¿Qué es el Islam?

INTRODUCCIÓN

"En nombre de Allah, el compasivo, el misericordioso. Alabado sea Allah, Señor del universo... Dueño del día del juicio, a Ti solo servimos, a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta"

Así comienza el texto sagrado del Islam que además merece, más que ninguna otra religión y casi en exclusividad, el título de "religión del libro". ¿Qué experiencia espiritual late debajo de esas frases? Islam suele traducirse como "sumisión". El islam nace como corrección a un cristianismo popular y deforme que es el que conoció el Profeta y al que consideró como supersticioso e idólatra. El texto citado del Corán pone de relieve esa actitud de inmenso respeto: El Misterio Último es compasivo y misericordioso, pero eso son sólo adjetivos: el apelativo fundamental, el que lo define por encima de todos sus otros nombres es el de Señor del universo, único a quien servir y de quien esperar ayuda: sólo Dios es Dios y "no hay más Dios que Él".

La palabra sumisión suena hoy mal en "Occidente" que tanto ha confundido la libertad con el orgullo. Sin embargo, referida al Misterio Último tiene un profundo sentido de respeto y marca la única (o al menos la primera) actitud que le cabe al ser humano ante la grandeza incomprensible de Dios.

Hay que comprender entonces la seriedad de la palabra, que busca salvaguardar la superioridad de Dios ante un judeocristianismo antropomorfizado. El descalzarse al entrar en el templo intenta ser expresión (discutible o trasnochada si se quiere) de nuestra desnudez y nuestra sumisión ante el Misterio. Y aún más claro: Islam es la misma palabra que usan los cristianos de lengua árabe para lo que nosotros expresamos como "entrega" a Dios. La palabra se dignifica así. En los orígenes de la experiencia sumisión no es esclavitud sino libertad.

Sobre todo cuando, en sus primeros siglos el Islam convive con un cristianismo que conserva la definición de Dios como Amor, y se convierte en sumisión al Amor. Eso es lo que ocurre en la mística sufí que constituye la mayor aportación del Islam a la historia humana.

Citaré sólo unas pequeñas perlas de esa sumisión al Amor. El maestro Rumí pide a Dios: "No dejes ni un instante nuestro oído sin Misterio, ni apartes de nuestra vida la faz del amado". Y con tonos que preceden al Cántico espiritual de Juan de la Cruz canta: "Hoy voy errante de puerta en puerta. ¿Quién tiene noticias del Amado que vi anoche?"

Y el efecto de esa sumisión al Amor se expresa en una pregunta cuyo autor dirige explícitamente al "Señor de la Gloria": "¿Cómo ir a Ti?". A lo que el Señor responde: "deja tu ego y ven". Esa liberación del propio ego puede figurar como el rasgo transversal común a todas las experiencias místicas, como quiera que se la llame. Con ella consuena la máxima tajante Ibn Arabi: "la sinceridad es la túnica del aspirante a sufí". Esa sinceridad opuesta radicalmente al autoengaño sobre el que los humanos tendemos a levantar nuestras vidas. Los "armónicos" cristianos que resuenan en la obra de Ibn Arabi son muy perceptibles: no sólo por su famoso lamento: "el que ha enfermado de Jesús ya no se curará nunca", sino por textos como este otro donde, otra vez, la mística se horizontaliza: "los sufíes no devuelven mal por mal. Todo el que los busca los encuentra. Todo el que quiere llegar a ellos lo consigue. Jamás dicen al que los necesita que vuelva más tarde. No despachan a ningún mendigo".

Esta preciosa armonía puede romperse muy fácilmente. De hecho, aunque el Misterio es calificado casi en cada página del Corán como «clemente y misericordioso», entre los 99 nombres de Dios falta precisamente el único que le da el nuevo Testamento: Dios es amor.

La profunda defensa de la identidad de Dios llevará al musulmán a que Dios quede siempre en Su sitio y el hombre en el suyo, tanto en esta vida como en la otra. Desde aquí se comprende también los límites y los peligros de esta experiencia, tan necesaria por otro lado.

Cuando al amor a Dios le falta la sumisión se puede pervertir en una especie de "dios a la carta". Quizá se puede evocar aquí otra experiencia humana complementaria: cuando a la sumisión le falta el amor, en las relaciones humanas, se puede terminar en lo que Hegel describió como "dialéctica del amo y el esclavo": un proceso que va invirtiendo la relación y por el que el siervo, a base de su sumisión, acaba convirtiéndose en amo de su Señor. Entonces amenaza el peligro de lo que Jesús denunció en una parte del judaísmo de su época como "fariseísmo": la seguridad de poder disponer de Dios inconscientemente, en provecho propio. Se termina así en el mismo peligro del dios a la carta, tanto si se elimina el respeto de la dimensión del amor, como si se elimina el amor de la relación de sumisión respetuosa: la misma sensación de ser los únicos fieles, los únicos justos, autorizados a incluso a matar para defender a Dios.

