La colonia escuálida más ideográfica ha estado sita hacia el naciente de Caracas, blanca y abigarrada, y tan de mal gusto, que su contexto ha dejado ver con facilidad y franca naturalidad que el origen de sus pobladores no podía ser otro que el más plebeyo. Su creatividad arquitectural se agotó, ni más ni menos, en la creación como de un inmenso y lechoso lego desdentado, seguro obra de un constructor especulador y con muy poco de artífice. No sin razón se vino hablando de esta urbanización como de todo un dominio de ordinarios, y, si alguna vez sus pretensiones llegaron a ser de centro burgués, pues lucieron siempre como muy infundadas.
A un musiú que contemplara por vez primera aquel desbarajuste de cemento, no podía menos que inquietarlo la clase de gente que podía vivir allí, y, si por casualidad hubiera encontrádose con uno de los vecinos, su fisgoneo en nada le hubiera resultado timado.
El área no sólo resultaba enfadosa, sino también imperfecta; claro, siempre que se le considerara como un modelo a seguir y no un engaño. Y si sus asiduos no eran refinados, tampoco tenían por que ser cursis. El joven aquel de pelo largo y expresión retrechera que andaba a velocidad prohibida en un Mustang convertible amarillo sin exhibir otro mérito que no fuera el de la riqueza súbita de su padre (encumbrado burócrata del pacto político excluyente), si no era un prospecto de caballero, era ya un patotero con pretensiones políticas. Así también uno de los tantos viejos barbiblancos, insignes habladores de gamelote con sombreros de jipijapa, no eran nada con certeza, salvo objetos curiosos para la psicología. Y aquel grupito de científicos, que no habían logrado ni el más nimio invento, era duro tener que reconocerles el derecho a tener unos humos tan encopetados.
Había entonces bajo fuerza que considerar así tal urbanización que el nombre de Gamelotal había tomado: no escenario de delicados, sino de balurdos de orilla; y, en esto, un logro bien primoroso y perfecto. Encontrarse en ese entorno era como hallarse en una jaula de atolondrados, sobre todo pasadas las siete de la noche, cuando dicho encanto crecía y lucía tan aislado como un león viejo; y, más aún, en las fiestas, donde unos pequeños faroles lucían como guilindajos en las ramas de unos árboles fantasmales.
Pero nunca como una noche de tantas, donde uno de los barbiblancos sería el chico de la fiesta. Bastaba pasar por su apartamento para que colárase por debajo de la puerta su voz atiplada promulgando las leyes de la democracia a los hombres, pero de manera particular a las mujeres, que se oían como vocerío de emancipadas lanzando consignas contra el predominio del macho, y donde no obstante le escuchaban con la mayor atención, que por cierto no es atributo de la mujer promedio. Pero lo cierto es que todo daba a pensar que valía la pena oírlo hablar –aunque fuera para reírse de él- cuando disertaba sobre la patraña de la revolución y de la inmensa verdad de la democracia que concebía con premeditado cinismo. Le vitoreaba la audiencia la extravagancia de su presencia que tal vez lo ayudaba: su frente breve sin llegar a lo angosto y su raya ladeada a lo Gardel, pero tosca la fisonomía, y con una barba marchita y adelantada como de plebe caraqueña, mezcla atractiva para ese auditorio propio de la humillante programación de RCTV.
Si por algo habría que recordar aquella larga velada dizque democrática, sería por el arrebolado atardecer que la precedió: el fin de una tiranía; pero por desgracia, por el comienzo de otra, no menos cruel, desalmada.
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