A 185 años del vil asesinato de Sucre (4/6/1830) está nuestra América otra vez librando batallas bajo las banderas de los Carabobos y los Ayacuchos. Y como en aquellos inmortales días, ha correspondido de nuevo a Venezuela luchar desde el ojo del huracán.
El segundo conductor de esos combates, único, entre un magnífico grupo de próceres, con la capacidad para continuar desarrollando la línea del primero, fue la víctima de tal condición cuando las oligarquías beneficiarias de la ruptura de los lazos hispánicos sustituyeron la visión de Patria por la de “patriecitas” amasadas en intereses de clase.
La bala de Berruecos fue apuntada al corazón de Bolívar.
El gran cumanés, quien después del frustrado intento de diálogo con la facción venezolana, en busca de la salvación de Colombia (marzo de 1830), marchaba hacia Quito y los brazos de Mariana Carcelén declarando su deseo de abandonar la vida pública, fue emboscado por quienes no creyeron eso y pensaban que él volvería tras los pasos del caraqueño inmenso.
Probablemente tenían razón en esto los asesinos.
Ya después de su renuncia a la presidencia de Bolivia (3/8/28) había expresado el mismo deseo, y lo hizo a un lado para dar una lección militar al ejército peruano invasor (quería Guayaquil), derrotándolo como a “baraja marcada” en el Portete de Tarqui (27/2/29).
Y luego fue a presidir el Congreso Constituyente que se instaló el 2/1/30, más la fallida misión a Venezuela.
El hombre que mozalbete había discutido de quien a quien con Bolívar los planes libertadores; que a los 29 años fue Mariscal emérito y a los 30 presidente y organizador de una república; que en su breve ejercicio de gobierno dejó una huella de estadista preclaro, echando las bases de la economía, la educación, la salud, la comunicación, la protección social y la defensa de los indígenas y sus tierras, y que era un paradigma de honestidad, no hubiera podido permanecer al margen mientras le restaran fuerzas y sus patrias requirieran sus servicios.