En un artículo de opinión de un diario nacional, el autor diserta sobre la expresión de moda: “la mayor felicidad posible” y en personal intento de demostrar su amplio conocimiento del tema que ha indagado en apresurada navegación wikipediana, recurso siempre a la mano de quien pretenda improvisar mucho saber y cultura, llega a la novedosísima y profundísima conclusión personal, que Venezuela es un país de infelices.
Yo sin mucho cuento creo que la derecha venezolana es infeliz. Han estado riendo por cuanta desgracia ajena y sin embargo eso no les proporciona felicidad alguna. Ahora se desternillan de la risa por la creación del bendito ministerio, y son infelices. Se burlan y ríen del señor asignado en el ministerio, pero sienten odio y rechazo, todo lo cual prueba que el reír no es, por si mismo, signo de felicidad.
La derecha venezolana es más que infeliz, es muy infeliz: van al supermercado, llenan el carrito, y se mortifican pensando en lo que no pudieron obtener. Manejan un automóvil de último modelo y son infelices por estar en cola. Llevan a los hijos a los mejores colegios y son infelices porque el dichoso colegio no es como el de Miami donde estudian los niños de Paquita de la Maza. Hacen fiestas para sus recién nacidos en clubes adornados con bombas inmensas y cotillones; fiestas donde nada falta y todo sobra y allí hablan, entre tragos de whisky y confites comprados al catering, de lo terrible que es vivir en este país. Acaban de regresar de viajes costosísimos y al llegar expresan que esto es un infierno y prenden la mecha que tienen en la lengua para hacer realidad su hereje expresión. Dan lástima. Son infelices entre lujos y concupiscencia y no habrá poder sobre la tierra que les ponga en la cara una verdadera sonrisa de felicidad, porque lo que los haría felices es imposible desde todo punto de vista: No Pueden Regresar a Su Pasado.
La última forma de buscar la felicidad ha sido hablar pestes en cuanta cola están, se meten en colas para hablar de cosas increíbles, inventan leyendas sobre gente pelando por un paquete de azúcar que se derrama y hace resbalar a una señora que tiene un ataque de pánico en medio del alboroto. Dos señoras mayores dan vueltas con su carrito y van hablando a todo pulmón de lo que no encuentran y de cómo a dos cuadras presenciaron un altercado por una lata de leche. Un señor compra en la carnicería una res completa picada en trozos que sólo él conoce. Explica que se está preparando para lo que viene, que a él lo agarrará con el congelador repleto. Se preocupa cuando alguien riendo le dice que ojalá no se vaya la luz. Ve con unos ojos de locura y decide ir a comprar una planta eléctrica, para eso él tiene con qué. Toda treta y tropelía los deja sin alma, quedan cansados, ríen de odio y de impotencia. No pueden con la vida, la realidad los aniquila. Por si fuera poco, dueños de establecimientos habilitan pocas cajas y se crean las colas que son el deleite de la gente inventando cuentos y diciendo mentiras, preocupando al prójimo y creando opinión de terror. Van a misa y salen a hacer morcilla para el diablo, como decía mi madre.
Tienen y son infelices, comen y son infelices, estudian y son infelices, viajan y son infelices, se preparan para las navidades y sufren comprando el pesebre o su arbolito encargado por Ebay. Qué hace falta para que esta gente alcance la alegría que con sus propios medios y estrategias perversas no han podido lograr. Será que hay que explicarles que quien siembra yerbajos no puede tener un jardín florido; pero cómo explicar algo tan elemental a gente que se ha esmerado en estar fingiendo amargura, desasosiego y tristeza. A estos infelices se les quedó tatuada de verdad, la cara fingida de disgusto; el tono de desesperación no se lo puede sacar del cerebro y seguirán repitiéndolo hasta que una nueva generación los saque a ellos de circulación. Sólo es cuestión de tiempo.