En los últimos meses, cuando se han ido tomando las medidas para hacer frente a la crisis, se ha podido comprobar de modo muy evidente la doble vara de medir que las autoridades tienen cuando se trata de resolver los problemas de la gente. Se han puesto en marcha todo tipo de soluciones para salvar las cuentas de los banqueros y el negocio de unas entidades financieras cuyo comportamiento irresponsable y demencial ha provocado una crisis descomunal. Y ni siquiera se les ha pedido responsabilidades. Con rapidez y generosidad inauditas, gobiernos y bancos centrales se dispusieron a ofrecer los fondos necesarios para hacer frente a sus quiebras y, sin que mediara consulta de ningún tipo no debate social alguno, se ha asumido que somos los ciudadanos quienes con nuestros impuestos habremos de financiar las medidas que resuelvan los problemas de los bancos que ellos mismos han creado.
Con
dinero ciudadano se intervenía y salvaba a las entidades pero, salvo
casos que ya son excepcionales, ni siquiera se reemplazaban sus
dirigentes, ni se establecían nuevas normas de gestión, n prevenciones
para que no vuelva a ocurrir en el futuro el desastre de estos últimos
años.
Y las cantidades puestas sobre la mesa son sencillamente
colosales. Tan ingentes que es verdaderamente difícil que nos demos
cuenta de su magnitud. Y, por supuesto, del tiempo que tardarán las
economías en metabolizar ese esfuerzo financiero y el incremento de
liquidez que llevan consigo. A base de sufrir sus consecuencias en los
próximos tiempos nos iremos dando cuenta.
Son cifras que
contrastan con cualquier otra y precisamente por eso en estos últimos
meses la diferencia entre esa generosidad con los ricos y la estrechez
con la que se actúa con los débiles ha sido más evidente que nunca.
Es
cierto que eso no es algo nuevo. Desde hace años comprobamos cómo se
destinan billones de dólares a armamento, a subvenciones y subsidios a
empresas y cómo se eliminan o reducen los impuestos a los ricos
exactamente al mismo tiempo que menguan los ingresos de los grupos de
menos rentas y se renuncia a gastos sociales y a financiar la provisión
de bienes y servicios públicos destinados principalmente a aumentar el
bienestar de éstos últimos.
Pero lo que está ocurriendo en
estos momentos es ya algo realmente impresionante e incalificable. No
es sólo que se incumplan constantemente los compromisos de gasto
dedicado a paliar los problemas sociales más graves, no es únicamente
que todo estos, como los Objetivos del Milenio, queden postergados para
afrontar con inaudita diligencia las demandas de banqueros y grandes
empresarios. Es que los gobernantes ya ni siquiera disimulan su
desinterés ni tratan de hacer como que están dispuestos a hacer frente
a lo que mata de verdad a las personas.
La reciente cumbre de la
FAO en Roma es la manifestación más tremenda de la desvergüenza colosal
con que ellos, "los líderes", como se autodenominan en las pomposas
cumbres financieras, gobiernan el mundo. La crisis de los dos últimos
años ha hecho aumentar en casi 200 millones de personas el número de
hambrientos en todo el mundo, se alcanza la cifra colosal de 1.020
millones pasando hambre, la muerte de casi 30.000 personas diarias por
hambre y de 17.000 niños. Y los líderes de los países más ricos ni
siquiera acuden a la cita para darse por enterados o para tranquilizar
al mundo.
Es verdad que es un adelanto que al menos Obama haya
sido el primer presidente de Estados Unidos que se ha comprometido a
erradicar el hambre de los niños en su país, en donde 17 millones de
niños y 49 millones de adultos padecían "inseguridad alimentaria" en
2008, es decir, que no tuvieron acceso seguro a alimentos en todo
momento del año. Pero cómo se puede confiar en la sinceridad de su
compromiso si ni siquiera visualiza su presencia en los lugares donde
se están planteando esos problemas. Y cuando su país, como casi todos
los más ricos, incumplen luego los compromisos materiales a los que
llegan.
La ineficacia de los gobernantes, su casi nulo
compromiso a la hora de cumplir los acuerdos es ya de por sí
vergonzoso, pero que a la cumbre en la que se debate la cuestión más
grave de todas las que tiene la humanidad tiene por delante ni siquiera
hayan asistido no tiene nombre.
Están dando lugar a que cuando
hablemos de estas cosas, como al menos a mí me pasa, lo hagamos ya
simplemente con rabia y con el único deseo de hacer que salte por los
aires este colosal desatino. ¿Cómo es posible tanto cinismo y, sobre
todo, que todos sigamos impasibles ante un drama como el que están
viviendo una de cada seis personas en nuestro planeta? ¿Cómo es posible
que gobiernos que no han tenido dificultad para poner al servicio de
los banqueros cientos de miles de millones de dólares no estén
dispuestos a poner el 1% de esa cantidad, que es lo que está reclamando
la FAO, para empezar a paliar de forma efectiva el sufrimiento injusto
y evitable de millones de seres humanos? ¿Cómo es posible que les de
igual todo eso, y hasta cuándo admitiremos que todo eso siga así?
Cuando
ellos se quitan desaparecen y ni siquiera dan la cara no queda más
remedio que actuar como reclamaba hace pocos días Federico Mayor
Zaragoza cuando decía que "los ciudadanos no podemos seguir ni personal
ni institucionalmente en silencio; no podemos seguir siendo súbditos
callados, tenemos que pedir democracias reales, basadas en la justicia
social y no en las leyes del mercado".