En el mes de febrero de 1922, Alexandra Kollontai, se planteó la siguiente interrogante: "¿Es posible realizar, construir la economía comunista a través de personas que pertenecen a una clase extraña, impregnados por la rutina del pasado? Si razonamos como marxistas y como científicos, contestaremos categóricamente que no, que no es posible. Imaginarse que unos «especialistas», unos técnicos, unos expertos de organización de la industria capitalista, serán capaces de liberarse de golpe de sus métodos y sus puntos de vista, estando aún imbuidos por las ideas recibidas en su educación, adaptadas al sistema capitalista cuando ellos lo servían, y de contribuir a levantar el nuevo aparato económico comunista -porque realmente de lo que se trata es de descubrir esas nuevas formas de producción y de organización del trabajo, esos nuevos estímulos al trabajo-, pensar así significa olvidarse de la verdad, confirmada por la experiencia mundial, de que un sistema económico no puede ser cambiado por unos individuos determinados, sino por las necesidades profundas de toda una clase".
Para muchos economistas (instruidos en las diversas universidades y centros académicos existentes, como es notorio, según los intereses y la lógica capitalistas) nada que esté fuera de los cánones o dogmas del capitalismo tiene perspectivas racionales de eficiencia y funcionamiento, por lo que cabría esperar como un acontecimiento inevitable (y hasta preferiblemente) que la economía de los países del mundo se transnacionalice, insertándola en el sistema capitalista global, con todo lo que ello implicaría de negativo en materia de soberanía e inclusión social. Cuestión que, de concretarse, supondrá la instalación de una estructura económico-social carente de derechos democráticos extensivos a todo el conjunto de la población, siendo éstos reservados para goce exclusivo de las minorías dominantes. Ello será factible, además, si ocurre inevitablemente la derrota de los sectores populares en su lucha por lograr una autodeterminación que se exprese, en un primer plano, en lo político y, en otro, en lo económico.
En el caso particular de Venezuela, el endeudamiento creciente del gobierno, los compromisos de la deuda externa (incluyendo la correspondiente a PDVSA), la fuga cotidiana de capitales y los exiguos resultados obtenidos con el control de cambios -a todo lo cual habrá que agregar la caída y la lenta recuperación de los precios del petróleo y el paquete de medidas sancionatorias decretadas por el gobierno de Donald Trump, con el deliberado propósito de quebrar la economía nacional- sitúan a Venezuela ante la exigencia y la pertinencia de un programa económico coherente.
Desde diversos puntos de vista, el marco político y económico que rige a Venezuela resulta contradictorio. Tanto en los métodos como en el discurso aplicados. Ambos son resultado de concepciones prácticamente deterministas que parten de diagnósticos que esquivan, la mayoría de las veces, las características que le son especialmente particulares a la realidad venezolana. Esto ha impulsado a varios expertos, incluidos los del gobierno, a recomendar la adopción de medidas que reproducen la lógica del capitalismo, como fórmula para afrontar y derrotar el sabotaje económico del cual es víctima, ya no -como algunos piensan- Nicolás Maduro y la cúpula gobernante, sino la población venezolana en general. Frente a ello, sin embargo, habrá que oponer la opción de un poder popular soberano, orientado básicamente a la conformación real de un autogobierno, pero éste no surgirá (como muchos todavía lo creen) de un triunfo electoral.
El mismo tiene que auto-organizarse desde abajo como expresión genuina de la democracia participativa y protagónica. No se trataría, por consiguiente, trazarse como máxima meta la sustitución simple de un gobierno por otro. Bajo este parámetro -como lo señala el filósofo y psicoanalista greco-francés Cornelius Castoriadis- la democracia sería "el autogobierno, la autoinstitución, es decir, el hecho de que la sociedad se autoorganiza para cambiar sus instituciones cuando lo juzga necesario, sin tener necesidad de pasar cada vez por revoluciones. En una verdadera democracia, el trabajo legislativo y el gubernamental pertenecen realmente a la gente implicada, a la gente que le concierne, que lo afecta. Lo que implica, desde este punto de vista, no la supresión del poder, sino la supresión del Estado como aparato burocrático separado de la sociedad". Éste es, realmente, un objetivo fundamental para que exista un poder popular soberano y se logre una emancipación integral del pueblo, creando nuevos paradigmas sociales, políticos, económicos, culturales y, por qué no, también espirituales.