ISLAM

Con el surgimiento del Islam se asiste a la aparición del "verdadero Profeta", el que culmina y concluye todo el caudaloso manantial de la revelación y de la profecía. Entre Dios y el pueblo de Dios se intercala el profeta verdadero, verus propheta, cuyo nombre es Muhammad. A él le incumbe promover la religión universal por excelencia, la última quizás de todas las religiones reveladas, la que en cierto modo realiza la esencia y el concepto mismo de lo que por religión puede entenderse.

El escenario del mundo ha sufrido de pronto una sacudida de estremecimiento y esperanza. Muchas cosas se han perdido para siempre. Otras despiertan con la nueva aurora. Se ha pasado una importante página en la historia del acontecimiento religioso. Y en la página que se abre surge, antes que nada, un paisaje purificado, despejado.

En él sólo subsiste el Dios Uno y Único, sin asociación, sin imposturas trinitarias, sin hipóstasis; frente a él, con los brazos levantados, con el oído atento y con el cálamo y la tablilla preparada, el oidor, el memorialista, el gran Testigo Profético de la revelación, cuyo nombre es Muhammad. Y entre Dios y el profeta, el Libro Santo, que desciende del cielo, escrito por Dios en lengua árabe. Muhammad es el transmisor de la revelación divina. La sabiduría de Dios es el verdadero cálamo que escribe el texto sobre la tablilla.

El Libro Santo constituye, entonces, el mayor regalo de Dios a la comunidad: lo que permite a ésta constituirse como verdadera comunidad mística. Ésta requiere para fundarse la comunión con ese Libro Santo que desciende del cielo, escrito por la de Dios a través del cálamo de su inteligencia y sabiduría, sobre la tablilla, que es el ánima mundi (alma del mundo), y en particular el alma del profeta elegido como receptor de la revelación.

Con el Islam se cierra, al parecer, el ciclo de las religiones universales. Es la más moderna de todas las religiones, síntesis y compendio de las "religiones del libro". Encarna en cierto modo el concepto trascendental (en sentido kantiano) de toda religión del libro (judaísmo, cristianismo), su esencia y concepto al fin revelado y manifestado. Es la religión que revela descubre la verdad de todas las demás religiones que forman su comunidad en torno al libro santo: en ella alcanzan su designio, su orientación, su teleología inmanente.

Cada revelación religiosa correspondió a alguna de las sucesivas manifestaciones proféticas que en Muhammad obtienen su rúbrica y su sello definitivo. Y el Libro Santo, el Corán, subsume en su seno generoso esas revelaciones: integra toda la tradición profética del judaísmo bíblico con los añadidos neotestamentarios, reconoce la verdad profética de Moisés y de su pueblo, de David, de Salomón, de Joshua de Nazaret, el hijo de María. Y se remonta al tronco originario de Abraham y de su doble estirpe, la judía y la ismaelita (la de Agar y de su hijo Ismael, visitado por Abraham al finalizar la vida de éste).

En el islam el Libro Santo funda la comunidad mística, en el sentido de que ésta comulga literalmente con la escritura del Corán. El Corán no está ahí para ser objeto de interpretación o de una hermenéutica infinita. El texto del Corán no debe ser interpretado. Debe ser, en sentido místico, comulgado (a través de la recitación enfatizada y el cántico.

Éste es uno de los puntos más importantes y novedosos de esta religión. Es también el que suscita mayores incomprensiones entre otras "religiones del libro". En el cristianismo el libro es objeto inspirado, no revelado, sobre el que circula la interpretación. El cristianismo nació y se desarrolló en el seno de la Antigüedad tardía, con sus tendencias hermenéuticas y alegorizantes. El islam es más moderno: entiende el libro en sentido místico.

El Libro no es tanto en el Islam lugar de interpretación alegorizante, o de establecimiento de tipologías hermenéuticas, cuanto aquella escritura santa de Dios que debe ser recitada, cantada, salmodiada en el ceremonial propio y específico de esta religión.

En ella sorprende la voluntad expresa de purificación radical de toda instancia intermedia. Debe dejarse radiante el interior del templo, la mezquita, sin figuras de ídolos, o de artefactos, pero toda ella plagada de la escritura coránica. La arquitectura actúa en el islam como soportal de esa escritura, en la cual importa más que nada la "entonación" y la "recitación" (gráfica) que ésta exhibe: su maravillosa forma gráfica. Aquí la caligrafía sustituye a toda forma icónica estatuaria.

De igual modo, en el culto simbólico que se produce en el templo se han eliminado todas las mediaciones sacrificiales. Sólo subsiste el testigo de la comunidad invadido del aura del lugar, todo él convertido en oración a través de sus gestos, su compostura, sus ademanes, sus reverencias, sus genuflexiones.

