27-7-2020-Por la noche, ya entre sábanas, me echo a pensar en el camino hacia a la hondonada de los pinos, en el río que debe estar fragoso en estos días de lluvias, con su puente hecho con tablas de madera cruda; recuerdo la empinada cuesta llena de lajas con un arroyo que baja todo el año y en el que están pastando las vacas y becerros de Nectario. Pienso en las botas de goma, en el morral, en el machete, la cantimplora y en mi compañera Solita, todos esperando por mí. Recorro con mi imaginación cada palmo de la inmensidad de las montañas que rodean nuestra casita, el camino real, las tres cruces blancas allá en lo alto de Los Atalitos, los arreboles de las madrugadas y las noches estrelladas. Pensando en todo esto me duermo porque mañana emprenderemos viaje a La Coromoto.
28-7-2020: estamos en plenos preparativos para ir a los Pueblos del Sur, a cinco meses y medio de haberse generado la fulana pandemia mundial. Voy con mi esposa y mis suegros (Albania y Horacio). Llevamos el consabido salvoconducto para nosotros cuatro, expedido y firmado por el general jefe de la Zodi-Mérida. Se especifica en el salvoconducto que soy un pequeño productor.
Se cumple, pues, nuestro anhelado viaje al campo para romper la rutina de la cuarentena en la ciudad donde, sobre todo por las tardes, se vuelve fantasmal, con esa reclusión silente ataviada de luces interiores, en un descubrimiento tardío de tantas vidas y sueños desperdiciados, de tantos caminos nobles olvidados, hurgando hasta los huesos el por qué estamos aquí y no en otro mundo, qué nos deparará este ramalazo de desconciertos, de penas y guiños diabólicos.
En la ciudad, para cada salida debemos cumplir con tediosos protocolos de protección personal, sintiendo y presintiendo que en cada contacto con otros hemos sido o hemos estado a punto de contagiarnos, quizá ya alcanzados por la fatalidad de su mal, que lo llevamos, que no nos escaparemos: un monstruo y un horror que está en todas partes, que induce obsesión y pánico. Al menos allá, en el campo, trabajaremos al aire libre, adiós tapabocas, adiós rociadera de alcohol, adiós máscaras protectoras, adiós distanciamiento social, adiós noticias pavosas, adiós inventos que corren por las redes … adiós tediosas colas en los comercios, adiós señor pánico…
En fin, el coronavirus puede llegar, quien sabe, a través de qué duendes volátiles, de qué vientos o tornavirones, pero está aquí entre nosotros, impertinente y desafiante, que si atrapa a uno se lleva a unos cuantos. Es entonces, digo, cuando la vida se hace más apreciada y a la vez más peligrosa, más refulgente, más necesaria e imperiosa, con esa impronta de eternidad que cobra un brillo inesperado y sorprendente, y a la vez con ese sabor de desolación que nos dejan los que se van, y esa insólita realidad de que hemos venido aquí para imperar por siempre. Comprobando que el temor a la muerte es lo esencial de la vida. Con esa evidencia, insólita también, como dice Whitmann, de que nada es tan importante como creemos, ni siquiera esa pertinaz despedida definitiva.
Vivimos de despedidas en despedidas precisamente porque algún día nos iremos para siempre.
Cuando amanece, no hay luz en el sector y procedemos, desde un séptimo piso a bajar nuestros macundales. Aún a las 9:15 de la mañana seguimos sin electricidad, pero todo lo tenemos listo para la partida. Aprovecharemos en este viaje, para intercambiar algunos productos que nos permitan ir sobreviviendo, así nos obliga la actual crítica situación. La tolva de la camioneta la llevamos hasta los calcañales, con sillas plásticas, unos treinta litros de aceite quemado, una caja con veinticinco costales, varias maletas de quincallería, toda la comida que requeriremos para una estancia de dos o tres semanas. También llevamos un pilón para trillar el café en laja que logremos obtener de los trueques.
Va al volante Horacio Parilli, experto conductor, hombre cuidadoso en todos sus procederes, previsivo, organizado y muy atento a los detalles. Una vez que se ha hecho la señal de la cruz, enciende el vehículo, se ajusta las gafas, se coloca el cinturón y adelante con los faroles. Albania y María Eugenia van en el asiento de atrás atentas a los pormenores del avío, del cafecito para el largo trecho y de la amena conversación que tiene que ver con acontecimientos recientes en la familia y en el país.
En el trayecto, nos encontraremos con tres alcabalas, la de Las González, la de El Anís y El Molino.
En el punto de control de la Guardia Nacional de Las González no nos exigieron nada. Vía despejada, horizontes abiertos. En Lagunillas nos detenemos a comprar unas panelas.
