Tuve una cierta amistad con el padre José Ignacio Villa Vieira porque él leía mis libros y los mandaba a comprar con el obispo Baltazar Porras. El padre Villa llegó a recomendar mis bárbaros escritos en sus homilías de los domingos en la catedral de Mérida, de lo cual deduzco que hoy debe estar pagándolas bien fea, ya sea en el infierno o en el purgatorio.
Era un hombre muy culto y simpático, y solía comentar que mis trabajos tenían un gran parecido con los de Fernando González, y que yo era el Fernando González de Venezuela.
A veces nos reuníamos en las afueras de Mérida, en alguna casa de campo. Ya estaba bastante mayor, y sus agudezas era muy finas. Pedía que le llevaran un vaso de agua, y cuando se lo acercaban, remolón añadía: “-Pero por favor amigo, ensúcienmelo con algo”.
En una ocasión que conversábamos en el presbiterio de la Catedral se acercó una dama quien devotamente le tomó las manos y le dijo “necesito tener con usted, padre, una experiencia espiritual”, a lo que de inmediato le respondió: “Mire señora, conmigo pierde su tiempo pues estoy muerto de la cintura para abajo”.
Esta gente sencilla no sabía qué pensar de estas reacciones, pero él las decía tajante y seriamente y consolaba a estas pobres beatas diciéndole que se buscasen a otro cura más preparado que él.
Es verdad que uno podría preguntarse, ¿qué sería Colombia sin el Libertador Simón Bolívar?, pero muy válida es también la cuestión: ¿cuánto, culturalmente, le debemos a Colombia?
De allá nos llegan sus traumas políticos, el calor de la metralla y los secuestros, pero también muchos sabios, trabajadores incansables (que en este país nadie trabaja), gente curiosa y creadora. A Venezuela la aman y la han amado en Colombia sus figuras literarias más extraordinarias. Aquí se quedaron a vivir por mucho tiempo novelistas y poetas como Alirio Díaz Guerra o Vargas Vila. Alirio Díaz Guerra a los 21 años de edad fue secretario privado del presidente Joaquín Crespo. Sin contar que Gabriel García Márquez tiene una especial devoción por lo venezolano, e incluso se dice en la misma Nueva Granada que es más venezolano que colombiano.
Mérida ha sido favorecida por el transplante recibido de algunos de algunos estos sabios colombianos como los padres (y botánicos) Santiago López Palacios y José Ignacio Villa Vieria.
El padre José Ignacio Villa Vieria nació en Belmira (Bella Vista) en 1911, una población de Antioquía, que está a unos 2.520 metros sobre el nivel del mar, con una temperatura media de 16 ºC. Belmira está a 86 Km. de Medellín. Por cierto, que Belmira limita al norte con San Andrés, donde nació el padre Santiago López Palacios. Es un territorio montañoso, que seguramente debe tener muchas similitudes con nuestra Mérida. Una región cuya economía depende de la agricultura, la ganadería y la minería. Se encontraba por allí mucho oro. Don Ignacio recuerda a su abuela guardando oro en polvo en un pañuelito para ir a cambiarlo al pueblo. Belmira fue fundada en 1757, y por gente que fue allí precisamente atraída por la explotación del oro, a orillas del río Chico. Casualmente, uno de los fundadores es don Francisco de Villa del cual desciende directamente el padre Villa. Belmira adquirió el rango de parroquia en 1824, aunque en 1814 era ya municipio.
La línea de don Francisco de Villa tienen en su haber una serie de distinguidos sacerdotes y monjas, a saber: Francisco Javier de Villa Castañeda, don José Pablo Villa, Lucio de Villa, doña Micaela y doña Josefa (que pertenecen a la línea de Francisco Miguel de Villa).
