Nunca antes en la historia de América un conflicto armado duró tanto y fue tan duro como el de Colombia. Nunca antes tantas generaciones de jóvenes se enfrentaron con armas sobre la tierra ensangrentada de su Patria, con sus corazones generosos y hospitalarios desgarrados por la crueldad, la fiereza de ánimo y la impiedad propias de la guerra.
Un conflicto que comenzó con el asesinato de Gaitán, en abril de 1948, cuando el pueblo comenzó a responder con violencia a la violencia de la oligarquía y se organizó, para la autodefensa primero y después en diversas formas de lucha armada que llegaron hasta nuestros días. Han sido sesenta años de dolor y destrucción, del mayor despojo de tierras después de la conquista europea, sesenta años que han hundido a Colombia en la desigualdad y el atraso, que han corrompido su política y que han falseado y deformado su economía hasta hacerla insostenible.
La oligarquía colombiana en el poder, que durante medio siglo aplicó la línea del miedo y la ignorancia, entendió finalmente la máxima napoleónica de que con las bayonetas se puede hacer de todo menos sentarse en ellas, la imposibilidad de ganar la guerra exclusivamente por la fuerza, y la consiguiente necesidad de recurrir a formas más avanzadas y democráticas de dominación; por su parte las guerrillas entendieron la imposibilidad de alcanzar el poder por la vía exclusivamente militar, sin un acuerdo político con todos los factores progresistas de Colombia.
La principal victoria de las conversaciones de paz en La Habana es su propia existencia en actos, ser una realidad política reconocida incluso por Washington por aquello de que para controlar a Venezuela hay que controlar a Colombia y viceversa . Ahora ninguna de las partes exige la rendición de la otra como condición para la paz, y ambas han hecho concesiones sobre temas importantes, más allá o más acá del cese de las hostilidades: devolución de tierras, compensación a las víctimas, derechos políticos, cultivos alternativos, narcotráfico, reforma agraria, extinción del paramilitarismo... ningún tema está fuera de la mesa de negociación. En La Habana no hay tabús: se discute secretos a gritos que antes eran a tiros. En La Habana participan no sólo las partes combatientes sino también las víctimas. Las conversaciones de paz son el resultado de las gestiones de miles de personas a lo largo de muchos años, entre las que cuales líderes latinoamericanos como Fidel, Chávez, Mujica, Kirchner y Lula, y defensor@s de derechos humanos como Piedad Córdoba, quien hoy sostiene que no se debe fijar tiempos ni poner plazos a la paz.
Y tiene razón Piedad Córdoba, si consideramos a la oligarquía colombiana tradicionalmente asesina, a la cúpula militar entrenada y orientada por la Escuela de las América y la doctrina de seguridad nacional luego vestida de seguridad democrática, a la alianza entre paramilitares y narcos, y el apoyo que todos los anteriores reciben de la base social y electoral de Álvaro Uribe: el largo proceso de desmantelar la guerra civil y sus causas, es para hoy y para mañana, trabajo para las jóvenes generaciones de militares y guerrilleros, para la juventud que trabaja y estudia, que hereda una paz difícil y una reconstrucción compleja. Pero el paso principal está dado porque el fin de la guerra ya no es un sueño inalcanzable. La idea y la voluntad de una paz posible forma parte del nuevo imaginario colectivo y es, por lo tanto, una realidad política que nace con dinámica propia.
El fin del conflicto armado no sólo es vital para Colombia sino para toda América Latina, amenazada por la posibilidad de metástasis de ese tumor de la guerra interminable. En las cancillerías de la Patria grande se ven las conversaciones de paz de La Habana como una medicina necesaria para la salud de la Región y una vacuna contra el intervencionismo transnacional. Y no sólo en nuestro continente: la paz en Colombia es, y debe ser, una de las tareas del Milenio para la Humanidad.
Pero la paz tiene un obstáculo terrible en la persona y la política del ex presidente Álvaro Uribe, monstruo de maldad y empresario del odio, que tiene a Colombia sometida a un chantaje político que lo hace inmune a cualquier judicialización por sus crímenes innumerables. Araña insaciable en el centro de una red de complicidades y extorsiones, Uribe es el pensamiento de los muertos que oprime el cerebro de los vivos, espectro encapuchado que ahoga en su cuna a la paz recién nacida. Pocos hombres han sido tan retorcidamente siniestros en la historia de Colombia como este traidor universal que tiene a la palabra democracia encadenada en las mazmorras de su retórica, este jardinero de la crueldad que cultiva las flores venenosas carnívoras de la venganza en el terreno abonado de las fosas comunes. Pero Uribe se ha ganado a pulso el mérito de concentrar en su persona todas las dificultades para la paz en Colombia. Uribe es la flecha ponzoñosa en el costado de la Patria, la infección que no cesa. Es a él a quien se debe desarmar primero, porque no habrá paz sin justicia, y no habrá justicia mientras Álvaro Uribe Vélez siga libre y sus crímenes continúen impunes.