Apenas comienza la mañana, el sol es una misma metralla que dispara ráfagas destellante que hace que los malojos de Evaristo se tuerzan, buscando como protegerse de aquel tiroteo inclemente, y así puedan reservar las gotas de agua que el rocío de la noche anterior les dejó en sus caricias.
Juancho Marcano observaba aquel panorama con el cristal de la tristeza y de la lástima. "Es lamentable que no sólo las matas de maíz se pierdan, entre tanta sequía y sol, si no que plantas ya grandes, que tienen ya varios años y pronto a producir, se rindan ante el azote impío de látigo del estío", pensó el periodista, reflejando el dolor en su rostro.
Su vecino de conuco Evaristo, se le acercó y comentó: "Esta misma tristeza, compay Juancho, que usted siente, es la misma que sintieron nuestros antepasados y fueron muchos los que se lanzaron a tierra firme y formaron parte de aquella diáspora que conllevó a que una gran cantidad de margariteños se diseminaran a lo largo y ancho de la Patria".
- Es así, amigo Evaristo, y fue tal la tristeza y la decepción que se llevaban nuestros campesinos al no caer la lluvia, que fueron varios los que se llegaron al Delta del Orinoco y ahí, al ver aquellas tierras tan productivas y que no le faltaba agua, echaron raíces y no volvieron más nunca a la Tacarigua de Margarita, donde el sol con sus mustios puñales asesina a veces cualquier asomo de una siembra productiva.
- De acuerdo, amigo Juancho, pero qué podemos hacer si aparte de que las autoridades gubernamentales no prestan ayuda y también los aguaceros se van de vacaciones; entonces estamos de brazos cruzados.
Los dos amigos siguieron hablando sobre el tema hasta que cada quien se dedicó a sus labores agrícolas que de paso eran muy pocas, pues sin agua no hay agricultura que valga.
Mientras tanto el perro Pipo, esperaba a Juancho Marcano, echado bajo la mata de mango, hasta que el periodista terminó y lo convidó para regresar, y ambos marcharon con una tristeza larga y con pasos silenciosos.