El culto alcanza así su máxima depuración, sin otro elemento "sacrificial" que la vivificación cantada y entonada del Libro Santo: devolución verbal y cantada de lo que procede del cielo, única ofrenda de esta religión pura y moderna. A Dios se le concede, en lugar del humo del sacrificio, o del aroma de la víctima, la voz entonada que actualiza la caligrafía del Libro Santo que Él mismo entregó a su comunidad.

Ésta le devuelve, como recitación y cántico, lo que Dios le dio. De este modo consuma el Islam el que pacto sacrificial-simbólico, propio de todo culto religioso; en lugar del aroma o del humo sacrificial, el texto revelado recitado y cantado; lo que descendió en forma de libro asciende de nuevo como canto y recitación; lo que bajó del cielo a través del cálamo y la tablilla sube de nuevo, en genuino regressus, de nuevo hacia el cerco hermético. Así el libro, parte simbolizante manifiesta, es ascendido a través de la comunidad, mediante la recitación de las suras, o de las aleyas, hasta la parte mística que se halla simbolizada en él. Entre estos aleyas destaca el sublime aleya de la luz: "Dios es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara. La lámpara está dentro de un cristal. El cristal es como si fuera un astro resplandeciente. Se enciende de un árbol bendito, un olivo que ni es del Este ni del Oeste, cuyo aceite casi alumbra aunque el fuego no lo ha tocado. Luz sobre luz. Dios guía su luz hacia quién Él quiere, Dios expone parábolas a los hombres, y Él es el Conocedor de todas las cosas"

Se trata de un orden ascendente y descendente de luces que forman una progresión jerárquica: la hornacina, que está iluminada pero que por sí misma no ilumina; el cristal, que se compara con un astro rutilante; por fin, el árbol bendito, el olivo, cuyo aceite alumbra sin que le haya tocado el fuego.

Tal árbol bendito puede interpretarse como la raíz, la savia y la fuente de vida de toda esa emanación de luces. Desde él se difunden, como el aceite que las alimenta, casi sin roce: primero al cristal rutilante (con el brillo de un astro) y en segundo lugar a la hornacina (que se halla iluminada, pero que necesita el concurso del aceite del árbol bendito para ser iluminada).

Esta aleya integra al Libro Santo, descendido del cielo, en el corazón místico de esta religión. Inaugura, dentro del islam, el gran tema que dominará una y otra vez la reflexión filosófica y teológica en el mundo islámico: el tema propio y específico de la mística, la cual tiene su revelación en la jerarquía de luces escalonadas, ascendentes o emanadas, todas ellas derivadas de la fuente divina de toda vida existencia.

Esa fuente concede a los entes existencia, y lo hace a través de un decreto en el cual se concreta la soberana voluntad de Allah. Tal decreto dice, en forma radical, ¡Sea, exista! (algo más radical que el fiat bíblico; algo de carácter ontológico). El árbol bendito, el olivo, puede entenderse como la forma simbólica, o parabólica, de ese decreto, del kun (en árabe), es decir del ¡Sea, exista!, palabra existenciadora a través de la cual Dios materializa en forma de decreto su voluntad. Así interpreta el símbolo Ibn Arabí en su obra El árbol del universo.

El olivo constituye el símbolo mismo de la Luz suprema que desencadena esa emanación: Luz sobre luz. Una Luz trascendente, separada de las luces que de ella emanan, las cuales son traídas a existencia en virtud del decreto creador. La imagen del aceite del olivo, que casi alumbra, sin necesidad de rozar aquello sobre lo cual propaga su luminosidad, condensa de manera extraordinaria este pensamiento. Dios es la Luz trascendente, pero es también la Luz que está encima de toda la jerarquía de las luces: Luz sobre luz.

El pensamiento del islam basará su originalidad en gran medida en concebir de manera radical esta procesión iluminativa en términos existenciales. El proceso de emanación desde la Luz de luces constituye un proceso de concesión de existencia, y es el decreto existenciador, el ¡Sea! (kun), el que desencadena esa procesión emanada descendente, que compone una jerarquía a la vez iluminativa y existencial. No es tanto una procesión de esencias luminosas (correlatos ónticos de la quididad) lo que a través de esa emanación creadora y reveladora se instituye. Tal jerarquía de luces esenciales exige el decreto "existenciador" para ser actualizada. Sólo así trascienden el estatuto contingente de posibilidad y potencia anterior al acto. Sólo en virtud del decreto pueden llegar a ser, en virtud de acto verbal existenciador divino, luminosidades existentes.

