Basta asomarse cualquier día de la semana a alguno de los tantos centros comerciales que existen en el país, o consultar los listados de cupos de las líneas aéreas hacia cualquier destino; es suficiente con preguntar por la extensión de la lista que le antecede a su pretensión de comprarse un carrito o un modesto apartamento; no hay más que padecer una larga espera, incluso para el sencillo acto de ir al cine, a una discoteca o a un restaurante, para comprender que este país vive la más absoluta normalidad. Es más, añadiría que es una normalidad más bien fastidiosa porque está saturada de colas, de aglomeración de gente, de ruido, de música escandalosa y de todas las molestias que ocasionan los amontonamientos.
Sin embargo, al encender la televisión o conectarse a Internet esa misma realidad que todos vivimos se voltea dramáticamente, y a pesar de que uno se asoma a la ventana y no ve nada anormal, la percepción mediática es la de que aquí se vive una tremenda convulsión social. Un grupo de estudiantes sale súbitamente a ejercer su derecho a protestar (aun cuando no comprendamos por qué es que están protestando) y la imagen que transmite alguna prensa pretende emular un mayo francés donde no ha habido sino una revuelta de un pequeño grupo, limitada a determinados espacios, signada por un insólito despliegue publicitario y paradójicamente protegida por las fuerzas del orden, que lejos de reprimirlos, lo que hacen es resguardarlos de sí mismos. Fuera de esos escenarios, nada sucede, nada distinto pasa; el país sigue su ritmo habitual.
Hay que reconocer que este aguacerito de una sola gota ha logrado su cometido: sembrar en el exterior la idea de que en Venezuela se vive una crisis social de grandes proporciones. Ni un solo analista con un mínimo objetividad es capaz de sostener que es verdad que aquí impera ese caos que vende hacia fuera la prensa, interesada en convertir en realidad esa virtualidad que ellos han creado.
Creo que esta es una muy buena oportunidad para que quienes viven enmascarados terminen de definirse de una vez. La derecha se está poniendo en evidencia en Venezuela como nunca antes había sucedido. Jamás habíamos escuchado a tantas personas y con tanto frenesí, exigir con desparpajo la muerte de su contrario. Hay que reconocer que si algo tenía de "decente" la cuarta república era que aquí se mataba gente, pero nadie salía a reivindicar como un acto heroico semejante expresión de barbarie. Se hacía, pero no se publicitaba. La hipocresía servía para que nos creyéramos que éramos un pueblo noble y solidario. Ahora, en cambio, la guerra virtual, ha permitido la proliferación (anónima por supuesto) de montones de verdugos deseosos de salir a cortar las cabezas de los chavistas, tan pronto la guerrita mediática les dé la más mínima oportunidad. Las cosas que se leen por Internet son de un tenor espeluznante; los horrores hitlerianos se quedan cortos ante las amenazas que se leen en las páginas digitales. Claro, uno comprende la anonimia porque ser de izquierda y hablar de justicia social es bonito y hasta noble, pero asumirse de derecha, privilegiar el mercado por encima del colectivo y terminar admitiendo que las manitos blancas están ansiosas de teñirse de rojo, debe, como mínimo, dar un poco de vergüenza.
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