El primer tramo hasta Lagunillas es árido, agreste, propio de la zona xerófila, con multitudes de cactus como si nos encontráramos en esos desiertos, como el de México, en Sonora, por ejemplo. Preguntándonos qué utilidad, además de su belleza natural (que es bastante), puede tener este cactus, y si acaso la Universidad de Los Andes, alguna vez hizo investigaciones para conocer sus propiedades. El doctor, biólogo, Jaime Perfeau, seguramente nos podría dar una respuesta.
Enfilamos hacia El Anís y en llegando apreciamos una enorme cola de carros para echar gasolina. Tampoco en el puesto de control de El Anís nos revisan ni nos exigen nada. A fin de cuentas, eso de controles muy pocos les hacen caso, aunque hay guardias y policías a quienes repentinamente se les alborota la necesidad de ejercer la autoridad y ahí está el peligro de que se nos tranque el viaje y no llevemos nuestro salvoconducto.
El tiempo está hermoso, límpido, fresco el aire, propicios los colores del cielo para revolotear por encima de las adversidades.
Al traspasar el punto de Estanques, nos encontramos el camino empapado por las recientes lluvias; las cunetas enmontadas y el terreno averiado como lo viene estando desde hace varios años. Todo el trayecto desde Estanques hasta El Páramo de Las Nieves pertenece al Municipio Sucre y muy ocasionalmente le hacen mantenimiento.
Al avanzar unos cinco kilómetros comienza la parte boscosa y en la que vamos encontrando troncos y ramas atravesados en la vía, teniendo el conductor que maniobrar con cuidado, también para evitar los cráteres en la vía y lo abrupto del terreno. Comienza a verse, allá al fondo, la autopista que va a El Vigía como una cinta azulada entre el verde pálido de los montes y promontorios de áridos peñascales. Se ve encajado en una falda el pueblo de Chiguará, donde nacieron dos notables personajes uno de la literatura nacional, Antonio Márquez Salas, y el otro, un pensador e historiador del alto vuelo como Kleber Ramírez.
Los recuerdos afloran de otros tantos viajes, cómo va cambiando la vida, el mundo que nunca más volverá a ser el mismo. La carga del tiempo y de las circunstancias, con una frase estremecedora que llevaba aún sangrante en el corazón: "- Dios mío, pero qué año tan terrible ha sido este 2020". Sentencia brotada del alma adolorida de mi cuñada Paola, lanzada con una mirada consternada, sus ojos verdes y tristes que me colocaron en el real centro de la conmoción que estamos viviendo. Antes no había percibido su dimensión desgarradora, y en su desolada mirada, presagios de otros golpes peores. Yo creo que ni ella misma reparó en la fuerza terrible y total con que la expresó.
Y pensar, que apenas nos encontramos en los primeros pasos de la catástrofe que nos sacude, cundiendo aceleradamente los casos de contagios en Venezuela.
Vamos alcanzando ese tramo de carretera que fue remozado hace unos seis años: el carro toma su ritmo sereno y de lado y lado recibimos un viento más recio y fresco, con ese cuadro de enormes picachos rojizos flotando en un mar de nubes tristes en la inmensidad de los abismos. Este trayecto muy bien asfaltado se extiende por unos veinte kilómetros.
Por lo dañado de esta vía es por lo que este recorrido desde Mérida hasta Canaguá, unos cientos cuarenta kilómetros, se hace en casi cinco horas.
En Tusta nos detenemos a tomar café. Bajamos de la camioneta y María Eugenia, termo en mano, hace el consabido reparto en unos trajinados vasitos de plástico. El cafecito lo acompañamos con media paledonia, de cuatro paquetes que hace dos días compramos en la panadería La Casa del Costurero. Entre bocado y sorbo, nos ponemos a estirar las piernas: andamos por la carretera, mirando los campos, la venta de Benito en donde en otros tiempos se detenían las busetas y los pasajeros tomaban café, compraban chucherías y pedían empanadas u ocupaban las mesas para trasegar resueltas cazuelas con hervidos de gallina o de mondongo. Hoy, este puesto está desolado, y sobre unas planchas de zinc vemos un aviso que dice SI HAY PUNTO. Me acerco a un descampado y veo dos culebras corales muertas y resecas, colgadas en una cerca de púas. Luego, aparece de la nada un niño, y el único niño posible en este paraje es Yosman, un nieto de Benito al que le pregunto por su familia; hace unos dos años murió la dueña del negocio, doña Betilde luego de un tormentoso tratamiento de diálisis en Mérida. Poco antes de morir nos la conseguimos en Estanques y le dimos en aventón hasta su casa.
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Oye Yosman - le pregunto-: ¿qué están vendiendo ahora en el negocio?
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Miche- responde.