A finales del siglo pasado llegaron tres portugueses a Belmira, uno de ellos de apellido Vieira quien va a ser abuelo materno de don Ignacio. Los padres de don José Ignacio Villa fueron José Luis Villa y doña Teresa Vieira de Villa. Sobre el apellido Vieira hay toda una leyenda y se dice que entre los que lo trajeron a Antioquia y entre ellos se cuenta a don Juan Bernardo Vieira, en el siglo XVIII, uno y que descendía directamente de la princesa Vieira y otros del Rey Carlos III de España.
El niño José Ignacio nace en tiempos de odios y horribles conflictos que es la efervescencia natural de unas razas que no acaban por adecuarse al medio. La mezcla entre nosotros no se dio bien y de vez en cuando se provocan esas explosiones sociales cuyo pretexto es la política, que llenan de sangre la Nueva Granada. Todos los experimentos políticos que han intentado ponerse en práctica en aquel suelo terminan en ríos de sangre. Su padre está en la mira de aquellos odios por la simple razón de ser el alcalde del pueblo. Aquellos temores de las mujeres que se llevan las manos al pecho, con una angustia perenne, arrebujado el pueblo en un pálpito de anuncios funestos. En cada mujer la sombra de un luto eterno. Los silencios como alarmas que preceden al lloro. A cada hombre que nace se le hace la cruz, por si acaso. José Ignacio se refugia en los santos con su madre mientras escucha las detonaciones de balas mientras ella reza. “¡Qué vocación iba a tener yo para cura!”, dirá después el padre Villa, fueron las circunstancias de aquella Colombia envuelta y crispada en el sudario del horror de la muerte que lo empujó sin remedio a los pies del Señor.
Aquellas balas, cada vez más cercanas, acabaron por dar contra el portón de su casa. Es mentira que sean los hombres los que hacen la historia de los pueblos, son las mujeres: “¡Hay que salir de aquí!”
Había perdido José Ignacio a varios primos y tíos, y la muerte rondaba a su padre con una demencia que ya no quedaba otra salida que huir.
Y bajaron hasta Sopetrán, a una hora de Belmira y a unos 75 kilómetros de Medellín (tierra caliente, a 725 metros sobre el nivel del mar). Llevaban al niño José Ignacio de seis años por entre aquellos quebrados terrenos, un poco más destapadito, sin la ruana o sin la chamarra. Va el pequeño admirado ante el cambio fabuloso de aquellas tierras donde borbotean y se mecen con donaire el café, la caña de azúcar, el maíz y el arroz.
El padre de José Ignacio era un avispado negociante de Sopetrán con un gran comercio de importaciones. Casi todo se importaba de Europa, los paños, los calzados; no había todavía industria en Colombia. Todavía se ríe el padre Villa cuando dice, “A mí me llamaban el hombre de las cavernas”, por venir de un lugar tan atrasado. “En mi pueblo no había ni telégrafo, ni teléfono, ni otro correo que no fuera el pedestre.”
A los 11 años entra nuestro personaje en un (seminario menor) colegio de franceses (y “afrancesé el culto”, dice). Se afrancesó en lo de la puntualidad, en lo de la lengua y la literatura. Y desde los seis años comenzó a leer esa fina, terrible y delicada literatura que es la delicia de la humanidad, hasta el punto que hoy el padre Villa dice que el “culto” en francés es una gloria, pero que en español es ordinario y tosco. Lo español es más bronco y escabroso, y el francés más dulce, más femenino y suasorio.
