A falta de menos de quince días para el cierre de campaña electoral poco sustantivo ofrecen las candidaturas. ¿Qué país proyectan para los próximos veinte años? ¿Para los próximos diez? ¿Qué tienen que decir con relación a la superación de la pobreza? ¿A la democratización del país? ¿De la descentralización, y no sólo administrativa? ¿Qué tienen que decirle a los estados andinos? ¿A Guayana? ¿A nuestra bella costa oriental? ¿Al Zulia? ¿A nuestros llanos? ¿A nuestras comunidades indígenas? ¿Qué proponen con relación al rescate de la educación pública más allá de la reparación y construcción de edificaciones escolares? ¿A los cambios curriculares que los tiempos y el proyecto de país exigen a nuestra escuela? ¿Tienen algo que decir con relación a nuestro deteriorado sistema de salud pública? ¿A la inclusión de los discapacitados, que todos los somos en un sentido u otro? ¿A la cuestión salarial y de las pensiones, ambas inexistentes? ¿A la transición energética y los desafíos ecológicos que confrontamos, especialmente en una tierra que como la nuestra está entre los diez países con mayor reserva de agua dulce del planeta? ¿Qué hacer con la cantidad de medios de comunicación públicos? ¿Cómo garantizar la independencia de estos? ¿Cómo generar un poder judicial efectivamente justo? ¿Qué hacer con los aparatos represivos del Estado? ¿Con las prisiones? ¿Cómo fortalecer la confianza entre los ciudadanos, las comunidades y sus instituciones? ¿Qué tipo de instituciones se proponen? ¿Ajustadas a qué paradigmas? ¿La modernidad eurocéntrica y estadounidense? ¿Una propuesta más comunitarista, menos individualista, más propia de nuestras culturas latinoamericanas y caribeñas? ¿Cómo empoderar realmente al ciudadano y las comunidades? ¿Qué decir en materia de transparencia y combate a la corrupción? ¿Cómo nos vinculamos con nuestras naciones hermanas? ¿Con los Estados allende de nuestras costas? De nuevo, ¿qué proyecto de país por hacer para los próximos años? ¿Cómo hacerlo viable? ¿Con qué recursos?
Sí amigos, a falta de quince días muy poco o nada. ¿Miseria de las candidaturas? Puede ser. Probablemente no tengan muchas ideas sobre el país a proponer, quizás hasta desconozcan la misma tierra, su paisanaje, la diversidad del mismo. Tal vez piensen que basta con jingles, colores bonitos y sonrisas tipo cuña de dentífrico. Después de todo las generaciones que hoy habitamos este mundo estamos bastante mediatizadas, empezando por los publicistas alrededor de los aspirantes. Estos saben nutrir bien el insaciable ego de estos personajes que frecuentemente se creen reyes bien vestidos. No obstante, algo peor, más sombrío puede esconderse tras este vacío electoral, una especie de desprecio por el electorado, por nosotros. Recordando un meme que vi en estos días, probablemente muchas de estas candidaturas piensen que padecemos el síndrome de la paloma en el sentido de que resulta suficiente con que nos arrojen migajas. Cualquier similitud con las políticas públicas de asistencia social de los últimos años es pura coincidencia. En todo caso, no pocos deben pensar que somos una especie de animalitos muy sensitivos, profundamente emocionales, relativamente fáciles de arengar. Sin saberlo son buenos lectores de la psicología de las masas de Freud así como de "Mi lucha" de Hitler, candidaturas que nos tratan como "hooligans" de barras bravas en el estadio, candidaturas que se dirigen a nosotros, a la masa boba que pretendidamente somos, al atardecer, cuando estamos agotados de un día de tareas y ya no tenemos fuerzas para la resistencia y la reflexión.
Las dos hipótesis planteadas no resultan excluyentes, aunque sí preocupantes. Tampoco serán las únicas. Se dice, cuántas veces hemos escuchado, que los latinos somos emocionales, que vivimos a flor de piel, especialmente en el marco natural de nuestro soleado caribe. Somos gente del toqueteo, del abrazo, de los guiños. Damos y buscamos el calor humano. Algo inusitado, incomprensible, para más de un alemán de Sajonia o un gentleman muy british. Pero sin ser falso hay mucho de mito en esta apreciación sobre el ser vamos siendo. El mito está en creer irreflexivamente que los nórdicos son poco emocionales. ¿Acaso nunca hemos visto los gritos fanáticos de idolatría ante los discursos de Hitler? ¿Nos olvidamos que hoy "Alternativa para Alemania", el partido neonazi de los teutónicos, mueve pasiones contra los inmigrantes, los no arios y crece y crece en su fuerza electoral? ¿Nos olvidamos de la locura baquiana que mueve Trump entre sus seguidores? La emocionalidad es humana, demasiado humana. Ciertamente las culturas le dan forma, pero el contenido es universal. Y la política despierta emociones aquí y allá, hoy como ayer y seguramente como mañana. El problema tal vez esté en considerarnos emocionales brutos, lo que nos lleva a plantear la pregunta, ¿quiénes serán realmente los brutos? O posiblemente sea que quienes dirigen las campañas resultan más emocionales de lo que ellos piensan de sí mismos.
