Se trata de uno más de los tantos mitos propalados desde siempre por pelucones, fascistas y megaempresarios para ‘amansar’ al pueblo
Arturo Alejandro Muñoz
PERMÍTAME, AMIGO LECTOR, preguntárselo en serio, pero muy en serio. ¿Usted cree que, realmente, en las últimas tres décadas (y algo más) ha habido -y hay- libertad de prensa en nuestro país?
A mediados de la década de 1970, a través de la inefable participación de una casta militar que no se distinguió por su interés en defender realmente el patrimonio nacional, y que sirvió explícitamente intereses extranjeros, específicamente a aquellos que ejercían paternidad de amo sobre el empresariado criollo, la derecha chilena logró instalar en el país el laboratorio de plan piloto económico que el FMI y el Banco Mundial requerían.
Cumplido casi a cabalidad el plan economicista que sirve de base al sistema neoliberal, y afinada la venta del país a manos foráneas, se produjo la asociación de intereses conformada por quienes –supuestamente- habían sido, más que adversarios políticos, enemigos de clase. Pocas horas después de que los chilenos entregaran su triunfante opinión en el plebiscito de octubre de 1988, asesores del dictador derrotado se reunieron con representantes de la nueva coalición democrática a objeto de “rayar la cancha” en materias económicas, judiciales y de relaciones exteriores. Ese encuentro, cuya primera sesión se efectuó en los vetustos salones del Club de la Unión en Santiago, los noveles vencedores –agrupados en un bloque llamado Concertación de Partidos por la Democracia- acordaron jurar fidelidad y respeto a ultranza al modelo económico, así como establecer barreras de contención a cualquier intento político que quisiese llevar el ‘progresismo tibio’ hacia confines más populares y socialmente justos.
En ese primer encuentro, aquella misma noche, se abrochó la promesa concertacionista de evitar a todo trance la existencia de una prensa realmente libre e independiente, ya que ella bien podría alimentar en la sociedad civil algunas esperanzas de un mundo mejor. “Una buena prensa –buena, en cuanto a servir nuestros intereses- es aquella que ofrece al público principalmente variadas páginas llenas de humo, vanidad y miscelánea vana”, habría asegurado en la citada reunión uno de los principales asesores del dictador Pinochet, el ya fallecido empresario Ricardo Claro, amigo personal del general golpista y que 17 años antes facilitó a los sediciosos varias naves de la Compañía Sudamericana de Vapores que él presidía, a objeto de que fueran usadas como “embarcaciones de interrogatorios, torturas y muerte” por la Armada de Chile.
"Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio". Lo dijo hace más de un siglo Eduardo Matte Pérez, bisabuelo de Eliodoro Matte Larraín, actual mandamás de una de las pocas familias que continúan controlando el grueso del Producto Interno Bruto (PIB) de Chile. He ahí un ejemplo de férrea factura imposible de desmentir a la hora del juicio respecto de nuestra prensa, la cual, por cierto, siempre ha formado parte activa y principal de la “propiedad” a la que aludía Matte Pérez.
Digámoslo claramente: no hay libertad de prensa en nuestro país. Lo que existe es libertad del dueño del medio de prensa para defender sus intereses de clase. Y esos propietarios son, en su totalidad, miembros de la clase social ‘dueña’ del país y de sus instituciones, lo que incluye a los medios de comunicación masiva.
Las universidades chilenas entregan centenares de periodistas cada año, y de ellos muy pocos –una vez contratados por alguno de los medios principales existentes en nuestro territorio- podrán llevar a efecto lo que de verdad les fue enseñado durante su paso de un lustro por la casa de estudios superiores, ya que no bien tomen asiento en su puesto de trabajo deberán bajar la cerviz y servir –incondicionalmente- la voluntad del editor que, a su vez, resulta ser el mejor cipayo del propietario. Y se verán obligatoriamente compelidos a hacerlo aun si ello va en absoluta contracorriente de sus pensamientos, ideales e incluso a contrapelo de su filosofía de vida y religión.
Resulta de una obviedad incuestionable afirmar que la libertad de prensa no se encuentra en los intereses económicos y sociales de los dueños de medios, sino muy principalmente en las opiniones y análisis que los periodistas profesionales deben entregar al público. Por eso, entonces, si tales periodistas ven conculcadas sus opiniones y están sometidos al arbitrio de individuos que no son profesionales del área, sino comerciantes, la mentada “libertad” es un ente ficticio, un mito, un fantasma que cubre sus vahos con ropajes de farándula y miscelánea vacua.
La Concertación no queda exenta de culpas en estos avatares, ya que hizo desaparecer muchos diarios y revistas en sus cuatro gobiernos, privilegiando a la prensa ultraderechista perteneciente a los conglomerados EMOL y COPESA, a quienes entregó más del 90% del avisaje fiscal, negándoselo a la prensa que había luchado valientemente contra la dictadura y que además se había jugado el pellejo para que la misma Concertación estuviera en La Moneda.
De ello pueden dar fe periodistas como Juan Pablo Cárdenas (Premio Nacional de Periodismo), Patricia Verdugo, Julio César Rodríguez, Raúl Gutiérrez, Olivia Monckeberg, etc., y decenas de parlamentarios que en su momento denunciaron el asunto, entre quienes destacaron Sergio Aguiló, Alejandro Navarro, Juan Pablo Letelier y Lautaro Carmona.
El caso del diario "Clarín" y de la revista "Análisis" son ejemplos suficientes para demostrar cómo la Concertación (hoy ‘Nueva Mayoría’) y la Alianza se asociaron a objeto de ahogar a medios independientes y privilegiar la continuidad de una prensa entregada a intereses privados, tanto nacionales como extranjeros.
Eugenio Tironi y Enrique Correa fueron los gestores intelectuales de la degollina de la prensa progresista durante los 20 años de gobiernos concertacionistas. Y aunque duela decirlo, es un hecho de la causa que en materia de prensa escrita hubo más libertad real en el Chile dictatorial de 1983-90, pues los gobiernos concertacionistas acallaron medios como La Época, Fortín Mapocho, Siete, HOY, Análisis, APSI, Página Abierta, Los Tiempos, Cauce, Rocinante, Siete más Siete y varios medios electrónicos como fue el caso de Primera Línea y Gran Valparaíso (este último, ‘congelado’ durante un tiempo luego que el gobierno de Bachelet cancelara de manera unilateral el avisaje fiscal, ganado en licitación pública por el GV, trasladándolo a El Mercurio de Valparaíso).
Y no podemos dejar sin mención a los propietarios del robado y secuestrado diario CLARIN (el de mayor circulación en Chile al 11.09.1973), que bregaron durante dos décadas litigando contra los gobiernos de la Concertación, los cuales gastaron ante el CIADI 30 millones de dólares de fondos fiscales en el afán de impedir que ese popular medio de izquierda volviese a circular, con lo que se dio satisfacción a requerimientos emanados de los dos principales consorcios periodísticos existentes en el país (EMOL y COPESA), epítomes del neoliberalismo salvaje y de la “democracia tutelada”.
Por ello, volvamos al título de este artículo: “¿Libertad de prensa? ¿Y eso, en Chile, qué diablos es?”