De Sopetrán, pasó a la capital, a los 8 años de edad, al seminario Mayor San José de Usaquén. En 1917, Bogotá era un ciudad arrebujada en su frío y en el sudario de sus templos, con apenas unas 700 mil almas (cuando hoy cuenta con 7 millones). Aquel niño, todavía, iba a la gran ciudad de José Asunción Silva, con motivos humanos y un sentido de lo propio pocos comunes: tenían deseos de conocer el museo Nacional de Bogotá para ver de cerca el famoso Florero de Llorente. La historia de este florero la recoge magistralmente en un libro don Arturo Abella. Cuando José Ignacio se detiene ante el cristal que contiene aquella joya hendida en un cojín de felpa lee la escueta leyenda: “Florero de porcelana del siglo XVIII...”, sufre algo como una decepción. Es un florero sin gracia ni arte ningunos. Pero poco a poco lo absorben los hechos que hacen de aquel objeto tan simple que es la historia de su patria, de modo que allí, fijo con la mirada en el pudo remontarse a al siglo pasado y reconstruir los acontecimientos de la independencia de su país, con una nitidez que no es capaz de transmitirnos ningún libro: Son los inicios de la magna conmoción que conduce al 20 de julio de 1810. El que una cosa tan minúscula haya sido objeto de tanta atención hasta el punto de que hubiese producido un motín y poner en jaque a la soberbia autoridad de un virreinato poderoso, es más que suficiente, para que José Ignacio lo venere y lo admire. Era necesario atender con un banquete al diputado regio don Antonio Villavicencio, recién llegado de Cádiz. Van y le piden prestado el florero al comerciante chapetón José González Llorente; éste los manda al c... diciendo: “me ca... en Villavicencio y en todos los americanos”. Arde Troya hartan de palos a Llorente y se genera el famoso motín.
El hacerse cura
“Eso fue como una casualidad, ¿qué vocación iba a tener yo?, ninguna. Mi tío Luciano Gutiérrez, un cura no campesino sino campechano, fumaba sus tabacos, iba y me confesaba con él y jamás me habló del seminario, nunca, nunca. Y los curas que yo conocí, tampoco nunca me dijeron nada. Me mentaban la palabra seminario pero yo estaba a cien leguas de saber qué era eso. Y cuando a los once años fui a estudiar en un seminario de Santa Rosa, y ya no estaba donde suponíamos y alguien nos dijo: Allí está un seminario de unos padres que buscan niños, el de unos padres franceses, y me metieron allí. Ahora bien, yo me fui poco a poco haciendo a ellos. Qué cosa, una cultura tan distinta”.
“Ahora, de la existencia de Dios uno siempre duda. Lo único que tiene uno es la fe. ¿Pero que es Dios?, ¡hágame el favor de penetrar eso! Si es de carne y hueso, o qué es. Nosotros creemos en la palabra revelada por Dios, que es la Biblia. En la Biblia hablan de todo eso. En el Antiguo Testamento hablan de que vendrá el Mesías, y uno va almacenando eso.”
En Bogotá, José Ignacio conoce y se hace amiga de mucha gente del Partido Conservador; conoce a Olaya Herrera, el catire “Mono Chirimolla”, que será presidente de la República y quien les visita mucho en el seminario. Cuando José Ignacio tiene apenas 19 años se produce la famosa pérdida de la hegemonía conservadora: los liberales pasan a gobernar. José Ignacio se siente atribulado con aquel triunfo. Es la época brillante de uno de los más brillantes tribunos que ha tenido Colombia: don Laureano Gómez, a quien José Ignacio conoce. “Había que oírlo”, dice. “Cuando atacaba a alguien en el Senado, lo hacía llorar.” Después conoce también a otro eminente orador, Jorge Eliércer Gaitán, a quien llegó a admirar mucho, “pese a que ideológicamente era enemigo nuestro. Era un monstruo político capaz de hablar horas, con brillo y extraordinaria lucidez; hasta la 1 de la madrugada se estaba uno escuchándole a veces por la radio. Yo no viví el Bogotazo, porque en esos días había salido para Chile. Cuando llego a santiago me dicen que en mi país ha ocurrido una tragedia muy grande, que han quemado iglesias, la catedral, el palacio de justicia, saqueos y conmoción por todas partes. Que han matado a un hombre muy importante, pero que no saben bien cómo se llama. Trato de comunicarme con mi familia. Yo tenía a un hermano trabajando en un banco. A mi familia no le pasó nada. Pero cuatro años después, cuando volví a mi tierra, todavía podían verse los escombros y la chatarra que provocó aquel inmenso desastre. En Chile estuve en un pueblo al sur, llamado Talca. Al principio me aburrí mucho. Fui en un seminario, profesor de varias materias: Biología, Anatomía, Latín, Griego, Castellano, Geografía Universal y Botánica. Por allí no conocían nada de Bolívar. Sepa usted que en Colombia a Bolívar no lo puede tocar nadie, nadie. Yo vine a conocer las debilidades de Bolívar, aquí, en Venezuela. Aquí le dan muy duro al pobre Bolívar. He leído muchas biografías del Libertador, pero una de las más completas es la de Indalecio Liévano Aguirre.”
