A los gobernadores de la oposición no les gusta su cargo. Es una patología extraña sobre la que las ciencias políticas no arrojan mayor luz. Se matan por llegar a esa instancia de poder pero, una vez en el coroto, se desganan. Atrás quedan las promesas, las zancadillas, los pactos contra natura, las desgarradas campañas en barrios y caseríos, los sublimes abrazos para la foto y oportunos los besos mediáticos. El candidato, una vez convertido en gobernador, hace cualquier cosa menos gobernar.
Para flotar durante cuatro años al frente de su estado, apelan a un vocablo que se les convierte en muletilla: la consabida y manoseada palabrita “descentralización”. Sólo que no cumplen con esta categoría política, pues toda su desidia se la achacan al poder central. Hugo Chávez sería el culpable de la calle en mal estado de su entidad federal, de las carencias de las escuelas estadales, de las deudas con los funcionarios de su despacho, de la ineficiencia –por decir lo menos- de la policía bajo su mando. En menor medida o en su escala, los alcaldes escuálidos asumen la misma cómoda conducta: no son responsables de nada.
En este sentido, lo único que no quieren descentralizar es la responsabilidad: toda, completica, se la dejan al poder central, al presidente de la república. Ellos no son responsables de nada, ni siquiera de sí mismos. Los postulados que más detestan de la Constitución Nacional son los establecidos en el artículo 4 de la Carta Magna, conforme a los cuales nuestra república bolivariana “se rige por los principios de integridad territorial, cooperación, solidaridad, concurrencia y corresponsabilidad”. ¿Cooperar con el Dispositivo Bicentenario de Seguridad? Yo te aviso. ¿Ser solidarios con las misiones sociales? Por aquí. Los últimos dos principios los indigestan: ni concurrentes ni corresponsables de nada ni con nadie. Bien lejos.
¿Por qué entonces se afanan tanto para llegar a una gobernación o a una alcaldía con peso e importancia? Para darse bomba sería un sentimiento comprensible desde la perspectiva de la humana vanidad. Hay algo o mucho de eso, pero la razón mayor es la condición de trampolín que buscan en el cargo. Desde allí pueden catapultarse a lo que un adeco de la desfasada vieja guardia llama un “destino superior”. Por eso, tan pronto asumen el poder en un estado, inician la campaña para convertirse en candidatos presidenciales. La Virgen del Valle acaba de verlos a todos juntitos, de lo más sonreídos, agarraditos de la mano.
Encontrar hoy día a un gobernador opositor en su entidad federal es un milagro que ni a Vallita se le puede pedir. Todos los tipos se creen presidenciables. Andan prometiendo por todo el país lo que no han logrado hacer o resolver en sus estados, empezando por el problema de la inseguridad que, por ahora, no es asunto suyo sino de Hugo Chávez. En verdad, nada es responsabilidad de ellos y, en consecuencia, nada se les puede reclamar porque te remitirán, invariablemente, al presidente de la república.
Estos gobernadores viven mirándose el ombligo, embelesados. Los medios se los disputan y a cada cual, le construyen un mundo virtual a la medida. Las empresas encuestadoras se encargan de rascarles el orificio umbilical. Un buen día, cuando despeguen los ojos del vulgar maruto, se darán cuenta de que el trampolín no funcionó. ¿Saben a quién harán responsable de su debacle?: Pues, a Hugo Chávez. Pero esta vez tendrán razón.
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