechos humanos al considerar «bien merecidos» los asesinatos de civiles, como dijo recientemente un comentarista de derechas.
Estas diversas tendencias están creando una caótica crisis social en la que convergen cientos de grupos que difieren en estrategia y tácticas de protesta. Algunos chocan con la policía, imponen bloqueos de carreteras o intentan ocupar aeropuertos. Pero la mayoría se han manifestado incansablemente en Lima y en las capitales regionales, y se unen en torno a reivindicaciones esenciales: nuevas elecciones, dimisión de la presidente y disolución del Congreso. Algunos presionan para que se convoque una asamblea constituyente.
Son demandas que apuntan no sólo al colapso de la representación política -el intento permanente de instalar un parlamentarismo oligárquico de facto dominado por la derecha- sino a la apertura de un nuevo capítulo democrático: uno que ponga creíblemente en el centro los agravios irresueltos que persiguen al Perú desde hace 200 años.
Al menos el diagnóstico es claro: esta democracia ya no es una democracia.
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*Investigador sobre Equidad Social y Económica en la London School of Economics. Es un antropólogo peruano interesado en la economía política de las transiciones verdes, las desigualdades y la verdad pública. Actualmente trabaja como responsable de programas para el Centro de Derechos Sociales y Económicos.
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