La liberación
de las dos rehenes en poder de las FARC constituye una tremenda derrota
para el presidente Álvaro Uribe, obcecado en su afán por aplicar los métodos del
ex -alcalde de Nueva York, Ralph Giuliani, para resolver los gravísimos desafíos
que plantea la guerrilla en Colombia. Con su intemperancia abortó una operación
que debería haber culminado sin sobresaltos a finales del año pasado. Tal como
lo manifestaran quienes residen en la zona donde supuestamente se produciría la
entrega de las rehenes, allí las operaciones militares se intensificaron en
lugar de retraerse, ante lo cual la guerrilla dio muestras de una prudencia y
una sensatez que, en realidad, deberían ser signos distintivos de un gobierno y
postergó la entrega de las prisioneras. Envalentonado por sus mentores
estadounidenses Uribe aprovechó la ocasión para montar un show mediático en
donde hizo gala de una agresiva verborragia atacando sin ton ni son a todos los
involucrados en la operación Emmanuel. Embriagado por su propia
retórica tuvo palabras descorteses e hirientes para con los varios gobiernos de
la región y sus representantes, quienes solidariamente acudieron en calidad de
garantes y para facilitar el buen éxito de una negociación que el propio Uribe,
de haber obrado inteligentemente, tendría que haber sido el primero en
facilitar. Pero si con su incontinencia verbal ofendió y desairó “en caliente” a
los garantes y sus gobiernos en Villavicencio, volvería a reincidir en esa
actitud días más tarde y “en frío” por boca de su Canciller, un hombre que no
posee ninguna de las virtudes que se requieren para el arte de la diplomacia. Las
idas y venidas de Uribe en relación al canje humanitario, a la desmilitarización
del corredor selvático, a la presencia de garantes internacionales, a la
autorización y desautorización, para luego nuevamente autorizar la mediación del
Presidente Hugo Chávez corroboran una vez más lo que la absoluta mayoría
de los colombianos saben muy bien: que el principal obstáculo para el canje
humanitario y para pacificar el país no es otro que el presidente Uribe. Por eso
el exabrupto de Don Juan Carlos milagrosamente se convierte, ante sus continuas
rabietas y su inflamada oratoria, en un sabio consejo: conviene que le haga caso
al enfadado monarca y se calle por un tiempo, dejando que otros arreglen lo que
él no puede sino desarreglar aún más.
Con la
liberación de Clara Rojas y Consuelo González teniendo lugar ante la absoluta
impotencia de Uribe, devenido en un anónimo televidente, se agigantaron las
dudas sobre el margen real de autodeterminación y soberanía que posee su
gobierno para resolver la grave crisis política de Colombia. ¿Habiendo dado
tantas muestras de ofuscación, imprevisibilidad e iracundia, amén de una
desorbitada predisposición a seguir las directivas que emanan de Washington,
¿será Uribe la persona capaz de transitar serena y racionalmente por los
complicados meandros de una negociación diplomática que ponga fin a la pesadilla
que abruma a los colombianos? No parece. Por eso es el gran perdedor de esta
jornada. Sus bravatas se vuelven ahora en su contra, mientras que
la Senadora
Piedad Córdoba y el Presidente Hugo Chávez emergen, ante la
opinión pública mundial, como los firmes y confiables negociadores que contra
viento y marea -y contra la opinión de la autodenominada “prensa seria”
internacional- persistieron en su propósito, mantuvieron su calma y su paciencia
y lograron su objetivo. Las FARC, a su vez, se prestigian como un actor que
cumple con su palabra aún en las condiciones más adversas, al paso que Uribe
aparece como alguien que, precisamente, no es capaz de cumplir con lo prometido.
Por último, otros ganadores son los vapuleados garantes internacionales enviados
por los gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil y Ecuador, su misión
reivindicada ex post y que ahora podrán disfrutar el dulce sabor del éxito que
un enardecido Uribe les frustró hace apenas unos pocos días.