Continuamos la marcha: derrumbes, más árboles caídos por el barrido que provocan las lluvias en las peladas laderas. Las grandes quemas del verano han dejado un vendaval de cenizas, barro y troncos de pinos calcinados. Se van notando cambios en el terreno: coloraciones como de greda y despampanantes peñascos asomando sus crestas. Sobre el desmadrado terreno unos pinos canadienses se adueñan de las laderas.
Cerca del páramo de Las Nieves, nos adentramos en el espectáculo de la niebla flotando entre nubes y selvas de lajas de piedra, nosotros cada vez más adentrados en las cornisas coloradas de esas estribaciones que se extienden hacia los confines de los llanos.
Comienza un culebrérico descenso con esas hermosas vistas con todas las tonalidades del verde. Pasamos por Betania, la famosa propiedad del doctor Carlos Parada, vieja posada de arrieros, un paraje encantador y encantado que procura apresar el pasado con reliquias de resplandores memorables. Seguramente, allí se encontrará en su augusta soledad el doctor Parada, aferrado a sus libros y a recuerdos que les fueron tan felices; su caserón con amplios ventanales, con aquel mesón para veinte comensales, aquellos cuartos y corredores para acoger dignidades venidas de Caracas o de Mérida, y ahora él mismo en su prístino silencio como otra pieza más de aquellos venturosos tiempos.
Vamos ahora descendiendo hacia las hondonadas de la próspera finca del doctor Quintero Moreno recientemente fallecido en un accidente de tránsito por esta misma carretera. La finca del doctor Quintero es de las más prosperas, con sus bellas vacadas pastando a la orilla del río en ese embeleso de casitas colgando de la montaña como en un pesebre navideño. Vamos llegando a El Molino.
El más severo de los controles sanitarios lo encontramos aquí en El Molino, con una inspección de todo lo que llevamos en el vehículo. Nos aborda un policía con rigor inquisitivo, cuaderno en mano, y con gestos que denotan desconfianza en todo lo que ve y oye. Comienza su tenaz interrogatorio: de dónde vienen, a dónde van, el motivo del viaje, no le interesa si llevamos o no salvoconducto ni quiere verlo, eso para él son bagatelas. La cosa pareciera irse caldeando sin que ninguno de nosotros hayamos podido decir nada. Luego aparece otro policía, encuerpeado, a quien se le ve decidido a imponer mucho más la autoridad de la ley. Me exigen que baje del vehículo. Hay tres hombres vestidos de civil, echados en una acera, siguiendo palmo a palmo los pormenores de la pesquisa. El policía encuerpado me pide que le muestre lo que llevo en la tolva porque "-hay que cuidarse de los estragos que está causando la pandemia...". Se asoma, mira por debajo de la cubierta de plástico y apenas ve unas sillas plásticas, escupe un palmo de chimó que queda como lagartija aplastada en el pavimento.
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Correcto, correcto.
Se disculpa por las molestias causadas.
La gravedad terrible del problema de la gasolina es algo insólito, y el policía me dice que no se consigue ni una gota para tratar las lombrices. Imagínense lo que esto representa en una zona agrícola como la de los Pueblos del Sur.
Continúa el procedimiento: Le digo al policía que vamos a Canaguá, entonces cuaderno en mano, me pide que le dé el lugar exacto y la familia de referencia. Contesto que nos dirigimos a la aldea La Coromoto, donde la familia Mora. Nos pide nuestros nombres y cédulas, y responde con perspicacia que ninguno de nosotros somos Mora y que van algunos hasta con apellidos italianos. Le explico que tenemos una casa con una siembra de café y sigue haciendo anotaciones en su cuaderno. Anota y me mira, anota y vuelve a remirar.
- La situación se torna crítica – nos explica casi con orgullo -: nos acaban de reportar un caso de coronavirus en Mesa Quintero a unos quince kilómetros de aquí. Hicieron una fiesta y alguien infectó a un gentío.
Con bastante aprensión, los exigentes agentes nos retiran los obstáculos, nos desean buen viaje y continuamos nuestro camino.
Los inventos y relatos en el imaginario popular en relación con este virus son de los más sensacionalistas y, algunos bastante exagerados. Yo he tomado por norma creer poco lo que al respecto me cuentan. De ser cierto todo lo que se inventa tendríamos en el país cientos de miles de casos. Hace poco corrió en Mérida, la versión según la cual toda una familia de cinco personas de Santa Bárbara del Zulia se encontraba convaleciente de coronavirus en el Centro Clínico de Mérida. La información extra oficial refería que el padre de esta familia llegó diciendo a la gerencia de este Centro que él era un hacendado multimillonario con capital suficiente como para comprar la referida clínica y que requería que le reservasen todo un piso para su familia, y que a los pocos días murió uno de ellos. Nosotros nos quedamos a la espera de la confirmación de este hecho, pero nunca se vio nada que lo asegurase.
