En todos los gremios y profesiones, señalaba el maestro Prieto Figueroa, existen las aves corrompidas. En tiempos nada lejanos, el medio periodístico tenía contados a los palangristas que pululaban en su seno. Era éste el peor apóstrofe que se le podía anteponer a un comunicador. El código de ética era un librito que se esgrimía con orgullo, acompañado con la casera filosofía de los abuelos de ser “pobre pero decente”.
Por los días que corren, el cinismo se agazapa tras la polarización política. Los pícaros creen que todo está permitido y “justifican” el palangre como un “arma de lucha”. Cobrar por falsear y distorsionar informaciones se disfraza de hazaña en el “combate” contra la “tiranía”. El podio de “héroe” se conquista en una competencia de bajezas, compra-ventas y ruindades.
El palangrista de ayer resulta un ingenuo frente a los mercenarios del periodismo de hoy. Ahora no sólo se cobra por decir y escribir lo que quien paga quiere que digas y escribas, sino que se arrienda la conciencia a potencias extranjeras. Para dibujarlo con escupitajo de granuja del lejano oeste, se enajena el alma “por un puñado de dólares”.
Siempre tengo sobre mi escritorio el libro Chile desclasificado, en cuyas páginas está el testimonio de cómo el Departamento de Estado compró periodistas y medios (El Mercurio, como punta de lanza) para que escribieran contra su propio país, prepararan las condiciones para el golpe de Estado fascista contra el presidente Allende y justificaran la desaparición y muerte de miles de sus compatriotas. La lectura de ese libro provoca náuseas, pero hay que leerlo.
Hoy se denuncia que un grupo de periodistas venezolanos ha sido subvencionado por el gobierno de Estados Unidos con un “puñado de dólares” y el gremio y los medios miran hacia otro lado. Los documentos probatorios de la villanía no provienen del “régimen”, sino del mismísimo Departamento de Estado. Se trata de pruebas desclasificadas a las que cualquiera que tenga interés –académico o ético- puede perfectamente acceder. Que nadie se escude entonces en supuestos “intercambios culturales”, para eterna vergüenza post mortem de Walt Whitman allá y Andrés Bello aquí.
En los procesos de lucha y transformación siempre llega la hora de los hornos cuando, como dijo el poeta, no se ha de ver más que la luz. Detrás de la cortina de la polarización se pueden esconder bandidos y cínicos, pero no por mucho tiempo. Ay del Colegio Nacional de Periodistas, ay del hoy patronal Sindicato de la Prensa, ay de esas guaridas de mercenarios que son el instituto de prensa y sociedad y reporteros sin frontera y sin escrúpulos. Le deben un debate al viejo Código de Etica.
El Departamento de Estado fijó la tarifa de sus “colaboradores periodistas” en seis mil dólares, poco más, poco menos. Alguien, por razones hasta ahora inextricables, fue tasada en 12 mil. Poco a poco se van ajustando las piezas del 11 de abril de 2002. La marcha desviada, la sangre derramada, los premios consignados, las ong inventadas, todo fue, antes y después, mediáticamente preparado. Pero no lo duden, se acerca la hora de los hornos y lloverá toda la luz sobre la oscura relación entre patria, palangre, traición y dólares.
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