De Ibn Sina (Avicena) a Molla Sadra el pensamiento del islam gira en torno a este esfuerzo ímprobo por concebir en síntesis a la vez la procesión emanativa de esencias posibles contingentes y la existenciación iluminadora que alumbra dichas quididades (pensamientos divinos previos a su actualización tras el decreto). En virtud de ese alumbramiento creador esas esencias pueden convertirse en una verdadera jerarquía emanada de existencias.

Dios es el dador de existencia. Es causa eficiente de toda existencia posible. En consecuencia, en Él la existencia no constituye una contingencia afectada por la posibilidad. En Él la existencia fluye de una necesidad incondicional. Por el contrario, en la serie jerárquica emanada de Él, o creada por Él, la existencia debe ser activada por el decreto creador para traspasar de la posibilidad al acto. Y aún entonces mantiene una mácula de deficiencia contingente que establece la distancia infinita entre el ser incondicionalmente necesario y la criatura, sea ésta Inteligencia Arcangélica, Alma del mundo, Intelecto Agente de la Humanidad, animal racional, bruto o vegetal. El testigo humano, confrontado con el ser incondicionalmente necesario, vive la experiencia de hallarse al filo de la maroma absoluta entre su existencia actualizada por el decreto creador divino y su cuota de inexistencia; o entre el ser y la nada. La experiencia mística alcanza su máxima hondura en esta angustiosa experiencia.

El testigo místico debe ponerse en manos de Aquel que actualiza el decreto creador y que refrenda Su voluntad al revalidar, cada vez, el mismo milagro de la existenciación. Tal "creación continua" que convalida ese decreto soberano tiene por garantía algo más hondo que la "razón" o la "justicia" divina. El Dios del islam es, sobre todo, el Dios de la misericordia. El acto ad extra propio y específico de Dios consiste en la donación de lo más valioso de Sí, la existencia, a todo ente; también al humilis (al "mísero", al hombre común).

En Ibn Sina (Avicena)esa reflexión sobre el acto misericordioso de propagación del don del existir alcanza su más sobrio acento ontoteológico. Dios es Bondad suma: capacidad ilimitada de donación, Don efusivo y difusivo. Su esencia consiste en darse, o en conceder a otro el más preciado de sus dones, el mayor de todos los bienes, la existencia. La criatura recibe en préstamo ese don de la existencia. Se lo concede Dios, el Dios de la misericordia, sin que brote o dimane con necesidad intrínseca de su propia naturaleza. Podría ciertamente no existir, o bien dejar de existir (ser aniquilado, devuelto a la nada existencial).

La criatura tiene ese don, pero éste no deriva de su propia naturaleza o esencia. Su carácter contingente revela el estigma de nihilidad al que podría ser reconducido de no hallarse sostenido y mantenido en el ser por el Ser que es puro Bien, el Dios misericordioso. No posee la existencia por sí misma sino que la recibe de un Ser Otro. No es por tanto, como Dios, ser por sí, sino que es o existe por razón del decreto creador (existenciador) de Dios.

Ibn Sina (Avicena)determina a Dios como el Ser incondicionalmente necesario; su esencia, su quididad, exige y postula la existencia. En Él esencia y existencia se hallan unidas por férrea necesidad. Es, pues, el Ser que existe por Sí mismo, o en el que la causa y razón de su existencia está en Él mismo, en su propia naturaleza y esencia.

La alteridad que el ser creado descubre en su propio seno determina el necesario reconocimiento de la Causa de donde le proviene el don de la existencia. El testigo contingente, afectado de alteridad, debe dar testimonio de fidelidad a esa Causa. Debe, pues, aclamarla y proclamarla, o pronunciar el célebre "no hay dios; sólo hay Dios" del Corán. Tal es la "profesión de fe" de la primera de todas las criaturas, la que inicia la serie o la escala de éstas: el Primer Emanado. A partir de él se inicia una procesión jerárquica descendente. Se va constituyendo así una procesión de luces existenciales descendentes que componen una grandiosa jerarquía.

Ibn Sina (Avicena)llama al Primer Emanado de esa serie la Inteligencia Arcangélica. El reconocimiento de la Causa eficiente y productiva de donde le viene la existencia engendra en la Inteligencia una segunda hipóstasis descendente, el Alma. A su vez, el descubrimiento de su propia deficiencia, o de la cuota de alteridad que en la propia Inteligencia existe, promueve la generación de un cuerpo predestinado a la hipóstasis emanada, un cuerpo relativo al Alma, Alma del mundo.

De este modo, de emanación en emanación, se va proyectando toda la arquitectura jerárquica de los mundos invisibles y visibles, hasta llegarse a la hipóstasis de la Inteligencia Agente y Regente que guía y custodia la naturaleza humana, simbolizada en el Ángel de la Humanidad, o en el Arcángel Gabriel.

ALGO DE REFERENCIAS



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Luis Antonio Azócar Bates

Matemático y filósofo

 medida713@gmail.com

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