Yo no tengo más hermanos que los que me aman.
José Martí
Se llega a escribir verdades y sentencias con claridades fulminantes, una vez que las palabras brotan del duro trajín de las adversidades, en medio del dolor de las frustraciones, de las caídas y derrotas, del diario desafío del oficio de vivir, en un todo con esos ramalazos que nos sacuden de la poesía trágica.
¿En quién se habría inspirado Martí para llevar a cabo sus luchas, y mantenerse firme en medio de las borrascas de las debilidades y traiciones, de las amargas derrotas? Pues, en Bolívar. Bolívar es munición, canto, esencia de la honda revolución que ya reclaman todos nuestros pueblos en Latinoamérica. Con él nos formamos en las batallas con nosotros mismos; él nos infunde un esfuerzo demencial contra toda clase de derrotismo o debilidades, o concesiones frente a la indolencia, frente a la inercia de la resignación.
Cuanto más conocemos su obra, tanto más nos impele a la batalla de las ideas. Si nos sentimos acorralados por un hondo escepticismo por cuanto nos rodea, acudamos a la obra de Bolívar, y ésta se nos revelará como un amuleto pleno de fuerzas para emprender los mayores desafíos.
"Sus documentos políticos, densos de pensamiento, son las piezas capitales del derecho público en los pueblos a que se destinaron, donde todavía son seguro derrotero para unos y punto de contradicción para otros, pudiéndose comprobar históricamente que en el mosaico heterogéneo de los pueblos al sur del Río Grande son valores conjugados el progreso y la felicidad de los habitantes y el predominio de las ideas de orden y de la autoridad, polos del pensamiento bolivariano. Sus arengas militares emulan con las mejores que conoce la historia literaria. Sus cartas son insustituibles como vívidos documentos, como juicio penetrante sobre los sucesos y los hombres, como síntesis definitivas y lapidarias de las situaciones más complejas1".
¡Saltándonos la pluma ardiente que "vibra como lanza de pelea en la mano!"; nuestro pueblo cuánto tiempo estuvo dominado por una imagen petrificada y endiosada del Libertador. Para muchos, Bolívar era un hombre que ya pasó y se le recordaba de acuerdo con las efemérides patrias o con motivos meramente oficiales. Por supuesto, que esta beatería patriótera nada tenía que ver con heroísmo, con emular sus luchas e ideales; por eso, al ver sus monumentos, llegamos a sentir que de veras el Libertador estaba muerto; enterrado en el centro mismo de la tierra. Y así, mientras los gobiernos se dedicaban a quererle decorativamente, uno se paseaba cabizbajo y silencioso bajo la inmensa bóveda de este continente en la que clamaban y aún claman su mayor aspiración: ¡UNIDAD, UNIDAD O LA ANARQUÍA NOS DEVORARÁ!
¡Ah! las montañas de nuestra tierra, sus ríos, campos, costas, el brillo sublime de los penachos guerreros que la recorrieron para liberarla. Es que no hay un sólo trazo de nuestro territorio que no haya sido recorrido por Bolívar, sentido y amado por él con esa nostalgia profunda del choque trágico entre lo que se aspira y lo que aún se tiene. Bolívar sufría constantemente las fatigas acuciantes de sus propias revelaciones y en la contemplación de esa naturaleza fastuosa tuvo la premonición de su grandeza y las funestas contradicciones que le esperaban. Cualquiera sea el lugar de esta América donde nos encontremos podemos decir con melancolía: Aquí estuvo él. Desde aquí calculó la avanzada del enemigo. Bajo un fuerte chaparrón cruzó impávido, sombrío, las grandes extensiones de las escarpadas tierras orientales. Allá en aquella montaña, él, que tanto gustaba de las alturas, debió pasar una noche entera midiendo lo inconcebible de su misión; palpando los abismos de la más absoluta soledad. Ríos, selvas tupidas, manglares, nevadas sierras, sol y mar empapados de su exuberante presencia. La eternidad que se nos mete en los tuétanos, en esas vaguedades de dulce y conmovedora contemplación interior: ilusiones y locos desafíos. La acción del pasado en ese paisaje, petrificados de mismidades, con arrebatos contradictorios, los abrasadores azotes de su honda melancolía. Es el aire, los caminos y los colores impregnados de lo inaudito de esa naturaleza, que no es otra cosa que la propia estampa desolada del Libertador.... los linderos de su espaciosa obra. La naturaleza del ritmo de sus clamores políticos y proclamas implacables, el vigor de sus ataques y el corazón rabioso ante el horror de las injusticias y del crimen.
1 El Final de la Grandeza, Laureano Gómez, Editorial Hojas e Ideas. Santafé de Bogotá, 1993.