La actual coyuntura nos congrega en torno a un tema que toca el fondo mismo de nuestra revolución en marcha: la viabilización de una patria libre e independiente, regida en función del interés popular y orientada a concretar el desiderátum bolivariano de “mayor suma de estabilidad política, mayor suma de seguridad social y mayor suma de felicidad posible”. La realización de una patria como ésa, prefiguración del socialismo al cual aspiramos, sólo es dable mediante el ejercicio por el pueblo de la “autoridad suprema del poder público”, que es como la doctrina define el concepto de soberanía.
La Carta de las Naciones Unidas –obviemos la triste impotencia y cabronería de esa institución mediatizada– y los demás instrumentos del entramado jurídico internacional (expresión del orden burgués, pero tocado por la fuerza de las luchas populares) postulan que todos los países, indistintamente de su tamaño o poderío, son pares en dignidad y poseen derecho igual a darse el sistema de gobierno que cada pueblo desee, a la intangibilidad de su espacio geográfico, al respeto de su lengua, tradición y cultura. Es ése el reconocimiento de la soberanía de las naciones, abroquelada en los principios de autodeterminación y no intervención; es ésa la consagración en términos nacionales del apotegma según el cual el derecho de cada uno llega hasta donde comienza el de los otros, y de la sentencia del gran Benito Juárez relativa a que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
La soberanía no se discute, se defiende con todo –palabra de Sandino–, y defenderla es una atribución ingénita y un deber de todo ciudadano bien nacido.
Pero esa soberanía estuvo siempre bajo la espada de Damocles de los imperios. Todo cuanto la brega de pueblos y naciones creó y codificó en pro de una coexistencia racional, ha sido en repetidas ocasiones vulnerado por la arbitrariedad y violencia de las “grandes potencias”. Innumerables agresiones disfrazadas con ropaje de nobles principios se desencadenaron sobre países débiles para despojarlos de sus riquezas y muchas veces de sus territorios. Fueron acciones de rapiña y bandidaje, así se las ha calificado.
Hoy presenciamos cómo el imperio económica y militarmente más poderoso jamás visto ha roto el andamiaje de la ONU y del derecho internacional, desconoce toda norma o ley civilizada y lanza ejércitos invasores pretextando la defensa de la democracia y los derechos humanos o esgrimiendo un autoproclamado supraderecho de “guerra preventiva”, con desprecio absoluto de la potestad de soberanía y conversión de todos los pueblos en rehenes.
El Estado de ese país especializado en invasiones, que ha pretendido hasta apropiarse en exclusiva del nombre del continente, más delincuente internacional que nunca debido al creciente miedo de su camarilla financiera-industrial-petrolera- militar-mediática neofascista (a la que para depredar y asesinar a lo nazi le da igual la presencia en la Casa Blanca de un wasp estúpido o de un afrodescendiente “avispado”), ha dejado pequeña su tradición de asaltos y agresiones a nuestra América y al mundo. Afganistán e Irak destruidos y ocupados, sus poblaciones diezmadas y humilladas –aunque de ningún modo sometidas– en nombre de la libertad, etc., ahora Libia, sin velos hipócritas, fogoncito alimentado en Siria, drones en Pakistán y amenazas, entre otros, a Irán, a Bielorrusia y a nuestro país, apuntado en su corazón productivo y su espíritu soberano, son testimonios dolorosos e indignantes de esta historia de vileza y criminalidad sin paralelo.
Todo eso atraillando a los subimperios europeos sinvergüenzas y haciendo ladrar al perro de presa creatura suya (y capo), el Estado sionista de Israel, transfigurado en réplica de la maldad del nazismo que martirizó a millones de sus correligionarios (y a muchos más millones de otros hombres y mujeres que no hicieron de la victimización un negocio), estado que ha elevado al mayor grado de insania su ya sexagenaria agresión al pueblo palestino. Entre todos han sumido al mundo en una orgía de fuego, sangre y muerte.
Frente a tal horror se impone más que nunca la unidad, organización, alto nivel de conciencia y acción solidaria de las multitudes –hoy clamantes en diversos países–, para materializar las conquistas insertas en el entramado jurídico internacional y hacer respetar la soberanía de las naciones, así como en lo interno la de los pueblos. Una y otra son esencias de la dignidad y el derecho, y por ellas, de ser necesario, se puede y debe comprometer la vida. El pueblo venezolano, con su inagotable herencia libertadora y su paradigmático liderazgo revolucionario, tiene y tendrá un puesto de vanguardia en esa lucha.
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