En este bicentenario quiero sumarme al homenaje a un hombre que surgió de las propias entrañas del pueblo y marchó iluminado con su luz, y que en momentos cruciales para la vida de Venezuela encarnó las más hondas esperanzas de sus irredentos campesinos y sus pobres, quienes lo convirtieron en guía, esperanza, jefe y general de su soberanía.
Bien sabido es que su nombre ha tratado de ser oscurecido por el atávico sentimiento revanchista oligárquico. Se ha buscado invisibilizarlo porque no transigió, porque cuando los felones de siempre comenzaron a defraudar los anhelos de los oprimidos, el general Zamora, hoy recobrado por la inmortalidad, no estaba en las filas de los conciliadores. Fue un combatiente de clase, firme e irreductible, y por eso sus banderas flamean ahora triunfalmente en las manos de los campesinos, los obreros y las capas medias progresistas de Venezuela.
La bala que le segó la vida salió de las propias filas del ejército del cual era conductor insuperable, pero del campo social opuesto, que allí también tenía cancha; y si bien no se realizó una pesquisa cabal y –sigo a Federico Brito Figueroa– solo se identificó al miserable homicida (quien logró huir dejando en su reemplazo a un fusilado de apellido igual), los venezolanos dignos del gentilicio han percibido desde entonces unos como ojos de Caín circundando los rostros de Juan Crisóstomo Falcón y Antonio Guzmán Blanco.
No podríamos afirmar que de haber sobrevivido al balazo de San Carlos el heroico caudillo hubiera podido llevar hasta sus últimas consecuencias la revolución. No es posible afirmarlo, porque, aunque no dudemos de la integridad –y no lo dudamos– del gran capitán popular, no se daban las condiciones sociales ni el desarrollo necesario, no había en las ciudades venezolanas los obreros, aliados imprescindibles para el triunfo de la causa campesina, no existía un desarrollo capitalista que permitiera lograr el verdadero tránsito que en esos momentos exigía la historia.
Por tales razones, la Guerra Federal, a pesar de que convulsionó hasta los cimientos la sociedad venezolana, no tuvo el alcance y no puede tener el cognomento de revolución verdadera. Fue un gran movimiento revolucionario, un sacudimiento de las masas, pero no culminó con objetivos revolucionarios conquistados. Produjo sí, como siempre que la presencia de las multitudes entra en el escenario de la historia, algunos cambios importantes: logró una medida de democracia social, un sentido relativo de igualdad social y étnica, un patrimonio que nos ha enorgullecido aunque sin arrancar la raíz de las discriminaciones. Pues no pudo destruir la estructura latifundista ni por lo tanto crear una nueva sociedad, una sociedad que hubiera hecho avanzar al país y librádolo de muchos de los azotes que posteriormente ha sufrido.
Zamora y sus campesinos lucharon, no por una reforma agraria concebida a la luz de las teorías contemporáneas, pero sí por lo que los campesinos sentían, por lo que es más esencial en toda reforma agraria: la posesión de la tierra. Y fue esa consigna, que ya había movido a las masas desde Boves, desde Páez, que había modelado la suerte de toda nuestra historia, la que hizo que en el corazón de los venezolanos se sembrara para siempre el nombre de Ezequiel Zamora. Porque esa consigna fue dignamente sostenida hasta el momento final, y hoy las banderas, la herencia, el legado del héroe están vivos y de las manos del pueblo no caerán.