Concluido aquel periplo por Chile, don José Ignacio vino a Venezuela. Era 1953. Su Provincial lo tenía destinado a España para trabajar en Acción Social, pero el obispo Acacio Chacón lo había solicitado. La respuesta que José Ignacio le dio a su Provincial, fue: “¿Usted cree padre, que sopa recalentada resulte?”. Se establece en San Cristóbal, conoce a Mérida. Pasa un año entre nosotros. Ya antes, en 1943, había estado por primera vez entre nosotros. De modo pues, que el padre José Ignacio conoció la vieja catedral de Mérida. Una catedral a la que no deja de lanzar alabanzas: “Es la más artística de Venezuela, la más simétrica, muy proporcionada. Qué bien construida; cuando tiembla hace mucho ruido, pero se mantiene firme, serena.” De Colombia el padre Villa traía una sólida experiencia: Había estado en el seminario de Cartagena dando clases como profesor de Latín Clásico y Anatomía. También dictó clases en el seminario de Antioquia, y Miranda (en Santander), igualmente en Pasto donde se dedicó a Acción Social. En Santander le tocó vivir un tiempo de una ardorosa violencia política. Mataron a un jefe liberal y arrasaron a sangre y fuego un pueblo: vio arder unos tabacales y aquello parecía un volcán. “Yo no sé. Algo me protegía. Llegué un día a un pueblo de Boyacá. Había frente a mí un bosque del bálsamo de Tolú. Iba en bestia y entré en un negocio. Había allí unos tipos con grandes sombreros, y pedí un refresco que ellos pagaron. En el pueblo me estaba esperando el cura y me preguntó que como me había ido: le conté que por culpa de una creciente muy grande había tenido que coger por otro camino más largo. Le conté en la venta en la que había estado y me dijo: Padre ha estado usted con los bandidos de aquí.”
Viajes
El padre Villa recorrió muchas regiones de Colombia, a pie, en mula, por tren, en barco. El recuerdo más intenso es el que tiene del Magdalena. “Yo no conocía un río tan grande. Uno se echaba de nueve días en barco de Cartagena a Honda, si se salía de Puerto Berrío, como lo hicimos nosotros, de cuatro a cinco días. Eso era muy bonito: En cuanto uno se metía en el barco desaparecía todo mundo, se veía sólo cielo, selva, agua y caimanes en los arenales. Nada más. Nos metíamos en los camarotes y prendíamos el ventilador, pero cuando funcionaba el ambiente se volvía más caliente, porque lo que hacía era meter el aire caliginoso de afuera. La comida era muy primitiva: Arroz, yuca, plátano y a veces frijoles. Con la comida nos daban una pastilla de quinina, para evitar la fiebre amarilla”.
El padre Villa no conocía la historia de un político colombiano cuya oferta electoral máxima era la de pavimentar el Magdalena. Lo que recuerda don José Ignacio es que los norteamericanos le prometieron hacer la carretera del Medellín al mar, con tal de que le regalaran los caimanes del río Magdalena. En esa época había mucho caimán; ahora no hay nada. “Yo hacía de Sopetrán a San Pedro, a caballo. Se echaba uno un día.”
Fernando González
La pluma más terrible de Colombia contra Santander, después de la de don Laureano Gómez es la del famoso escritor Fernando González.
