Ava Gardner fue una actriz estadounidense, que por allá a finales de los años 40, y durante toda la década de los 50 del siglo pasado, sedujo al mundo con su abundancia de totalidad.
Primero, con aquellos ojos grandes y aceitunados, tan noqueadores, como ese bendito gancho de izquierda de Chávez, que es mucho decir.
Luego, con aquellos labios tersos y suculentos que exhibía con tanta frecuencia, y además, con malicia de miura en sus tardes madrileñas de taurómaca, y donde al parecer, en mucho tendría que ver el afortunado matador, Luis Miguel Dominguín.
Y luego, con aquella chica hendidura en el mentón que provocaba sembrársela, realmente, con semillas que fueran de impuros besos fecundos y resonantes…
(Confieso, y de manera muy comedida, que su imagen me haría muy creativo en ese tránsito, casi medioeval, que va de la convulsa adolescencia a la adultez…).
Lo cierto del caso es que, Ava Gardner, era toda una inmensa manifestación de abundantísima sensualidad, y además, de imperialista revolución sexual.
Pero es que su nombre Ava –tan evocador para mí de la más vergataria cornucopia, como signifiqué- tenía demasiado tiempo que no lo escuchaba. Hasta que no hace mucho volviera a hacerlo, pero acompañado esta vez de otro apellido: Lancha… Y además, hablando con jactancia de… ¡la gran Ava Lancha!..
Bueno, también confieso que, para pegar con ese nombre en concreto, me inclino más por el apellido Gardner, quizá porque Lancha me suena como a gafo chuletero que navega sin brújula en el inmenso océano de las torpezas…
Y pudiera obedecer, quizás también, a un trauma que se me pudiera estar esculpiendo con motivo de esta tan triste realidad, donde la asimetría política que se ve hoy en Venezuela, es tan grande, que pareciera que la lucha fuera, entre un genuino Platero, y un tigre de la Malasia.
¡Qué molleja de… Ava Lancha! la que se viera en la Libertador, y que se hubiera visto, aun más “mollejua”, en el definidor marco de la Bolívar…