Pues bien, al llegar a Canaguá nos dirigimos directamente al CDI para que el personal médico nos chequeara. Pasamos por el puesto de la Guardia y no vimos un alma. En el CDI comienzo a revisar cubículos y todo aquello está desierto. Me dirijo a Emergencias donde hay varias personas esperando ser atendidas, y participo que acabo de llegar con mi familia de Mérida y quiero que nos chequeen.
Del fondo de unos parabanes se asoma una señora de bata blanca y me dice:
- Sí, como no, venga por aquí.
Salimos de nuevo a la calle, voy siguiéndola, pasamos por una verde grama enana y llegamos hasta otro cubículo en el que la señora pregunta si hay reactivos para hacernos los exámenes. Otra señora de bata azul sale de su escritorio y dice que me espere, se dirige al fondo de un pasillo del cual sale una fornida dama, alta y morena, que se acerca pausada y serena haciendo gestos negativos con la cabeza:
- No hay. Lo lamento.
Cumplimos así con Dios y con la ley, y podemos seguir a la aldea sin que nadie pueda reclamarnos, como la otra vez, que nos presentamos sin los controles sanitarios reglamentarios. Aquel pueblo de Canaguá estaba realmente desierto, la plaza en su ingrimitud más plena, la iglesia con sus puertas abiertas en un bostezo letal y sin un alma, la estación de gasolina acordonada por unas guayas. De nuevo pasamos por el puesto de control de la Guardia y éste sin un alma.
Emprendemos el ascenso a La Coromoto, llegando a nuestra casa a las 2 de la tarde. La sensación que uno tiene es que la gente cada vez le hace menos caso a las fulanas normas de la cuarentena. Mi bello país es un desorden de primer orden y el que no se vuelve loco, como decía Núñez de Cáceres, es porque no tiene juicio. Unos molestos porque dicen que el gobierno se mete demasiado en nuestras vidas y otros porque sostienen que aquí no hay gobierno. Entre la existencia o no del Estado, todo sigue su ritmo, aunque pocos sepan hacia dónde vamos.
Pronto nos enteraremos que le hicieron las pruebas rápidas a cuatro campesinos que nunca habían salido de sus casas pero que resultaron positivos, entonces los encuarentenaron durante catorce días, y aquella pobre gente implorando con desesperación que los dejaran salir porque ellos no habían tenido contacto con nadie extraño ni siquiera del pueblo. Entonces llegamos nosotros de la ciudad, pedimos que nos hagan la prueba y nos dicen que no hay reactivos. El asunto es que esta prueba puede resultar positiva ante muchos cuadros gripales o de enfermedades como diarreas o vómitos.
Vamos viendo a lo lejos nuestra casita. La perra al reconocernos entra en un terrible temblor golpeando con sus patas la cerca y corriendo enloquecida. Una casa sola es un alma en pena, acongojado su jardín, sus ventanas como cuencas lagrimosas y tristes, sus árboles abotagados, sus cuartos fríos y apagados. Lo mismo ocurre con la perra, flaca como Rocinante, a pesar de que siempre le dan su comidita.
La primera tarea después de bajar los macundales es hacer un recorrido por nuestro pequeño terreno para ver cómo van los cafetos, los limoneros, el manzano, los naranjales, el cambural, las moras, las fresa, encontrando algunas sorpresas agradables, por ejemplo, que una hermosa auyama se ha disparado en uno de los redondeles de nuestras siembras; el eucalipto está hermoso, las matas de berenjena se fortalecen; igualmente la chirimoya se ha espigado, los dos nísperos compiten con los cafetos y ya los superan en altura, los oréganos, el hinojo, las matas de aguacate, la mata de lechosa, nos saludan con gracias de cantos murmuradores… Llegamos a la troja y nos asomamos al río que se viste con sus fragosas aguas.
Decido hacerle una visita al amigo Corsino, el patriarca de 85 años, para participarle de nuestra llegada. El señor Corsino está ciego pero tiene la visión precisa de cuanto ocurre y se expande en este mar de lágrimas y a la vez maravilloso universo. Lo encuentro en el corredor con sus hijos Enrique, Ángel y Manuel. Compartimos un rato sobre los eternos problemas de la sobrevivencia y me entero que el café en laja que se negociaba cada kilo por un dólar hace poco, se está agotando dramáticamente. Me entero que hace unos cuarenta años el señor Corsino llevaba un arreo de mulas a Santa Cruz de Mora cargado con café, y el intercambio por alimentos era suficiente para mantener a su familia de más de media docena de muchachos durante un año.
Mi hija Adriana, que antes de la pandemia tenía planes de irse a Europa, me dio cincuenta dólares para que le comprara un bulto de café en laja de cincuenta kilos. Resulta que el precio del café dio un disparo y el bulto de cincuenta kilos se fue a cien dólares.