Una prima del padre Villa, Margarita Restrepo, estaba casada con uno de los más famosos escritores de Colombia, el antioqueño Fernando González. “Tenía – nos dice el padre Villa- unos altibajos muy divertido. En ocasiones le pedía a Margarita rezar el rosario por la noche, pero otras veces con notable molestia le decía que no creía en nada. Fernando dijo que había perdido la fe una vez que le levantó la falda al San Antonio de Envigado, que era una armazón de palo por dentro.”
Don Fernando es autor de obras memorables como: “El Hermafrodita desnudo” que le costó la expulsión de Italia, donde era diplomático. Era también un incansable viajero y su libro “Viaje a pie” es memorable por lo que describe de la región de Antioquia. Como historiador tiene trabajos importantes como “Simoncito” y “Mi compadre”. Venía don Fernando de Italia con su mujer embarazada, y en lugar de coger hacia Cartagena enfiló a la Guaira, para ofrecerle como ahijado al dictador Juan Vicente Gómez, el vástago que pronto nacería. En terrible escritor se encontró con el terrible dictador y fueron compadres. El dictador se molestaría por los que escribió don Fernando.
Cuando le pregunto si le gustó Mérida, me contestó: “Me mandaron aquí por castigo. Me gustaba más San Cristóbal, el clima era mucho mejor. Esto era muy atrasado. Usted no veía un carro ford sino muy raramente. Todo se hacía a caballo y en burro y no había además carreteras.” Pero el obispo, don Acacio Chacón me recibió muy bien. Me he llevado bien con los obispos. Rafael Pulido Méndez me llamaba Pancho Villa, como al bandido mejicano. Igualmente me llevé muy bien con el Cardenal José Humberto Quintero, quien me tenía cariño, gracias a Dios. Era un hombre tímido y hosco, y tenía que tenerle cariño a alguien para poderlo tratar bien. A mí me tocó consagrar con él la catedral. Uy, eso fue un trabajo muy arduo, pero él era muy experto en esas cosas. Nos llevó dos días. Había que escribir con el báculo, sobre cenizas esparcidas por todo el piso las letras del alfabeto griego y latín. Recorrer todo ese piso encenizado y luego asperjar con agua bendita los muros y las columnas. Una ceremonia sumamente dura”.
Tratando a don José Ignacio, una repara en su extraordinaria cultura, y le pregunto que por qué no recogió sus memorias, por qué no quiso escribir. Responde de inmediato: “Me dio mucho miedo. Me persuadí de que no era escritor. Para escribir hay que ser original. Me dio miedo, doctor.” Llama la atención que con frecuencia el padre Villa me esté llamando doctor. “Para predicar sí soy original, doctor. Escribir me da miedo. Uff, si usted no tiene originalidad, la pone bien feo en la escritura. Eso se lleva en la sangre. Yo veo mucha bazofia que trae la prensa, de algunos que ya se creen que escriben. Lo bonito de un escritor es su franqueza, que es el estilo. Mire yo leí ese viaje por el Magdalena que describe tan maravillosamente Gabriel García Márquez, que como yo lo recorrí tantas veces, leyéndolo me parecía que iba embarcado por aquellas aguas, otra vez.”
Hablamos del cine, y me contó que le gustaba, que él había llegado a pertenecer a un Junta de censura de películas que había en Mérida, pero que luego se persuadió que aquello era puro artificio. Y se aburrió. “Allí se censuraban los argumentos y los desnudos. Recuerdo una película donde actuaba Brigitte Bardot, se formó una gran polémica de si debía o no exhibir, porque la mujer mostraba los pechos. Sí, había algunas escenas algo crudas, pero yo les dije: ¿Cómo vamos a tapar la realidad. Mi opinión es que la deben exhibir y poner Sólo para mayores? Luego se dijo que yo era una persona demasiado amplio.”
