Tenía 16 años cuando me sobresaltó aquel extra de Radio Rumbos:
“Extra… Extra… Aviones militares de EEUU acaban de comenzar un bombardeo sobre Trípoli, la capital de Libia”.
Corría el año 1986. La Unión Soviética y el campo socialista todavía estaban en pie, como en pie también estaba la Guerra Fría entre ese bloque y EEUU, cabeza del campo capitalista, llamado más bien “occidente”. Ambos, EEUU y la Urss, disponían de armas nucleares suficientes para destruir varias veces el planeta tierra. Una capacidad que aún sigue existiendo en un mundo más inestable que aquel, en el que funcionaba la tesis de la llamada Mutua Destrucción Asegurada: la superpotencia que pisara el botón nuclear tendría por seguro que inmediatamente vendría una respuesta también nuclear de su adversario. Misiles irían y misiles vendrían de un lado al otro del planeta en un espectáculo del cual no saldrían ganadores ni testigos para contarlo. Aquella certeza disuadía a unos y a otros de pisar el botón a capricho.
Puede que mi sobresalto de aquel 1986 estuviese influido por una película de 1983 que debió llegar a Venezuela con algo de retraso, The day after (El día después). Es un drama que recrea –si acaso cabe el término- las consecuencias de una bomba atómica lanzada contra Kansas City, en EEUU, en medio de una hipotética III Guerra Mundial. Para los internautas su contenido está disponible en www.youtube.com.
En mi adolescente percepción del mundo pensé que el ataque aéreo contra Libia, país al que imaginaba estrecho aliado de la Urss, desencadenaría una respuesta militar de la superpotencia que devendría, inevitablemente, en una terrorífica guerra nuclear de la que nadie podría escapar.
Las escenas de destrucción generalizada, muerte y enfermedades incurables, exhibidas en The day after, las imaginé reales en cada rincón del planeta, incluido este donde hoy vivimos.
Para suerte de la humanidad, el bombardeo a Libia no trajo esas consecuencias planetarias. Hubo varios muertos, sí, entre ellos una niñita cuyo pecado fue ser la hija del presidente de su país, Muammar Gadaffi, pero no los millones que el “extra” de Radio Rumbos me hizo imaginar.
Diez años después tuve ocasión de conocer Hiroshima, ciudad japonesa que al igual que Nagasaki fueron blanco de bombas atómicas de EEUU en 1945. Allí funciona un museo dedicado exclusivamente a mostrar los horrores de esos ataques nucleares. De los labios de una sobreviviente, con quemaduras generalizadas en su cuerpo, ya entrada en años, escuché un relato estremecedor. Las víctimas que sobrevivieron al impacto experimentaron una sed incontrolable, que trataron de saciar en el río, pero éste, por efecto de la radiación nuclear, estaba contaminado. Sus aguas fueron veneno que mató a muchos de aquellos sedientos seres.
Por estos días de hipnosis global alrededor del Mundial de Fútbol unos barcos militares de EEUU e Israel fueron avistados en el canal de Suez, rumbo a Irán.
Una acción que llevó a Fidel Castro, desde su lecho en La Habana, a advertir al mundo sobre la inminencia de un ataque de EEUU e Israel contra Irán con armas nucleares. Un conflicto que, según el veterano líder cubano, no se limitaría al Golfo Pérsico, pues traería como consecuencia inmediata una reacción militar de Corea del Norte hacia Corea del Sur, en otra de las zonas por donde potencialmente podría estallar un conflicto nuclear de incalculables dimensiones.
Barak Obama tenía 19 años cuando The day after se exhibió por primera vez en su país.
Hagamos votos porque esas escenas imaginarias, así como las reales de Hiroshima y Nagasaki, no se materialicen en ninguna parte de este planeta. Que prive la sensatez, aunque no parece algo muy de moda en Washington y Tel Aviv.