Al final, las dos hipótesis convergen en el ascenso de la insignificancia (Castoriadis), la creciente incapacidad que padecemos de producir sentido compartido. Occidente se muere, y nosotros tenemos mucho de occidente. Su canto de cisne ha sido la modernidad, cuyo epicentro ha sido la ilustración y el siglo XIX hasta 1914. Hasta ese momento el centro cultural hegemónico occidental, Europa, era predominantemente utópico. El liberalismo, el marxismo y el positivismo, los tres hijos mimados de la modernidad, prometían un futuro paradisíaco bien sea de libertad individual; de un comunismo maravilloso donde podrías pescar de día, arrear ganado en la tarde y ser un crítico en la noche; o, de un mundo tecnocientífico pleno de seguridad y racionalidad. Pero pronto las utopías productoras de sentidos colectivos, promesas por las que entregar la vida, quedaron bajo la sospecha. En la cultura los maestros de esta sospecha, como bien señaló Ricoeur, fueron Marx, Nietzsche y Freud bajo la lupa de la ideología, la voluntad de poder o el inconsciente gobernado por agresivas pulsiones. El sujeto estaba sujetado, su dueño, su amo, son fuerzas que no controla. La razón ilustrada no resulta tan ilustrada. Empero, si esto ocurría en la cultura los hechos históricos parecían confirmar este sino trágico durante la Gran Guerra. Desde entonces occidente es distópico. Su cine, su teatro, su literatura, sus artes plásticas, su filosofía manifiestan una y otra vez la pesadilla de un mundo de naturalezas muertas, de cuerpos mutilados, de lluvias ácidas, de sociedades totalitarias. Desde el expresionismo alemán hasta las corrientes posmodernas sólo reina el pesimismo, pasando por las teorías sociales de Max Weber y la Escuela de Frankfurt. Si, para decirlo con Gramsci, una crisis consiste en la tensión entre un presente desahuciado y un futuro que no termina de nacer, sin duda estamos ante una crisis civilizatoria terminal. Entiéndase bien, no se trata sólo de una crisis del capitalismo, va más allá. También el concepto tradicional de socialismo está en crisis terminal. Ambos sucumbieron ante su propia ratio tecnológica que hoy busca solución, siempre sin salir de sus parámetros racionales técnicos, al modo como la naturaleza ha encontrado de vomitarnos por la intoxicación que le hemos causado.
En este contexto crítico, la política se ha convertido desde hace mucho en tecnocracia, burocratización (de la que el socialismo realmente existente fue campeón) y propaganda. Hablo de la política, de todo el espectro, tanto a la derecha como a la izquierda. Por supuesto, más triste en esta última que en aquella, pues bajo su mito progresista está llamada a generar una imagen alternativa de sociedad. Pero su alternativa, al menos la que se ha impuesto, ha consistido en administrar un Estado-nación desvencijado de bienestar o, bajo el eslogan publicitario del socialismo del siglo XXI, retornar al Estado burocrático autoritario con su paradigma represivo de la Stasi alemana. Venezuela hoy es sólo un capítulo más de esta decadencia, de esta sociedad de la insignificancia, de esta especie de eterno retorno a la izquierda obsoleta o a una economía de libre mercado igual de saqueadora y autoritaria. Como no hay mayores ideas y ya los electores saben bien lo que les toca con una u otra opción, pues queda el marketing electoral para, mediante la sociedad del espectáculo, capturar esperanzas de los desesperados y con ello capitalizar votos.
¿Qué cuándo termine todo esto? Spengler, quien escribió "La decadencia de occidente" durante la Gran Guerra, habló de dos siglos. Si le hacemos caso, la cuestión va para largo. Pero todo puede resultar peor de lo que vaticinó, pues en su concepción cíclica de la historia guardaba la idea de que surgiría una nueva cultura constructora de otro andamiaje civilizatorio. Probablemente esa nueva cultura está in nuce entre nosotros al menos desde 1968, mas podría acontecer que jamás germine la semilla, que lo que pudo ser ya no será. Muchos indicadores tenemos para percatarnos de que el incontrolado crecimiento demográfico, el riesgo creciente de los desarrollos tecnológicos y la depredación bestial de la naturaleza pueden hacer realidad más temprano que tarde los pronósticos de las distopías.
Conocida es la historia de que el Gran Alejandro, admirador de la sabiduría de Diógenes, un día se acercó al tonel que habitaba el filósofo y le preguntó qué quería, que pidiera que él, el gran político, se lo daría. Diógenes, se dice, lo observó de arriba abajo mientras Alejandro le hacía el ofrecimiento y le respondió, palabras más, palabras menos: sólo apártate que me cubres el sol. Quizás sea esta una de las primeras escenas de la típica demagogia política, y quizás una de las primeras respuestas de un electorado cínico. Ahora que pareciera que sólo se nos ofrece administrar el posfordismo en clave colonial, si bien de forma encubierta, nada nuevo hay bajo el sol. Tendremos que elegir, por el momento, entre la forma de administración menos perniciosa. Difícil, aunque peor resultaría el ni siquiera poder votar. Presento excusas al lector que esperaba una apuesta electoral determinada o a aquel que buscaba algún anuncio optimista, una esperanza para las próximas semanas. Perdone usted el tono desencantado. Digamos con Walter Benjamin que gracias a la desesperanza puede abrirse la esperanza. Lo bueno es lo malo que se pone todo. Feliz semana.