Al preguntarle por los gobernadores, hizo un gesto como de: “Bueno, qué le vamos a hacer.” “Aquí, doctor no hay problemas sino problemitas de campesinos. Muchas mentiras que algunos se quieren excusarse después diciendo que son mentiras blancas. Y esa feligresía de misa y lamparitas, pero que no se acuerdan del prójimo. Es decir, malos cristianos. Por eso Jesús decía: Aquí hay mucho para mí, ¿y el prójimo dónde está?, ¿la viuda, dónde está?, ¿el desvalido, dónde está? Ahh, doctor, como dice el Salvador, pueblo de dura cerviz, raza de víboras, malvados... Que si en Tiro y en Sidón otro hiciera los milagros que hago ya se hubieran convertido, pero tú pueblo de Cafarnaún te vas al fondo de los infiernos. A pesar que uno de los lugares preferidos de Cristo era Cafarnaún.”
Ahora bien, padre Villa, el Papa Juan Pablo II, acaba de decir que ya el Infierno no existe. “Es que es una cosa muy problemática. Eso es muy difícil concebir un infierno como lo pintan en las Escrituras: Es pura candela, uno chupando pura candela y uno no se consume. Aunque todavía tiene uno aspiraciones de entrar en el Paraíso por misericordia de Dios, no por merecimientos. Yo creo que lo tenemos bien ganado, aunque no por méritos propios: Porque estamos bautizados. Lo que más me ha dolido a mí es la cosa del Infierno, porque yo creo que Jesucristo y el Antiguo Testamento hablaban del Fuego Eterno, para que esa gente entendiera lo que era un suplicio, sin ver a Dios. Es que no sé de dónde sacaron que Dios castiga la lujuria, cuando la Biblia toda de lo que está llena de necesidad de justicia. Justicia, justicia, justicia, por todas partes, doctor.”
El asunto de la Fe y el trauma de la guerrilla: Camilo Torres.
“En Colombia, nos dice el padre Villa, la gente es más católica. Usted todos los días ve los templos llenos. Aquí no. En Mérida, los viernes o los domingos, se medio llena la iglesia; o en Semana Santa o en Noche Buena, y allá es todos los días. Hay una iglesia en Bogotá, muy bonita, una iglesia de madera dorada, antigua, oscura, y hay una misa cada media hora, desde la 7 de la mañana”.
¿Y a qué atribuye la falta de fe de la gente de aquí? El padre Villa arguye: “La falta de misioneros.” Le digo al padre Villa que Colombia es un país de frailes, y suelta la carcajada. Entonces nos cuenta que conoció al padre guerrillero Camilo Torres Restrepo. “El fue amigo nuestro desde el seminario. Era un hombre muy simpático, muy tratable. Se ordenó y perdimos el contacto. Muy buena persona y muy culto. Pero él no disparó un tiro. Él acompañaba a los guerrilleros solamente.” Le preguntamos al padre por qué no acompañó a don Camilo Torres en la actividad guerrillera y responde de la manera natural: “Porque yo estaba en una orden religiosa y él estaba en el clero singular. Yo creo que sí hubiera sido capaz de acompañarlo porque yo era muy loco. ¡Ay Dios mío! Y como yo estaba acostumbrado a andar por todas partes a caballo y a pie, y la violencia había hecho mella en nosotros desde los seis años, pues eso era para nosotros como un deporte; me encantaba cuando se prendían los tiros en los pueblos. Y todavía la gente lo celebra, y mandan a bendecir las balas antes de usarla.” Es decir, le interrumpo, que los que mueren por esas fulanas balas lo hacen de una vez bendecidos. “Sí, doctor. Resulta, continúa el padre, lo cuenta la gente, que había un cura en Santander, que en el óleo de los enfermos metía una bala, y después apuntaba sobre alguien al tiempo que decía: Por esta santa unción, y ¡pum!, disparaba. Es que el clero en Colombia era muy político, doctor.”
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