Hace unos días, el país fue conmocionado con el vil asesinato del joven diputado a la Asamblea Nacional, Robert Serra y el de su compañera y asistente María Herrera. Ambos, sorprendidos en la casa de habitación de Serra, fueron objeto de una espantosa acción ejecutada con premeditación y saña criminal; haciendo uso de un arma punzo penetrante, sus asesinos segaron la vida de estos dos militantes de la causa bolivariana.
Por supuesto, que el blanco era Robert, pero al encontrarse con María, los ejecutores procedieron a liquidarla igualmente, como para no dejar rastros de tan abominable acción, pero, evidentemente, al no llevarse consigo ningún objeto de valor, denotando con ello que el propósito no era el robo, si dejaron, en el ambiente, un mensaje intencional: el de la amenaza de muerte a la juventud que ose asumir con la valentía y pasión, como lo hizo Robert Serra, la defensa de la revolución bolivariana.
Una guerra solapada
En la Venezuela del siglo XXI, si bien, es cierto, se desarrolla un proceso político definido por un marco democrático constitucional, tampoco, es, menos cierto, que pervive una guerra solapada, no declarada, en la que están en disputa dos concepciones antagónicas de país.
Ni más ni menos, una situación que es expresión de la lucha que caracteriza a toda sociedad clasista y que tiende a escenificarse en diferentes planos y magnitudes, estando su nivel de beligerancia en correspondencia con la correlación de fuerzas existentes, con la calidad política subjetiva de la dirección de las fuerzas en pugna y de factores geopolíticos que, indiscutiblemente, tienen incidencia gravitacional sobre el escenario en cuestión.
En nuestro país, es más que evidente que hay dos fuerzas en pugna, una que propugna un cambio efectivo de las relaciones tradicionales de poder, que apunta a construir y consolidar un país, auténticamente, libre y soberano, orientado a satisfacer las necesidades históricas del pueblo venezolano preterido y a incentivar la integración nuestro americana siguiendo el derrotero bolivariano, y, otra, que pretende, contrariamente, mantener esas relaciones que le permitan perpetuar el régimen oprobioso que, durante siglos, le garantizó a una élite minoritaria, en connivencia sumisa con intereses imperiales, el saqueo de las riquezas nacionales en detrimento de las condiciones de vida de las grandes mayorías populares y manteniendo al país de espaldas al resto del Continente.
Al ser Venezuela, a nivel mundial, el país poseedor de las más grandes reservas certificadas de petróleo, el interés imperial porque sus lacayos criollos reconquisten el poder político se constituye en un objetivo de importancia estratégica, siendo que, en mucho, la energía hidrocarbúrica es con la que se sustenta la llamada civilización occidental, recreada, preferentemente, en la descompuesta y despilfarradora sociedad estadounidense.
Esta pugnacidad se manifiesta de manera abierta en el plano político institucional, parlamentario, pero, también en las calles, con el guarimbeo fascista, con la inserción del paramilitarismo colombiano, con los intentos de golpes de estado, etc.; en lo económico, con la guerra que han desatado sectores empresariales contra la economía nacional, estimulando la especulación desmedida de precios, la escasez inducida de productos, el contrabando de extracción, etc.; en lo comunicacional, con la manipulación mediática y la tergiversación permanente de los hechos , proyectando una deformada realidad virtual; en lo psicológico, a través del rumor y de otras técnicas que apuntan a la afectación de la psiquis colectiva; en lo internacional, con la presión política y financiera; y en fin, con la utilización de todo un conjunto de dispositivos que el imperialismo ha venido perfeccionado con el pasar de los años y que de manera aviesa y, por demás, perversa aplica en los países objeto de su codicia, utilizando a los agentes antipatrióticos que tiene incrustados en su interior.
Evidentemente, uno de esos dispositivos imperiales es la recurrencia al asesinato al cual han apelado en muchos países y Venezuela no podía ser la excepción, todo lo contrario, como lo han expresado algunos de sus agentes, el más reciente detectado, el psicópata Lorent Gómez Saleh, en su locuacidad descontrolada, reconoció el propósito de eliminar unos 20 dirigentes políticos y sociales con la intención de generar desaliento e incertidumbre en las fuerzas bolivarianas y sembrar el caos en el conjunto de la sociedad.
Un objetivo político
De tal manera, que, con relación al asesinato de Robert Serra no debemos albergar ningún tipo de dudas, así lo hayan pretendido revestir como una acción del hampa común, esa muerte abominable tiene el sello imperial, cocinada en las bestiales prácticas paramilitares uribistas que están importando hacia nuestro país con su impronta macabra y criminal. Así lo hicieron con Eliézer Otaiza y Danilo Anderson.
Robert Serra, por ser joven, estudioso, polémico, brillante, hiperactivo, alegre, sensible, solidario, humilde, consustanciado con el pueblo, bolivariano y chavista como el que más, se convirtió en un claro objetivo político de la perversidad que nos acecha como pueblo y como país. Estuvieron semanas siguiéndole los pasos, hasta encontrar las circunstancias propicias para llevar a cabo tan deleznable misión: la de acabar físicamente con tan prolífica humanidad.
Ahora vienen por la muerte moral
Pero, no contentos con su eliminación física, intentan complementarla con su muerte moral; de allí, que algunos de las anclas mediáticas y opinadores de ocasión de la derecha apátrida se hayan dedicado a sembrar sombras sobre la trayectoria de este diminuto joven que, en apenas 27 años de vida, supo proyectarse como un gigante de esa generación a la que Chávez, muy certeramente, calificó como la emergente generación de oro de la Venezuela contemporánea que ya, en buena medida, lleva la conducción del país. Honor y gloria a Robert Serra y a María Herrera.