Narra Descartes en su Discurso del método, que hallándose en Alemania, y regresando de la coronación de un emperador, habría de secuestrarlo allí un invierno en un pasaje, donde, no encontrando sino chácharas que lo aburrieran, y no teniendo además -“y por fortuna”, decía él- jeva alguna que le demandara sus mimos y pasiones que al mismo tiempo le perturbara su ánimo (resultando seductor saber por qué, salvo que fuera por lo feazo del pensador), tuvo por tanto entonces, René, que pasárselo encerrado e íngrimo y entregado sólo a sus pensamientos junto a una estufa, donde, una de las primeras conclusiones a las que arribara, fuera la de que, muy contrario a aquellas en que uno solo ha trabajado en ella, no habría perfección en alguna otra cosa que fuera hecha por muchas manos y sobre todo compuesta de retazos.
Pone varios ejemplos, René, en tal sentido: el de las viejas ciudades que no fueran al principio sino aldeas y que con el transcurso del tiempo se convirtieran en urbes, que, por lo general resultaban mal trazadas y arrítmicas, si se les comparaba, sobre todo, con otras plazas regulares que un ingeniero diseñara según su inventiva en una llanura y que, aunque considerados sus edificios uno por uno, habría de encontrarse en ellos tanto o más arte que en los de las ciudades nuevas, pero que sin embargo, viéndose cómo estarían dispuestos (uno grande aquí, otro pequeño allá y las calles hechas pandas y dispares), dice entonces René que, sería más por la fortuna que por la voluntad de unos hombres equipados de razón, por lo que se hubieran dispuesto de manera tal.
Así mismo, imaginaba René, serían aquellos medios salvajes pueblos de antaño, que irían civilizándose piano piano haciendo sus leyes “conforme les iba obligando la incomodidad de sus crímenes y peleas”, y que no podían estar bien fundados, por tanto, como aquellos que, desde que se aglomeraran, hubieran venido observando las constituciones de algún juicioso legislador.
Lo mismo con el estado de la religión verdadera, cuyo ordenamiento Dios instituyera y que debiera por tanto estar mejor resuelto, que el resto de ellos.
Ya dentro del campo de las cosas humanas, el caso de Esparta –citaba René-, que si bien fue muy próspera, no lo sería por causa de la benignidad de sus leyes -“que algunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres”- sino porque, habiendo sido concebidas por uno solo, tendían todas al mismo objetivo.
Y dentro de las ciencias de los libros (por lo menos aquellas ciencias cuyos móviles son factibles sólo, y que por lo tanto carecen de evidencias) habiéndose armado ellos, y aumentado paso a paso con los convencimientos de varios sujetos, sin embargo no resultaran tan avecindadas a la verdad como los razonamientos simples que aportara, acerca de los asuntos que fueran surgiendo, uno solo; eso sí, pero con muy buen criterio.
Y por último, llegó a pensar René, que como había sido niño antes que hombre, y haber tenido por ello que dejarse regir burda de años por sus propios instintos y maestros (que se contradecían unos a otros y donde ninguno aconsejaba siempre lo mejor, reafirmaba) es por lo que haya resultado imposible que pudieran nuestros juicios ser tan puros y sólidos como lo hubieran podido ser, sí, desde el momento de nuestro propio alumbramiento, hubiéramos tenido el uso pleno de nuestra razón y no hubiésemos sido dirigidos no más que por ésta.
En fin, sospecho que lo que el muy Descartes quiso decir, en dos platos, es que “muchas manos metidas en cualquier olla, le ponen el caldo morao”. Pero… ¡vaya qué le dio vueltas al asunto!
Súrgenme entonces, estas preguntas, desde el fondo de mi alma de hombre del pueblo: ¿pasaría lo mismo con la democracia siendo participativa y protagónica? ¿Sería posible que fuera el azar y no la razón lo que pudiera darle contenido de perfección a nuestra democracia socialista, metiendo la mano en su construcción tanta gente, y no la sola inventiva de un gran “arquitecto”? ¿Sería posible que pudieran combinarse -para el bien común- la inventiva de un gran arquitecto, con los “poderes creadores del pueblo”?
Me gustaría incluso que sobre esto opinaran –para darle seguro la máxima purificación al concepto- tanto alias el “Platón del Saladillo”, como sus más insignes discípulos, a saber: alias “Cabezemotor”, alias “el Matacura” y alias “el León Bisco”. Los invitaría a participar, eso sí, con seriedad, y no dedicarse sólo a proferir vaciedades por allí que lo que logran es ratificarlos como los hazmerreíres de la razón y de la prudencia.
Lo que si no deja de preocuparme, es que pudiera venir el “Platón del Saladillo” con un arrebato muy suyo de sapiencia y, pretendiendo alardear de él en el teatro Baralt, ante todos los medios de la SIP, expectantes, y en horario infantil, para colmo, espetar con su postizo acento lo que constituye la base de la filosofía cartesiana, dentro su muy particular estilo de ignoración:
¡“Coito”… luego ergo sum!..
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