Las peligrosas ciencias

El ser humano que somos tiene que dar sentido a su mundo. A diferencia del resto de los animales, nuestras carencias biológicas de instintos y aparatos sensoperceptivos especializados nos obligan a cartografiar el mundo. Precisamente la cultura como universo simbólico constituye ese mapa que nos permite identificar lo comestible de lo no comestible, o el cómo reproducirnos y desarrollar nuestra sexualidad. Las sociedades animales que conocemos, están, en gran medida, programadas genéticamente. Nuestra sociedad humana tiene que darse sus propias reglas. A falta de una programación genética debe poner en juego, para sobrevivir, una programación cultural. Por todo ello, el sentido del mundo resulta una condición tan vital como respirar, tan vital que damos la vida por defenderlo como lo muestran la inmensa cantidad de personas que han muerto defendiendo sus creencias, ideas o un símbolo como una cruz o una bandera.

El sentido del mundo se da por varias vías cognoscitivas: mitos, arte, filosofía, poesía, religión, literatura, ciencia. Cada una con sus diferencias, pero todas buscando otorgar sentido a la realidad. Fundamentalmente la ciencia moderna se encamina al “know how" (saber cómo), más que al “know what" (saber qué). Pero, y como ya señaló hace casi cien años Werner Heisenberg, su “know how” parte de una imagen de la naturaleza, en gran medida una imagen arbitraria, dependiente de funciones culturales. La imagen de Aristóteles no es la de Galileo, la de Laplace no es la de Prigogine. La ciencia busca un “saber cómo” para dominar la naturaleza, pero para proceder demanda antes una imagen sobre esa naturaleza, imagen a veces más ecológica, a veces más hostil. Desde esa imagen constituye su mirada y desde ésta selecciona lo que resulta un dato relevante.

El reconocimiento de esta diversidad inherente a la práctica científica, diversidad conceptual, teórica e imaginaria, conduce a una demanda ética de apertura hacia la otredad, hacia la inter y transdisciplinariedad de los saberes y hacia la pluriparadigmaticidad de estos. Incluso, si damos un paso adicional hay otras implicaciones mucho más serias, pues, adoptar un marco conceptual no es sólo una decisión estética, de gusto y persuasión, sino también es adoptar una práctica, una forma de tratar con el objeto (muchas veces un sujeto) de esa adopción teórica. Y esto último resulta para quienes venimos del campo de las ciencias sociales lo más importante y contundente.

Dijimos arriba que hay imágenes de la ciencia más o menos ecológicas. Con estas imágenes o representaciones construimos teorías pero también manipulamos la naturaleza y la ponemos a nuestro servicio, a veces conservándola, a veces destruyéndola. Igual acontece con las imágenes antropológicas que hay en la ciencia, es decir, las imágenes de la mujer y del hombre. Por ejemplo, la imagen determinista de Laplace niega la libertad humana y facilita manipulaciones en función de la dominación política sobre el hombre. La psicología conductista clásica también sirve de ejemplo. El científico tiene, a mi juicio, el deber moral de reconocer que al adoptar un marco conceptual está adoptando también una práctica hacia lo conceptualizado. Se trata, sin duda, de una ética de la responsabilidad, de un reclamo que alerta que la teoría resulta ya, en sí misma, acción.

En este aspecto las ciencias humanas y sociales se vuelven tan o más peligrosas que las naturales. Si estas puede llegar a producir bombas atómicas y otras más poderosas, aquellas producen políticas públicas, educativas y económicas que también pueden acabar con miles de vidas en nombre de un presunto desarrollo. No cabe duda de que los conocimientos de estas ciencias resultan un arsenal para el quehacer político y económico. Siempre se podrá argüir que no se puede responsabilizar al científico por los usos que se hace de los conocimientos que produce, y en cierto sentido se puede decir que ello es cierto. Mas, dadas las consideraciones ya comentadas, el científico resulta responsable de mantenerse abierto a la diversidad teórica y ser consciente de las consecuencias prácticas antropológicas, éticas, políticas probables que se desprenden de sus adopciones conceptuales. Si el científico asume estas responsabilidades, en su ya de por sí difícil labor, seguramente se convertirá en un gran promotor de la vida democrática y de la paz humanas.

 


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Javier B. Seoane C.

Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela, 2009). Magister en Filosofía (Universidad Simón Bolívar, 1998. Graduado con Honores). Sociólogo (Universidad Central de Venezuela, 1992). Profesor e Investigador Titular de la Escuela de Sociología y del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela.

 99teoria@gmail.com

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