El imperialismo, identificado con exactitud como etapa superior del capitalismo, ha traspasado los linderos de su marcha expansiva y entrado en los predios de la inferioridad histórica. Superconcentrado en un solo poder hegemónico, ya no le queda sino la fuerza bruta, no puede moverse sin destruir y asolar, sus dólares crecientemente inorgánicos y sus inquietantes banderas son compañeros inseparables del latrocinio, el dolor y la muerte. Cesó el tiempo de las coartadas que se denominaban democracia, libertad, derechos humanos, civilización o progreso, y apenas si quedan aquí y allá personas rezagadas que deliran por el famoso “american way of life”, ese señuelo o tierra de promisión carente de humanidad profunda y por tanto de vocación y capacidad para ser referente universal.
Si bien los imperios nunca dejaron de asentarse en la fuerza y proclamaron sus propósitos con la sin igual desfachatez de los villanos, siempre se arrogaron la tutoría de la civilización y el progreso, y sintiéndose así “autolegitimados” oprimieron pueblos y naciones, depredaron sus riquezas y mataron. En la medida en que las luchas sociales fueron estructurando derechos y principios, y correlativamente aumentando la violencia de la explotación, les fue conveniente cubrir mucho más las apariencias, pero siempre lista (como hoy) la agresión artera.
El imperialismo que sucede a los imperios del pasado nace de la concentración de capital, el predominio de los monopolios, la primacía del capital financiero, la exportación de capitales y el reparto del mundo en mercados propios o esferas de influencia. Su labor avasalladora penetra todos los espacios, subordina recursos y clases dominantes domésticas, maneja los cañones cuando hace falta y crea un gigantesco aparato de organización de la mentira para ser entonces el campeón de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Esto, sobre todo, cuando alcanza su clímax fundiéndose en un imperio único rodeado de subimperios obsecuentes. Su obsesión, el planeta. Su camino, la guerra. Su debilidad, los pueblos.
La vocación imperial estadounidense surge desde su cuna, como “destino manifiesto”. Nada menos que su segundo presidente, John Adams, comienzos del siglo XIX, lo dejó dicho: “La gente de Kentucky está llena de ansias de empresa, y aunque no es pobre, siente la misma avidez de saqueo que dominó a los romanos en sus mejores tiempos. México centellea ante nuestros ojos. Lo único que esperamos es ser dueños del mundo” (¡pobrecito México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!).
Luego: “América para los americanos”, “no veo con mucho entusiasmo la idea de la emancipación de los pueblos hispanoamericanos”, “el peligroso loco del Sur”, “nuestro patio trasero”, “los EE.UU. no tienen amigos, sino intereses”, “donde haya un dólar americano estará la bandera de las barras y las estrellas”, “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, “lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos”, etc.
Por fortuna, y tras mucha lucha, ya pocos creen en la faz buena tan farisaicamente trabajada y casi nadie da un céntimo por la democracia, la libertad y los derechos humanos de estirpe gringa. La mentira organizada se ha derrumbado. No hay coartadas. El criminal está convicto.