“Haití merece y necesita soluciones reparadoras del inmenso daño acumulado por siglos de explotación despiadada. Esto no sería un acto de piedad o socorro humanitario, sería simplemente un acto elemental de justicia histórica”
Todavía es noticia lacerante de nuestra América la tragedia que vive el pueblo haitiano a consecuencia del sismo que ha devastado a su capital, Puerto Príncipe.
La frase que da título a este trabajo proviene de una carta de José Martí, desde Gonaives, de septiembre de 1892. Hoy aquella visión impactante ha quedado agigantada por la magnitud de la catástrofe natural ocurrida el martes 12 de enero.
Esta tierra, la más netamente africana por el origen, integración y desarrollo de su población, ha sufrido los embates naturales derivados de su posición y geografía, y soporta desde siglos los de carácter políticos y sociales que han dimanado de la explotación egoísta del colonialismo de antaño y del neocolonialismo e imperialismo posteriores y más contemporáneos.
El pueblo haitiano, junto a la aureola de libertadores y fundadores primeros, en 1804, de una república en nuestra América, ha debido sufrir un drama que parece no tener fin, y que lo condena injustamente a tragedias infinitas, como si fuera a permanecer eternamente “herida, atada, mísera vagando, a la que azota vil, a la que azuza sus perros fieros…” todas las calamidades de este mundo, parafraseando a Martí. Y es que en realidad, como también expresara el Maestro, la patria haitiana nació del cepo del esclavo africano trasplantado en América y aún conserva en los tobillos la marca del hierro, a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios ocurridos en siglos.
Hoy Haití nos duele mucho más por tanta desolación y muerte que afecta a dos millones de habitantes que en su mayoría malvivían en su capital y cuyos males se agravarán por muchos años. Los miles de muertos y heridos, todavía por definir, serán una pérdida humana que afectará sensiblemente a gran parte de las familias. Las pérdidas materiales en infraestructuras tales como edificaciones, instalaciones, viviendas y obras diversas, cuyos pronósticos de recuperación a largo plazo son difíciles de definir, serán impedimentos para el desarrollo durante decenios y constituirán retos para la estrategia futura de ese país, que debe contar ineludiblemente con la cooperación amplia de la comunidad internacional a fin de restañar las heridas dejadas por este cataclismo telúrico.
Cierto es que se han movilizado recursos de muchos países para paliar la tragedia, pero todo indica que ha sido demasiado lenta e insuficiente para la urgencia y magnitud del problema.
Se demuestra una vez más que, a pesar de los inmensos recursos financieros y materiales disponibles por la comunidad internacional, los países poderosos y ricos son mucho más eficientes para disponer sus recursos en función de las guerras, que lo que son para ponerlos en función del auxilio de las grandes tragedias de la humanidad por cataclismos naturales.
Y para el futuro se impone lo planteado por Fidel en su reflexión del 14 de enero titulada “La lección de Haití”: “No puedo dejar expresar la opinión de que es hora ya de buscar soluciones reales y verdaderas para ese hermano pueblo”.
Por tanto, el caso actual de Haití debiera ser una oportunidad insoslayable para ensayar la coordinación, organización y ejecución de una estrategia de operación humanitaria de alta prioridad y eficiencia, de urgencia extrema y de proporciones similares a la enorme devastación del país
La tierra en que surgió la primera república fundada por esclavos, el hoy país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, merece y necesita soluciones reparadoras del inmenso daño acumulado por siglos de explotación despiadada.
Esto no sería un acto de piedad o socorro humanitario, sería simplemente un acto elemental de justicia histórica.
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