Andrés Manuel López Obrador, AMLO, se ha declarado cristiano y juarista o admirador de Benito Juárez, siendo éste, creador de las Leyes de Reforma que no buscaban otro fin sino dinamitar los desmedidos privilegios que tenía la Iglesia Católica, en detrimento de las grandes mayorías nacionales. La laicidad del Estado mexicano, fue uno de los grandes compromisos y proyectos, impulsados por Benito Juárez a lo largo de toda su vida política. El 7 de julio de 1859, después de año y medio de una guerra promovida y auspiciada por la jerarquía eclesiástica, aliada a la oligarquía mexicana, obtuvo como respuesta del entonces presidente Benito Juárez un Manifiesto dirigido a la Nación con su programa de gobierno Constitucional que justificaba las leyes de la Reforma, que permitieron poner fin a la guerra civil auspiciada por la jerarquía eclesiástica. Estipulaban, las Leyes de la Reforma, entre otras medidas: la separación entre el Estado y la Iglesia; la extinción de las corporaciones religiosas; la nacionalización de los bienes del clero regular y secular. Se estableció por Ley, la supremacía del Estado respecto de la institución eclesiástica, en todo el territorio nacional. Dichas leyes, consolidaron el Estado Laico. Entre sus considerandos, se destacó que la guerra había sido promovida y sostenida por el alto clero para imponerse por sobre la autoridad civil, valga decir: un Estado paralelo. Pero, no solo guerras promovió la jerarquía eclesiástica mexicana -en unión con sectores oligárquicos- sino también, golpes de Estado como el de 1855, que depuso al gobierno de Ignacio Comonfort. En entrevista al periódico New York Herald, Juárez, explicó: «Cuando Iturbide proclamó el Plan de Iguala, consumándose así la independencia de España, se dejó que el gobierno cayera enteramente bajo el control de una clase. La Iglesia, empuñó el timón y proclamó que la religión del país debería ser la católica; su gobierno sería una monarquía, si se pudiera obtener un príncipe de Europa, y el ejército sería organizado para resguardar y garantizar los derechos de ambos […] la batalla comenzó […] La Iglesia aun gobernaba con mano férrea; el ejército, bajo el control de esa misma Iglesia era el azote del país y los extraordinarios privilegios del clero y del ejército, todavía absorbían las libertades del pueblo. La Constitución de 1857, inició la liberación de todas estas calamidades y las Leyes de Reforma, proclamadas en Veracruz, completaron la obra».
El México post independencia, se caracterizó por la agudización de la confrontación: Iglesia-Estado. Durante más de una década y media, el pontificado condenó la independencia de México. Tres papas, habían exhortado a los mexicanos y mexicanas a someterse a la dominación española. No fue sino hasta el 28 de diciembre de 1836, que la corona española reconocería –oficialmente- la independencia de México como «nación libre, soberana e independiente». El proceso independentista, encontró en la jerarquía eclesiástica una oposición política muy dura de vencer. Se apreciaron posturas contrarrevolucionarias como las del prelado de Oaxaca, Antonio Bergosa y Jordán, quien calificaba a los revolucionarios independentistas como «huestes del infierno». Otros como el arzobispo de México, Francisco Javier Lizana y Beaumont, promovieron la formación de tropas combatientes para enfrentar la causa independentista y donaron cuantiosas sumas de dinero a los realistas. No obstante, la justa causa de la independencia venció, en desmedro de las cúpulas eclesiásticas. Dicha causa, contó entre su dirigencia, con notables curas revolucionarios, como fueron los casos de Miguel Hidalgo, José María Morelos, Mariano Matamoros, José María Cos, José Manuel de Herrera. Y junto a ellos, se estima que más de 244 seculares y 157 frailes, participaron –activamente- a favor de la Revolución de Independencia.
El joven Simón Bolívar, con motivo del terremoto el 26 marzo de 1812, se topó con esa reacción que tuvo su expresión aquí en Venezuela, como fue el caso del Dominico Felipe Mota, quien gritaba todo lleno de odio por la causa independentista a quien acusaba de ser la causa del fenómeno natural, decía entonces: «Esta catástrofe es un castigo del cielo, porque los venezolanos se han rebelado contra su Rey […] Fernando VII es un bendecido de Dios […] Debemos pedir perdón por este pecado y clamar fidelidad a España […] ¡Abajo la República!». Palabras estas, que llenaron de tanta indignación al futuro Padre Libertador de la Nación venezolana, quien les respondió: «Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca». La actuación política de la jerarquía de la Iglesia Católica Romana, data de aquellos años. De hecho, la postura contrarrevolucionaria y contraria al interés nacional de la jerarquía eclesiástica fue señalada por Simón Bolívar, como una de las causas fundamentales de la caída de la Primera República. En su Manifiesto de Cartagena (1812), Simón Bolívar, caracterizó a cardenales, arzobispos, obispos, canónigos y clérigos opuestos a la causa de la independencia como «tránsfugas». Afirmó, sin ambigüedades, que: «la profesión de toda la jerarquía eclesiástica y los grandes de España, es el dolo y la intriga». Monseñor Manuel Vicente Maya, diputado por La Grita al Congreso de 1811, que para 1817 era Vicario del Arzobispado de Caracas, expresaba en su pastoral del último año, antes mencionado, frases de apoyo al Rey de España: «Amados hermanos míos, el Rey os ha abierto la senda de la paz: no declinéis a la diestra ni a la siniestra. Hombres extraviados, una obediencia sumisa, una fidelidad constante, borrará para siempre vuestros desvaríos...» (Gaceta de Caracas, 1ro. de octubre de 1817, No. 152). Tal era, la calaña del alto clero en su aborrecimiento a la causa independentista. De aquellos odios, vienen los actuales desvaríos golpistas, terroristas y anticristianos de la Conferencia Episcopal de Venezuela (C.E.V.).
Es el mismo odio, que llevó a Pío XII a aliarse a Adolf Hitler mediante el Reichskonkordat de 1933. La Iglesia Católica Romana, lo justificó en su furibundo anticomunismo, constituido en punto de enlace entre el nacionalsocialismo y las ideas de la Iglesia Católica Romana, léase: el Vaticano. Ese acuerdo, garantizó los derechos y privilegios de la Iglesia Católica en Alemania, a cambio de que ésta prestara lealtad a la máxima autoridad política del país, valga decir: ¡Heil Hitler!. Los clérigos alemanes, se abstuvieran de intervenir en política interna. En cualquier caso, el Acuerdo con Alemania no fue para nada distinto a otros suscritos con regímenes reaccionarios como la Polonia autoritaria (1925), la Italia fascista (1929) o con la España franquista (1953), todo justificado en el convencimiento de que el mayor peligro para Europa, en ese entonces, no radicaba en el nazismo sino en el bolchevismo (la U.R.S.S.). No obstante, la Iglesia Católica se equivocó: el Holocausto, no fue un plan contra los comunistas sino contra los judíos y por ello, la jerarquía eclesiástica alemana, terminó como colaboracionista del exterminio de las razas no arias. A tal punto, que cuando concluye el conflicto bélico con la victoria de la U.R.S.S., un centenar de obispos católicos fueron acusados de colaboracionismo con los nazis. Acciones que iban desde, por ejemplo: «el arzobispo de Colonia, Alemania, que es fascista, u otros que salen a bendecir en parte los custodios de los campos de concentración, que no eran alemanes, eran cristianos croatas y ucranianos, peores que los nazis […] El asunto es que el nazismo es una propuesta religiosa que no es cristiana» [León Papeleaux]. Y concluye: «Los americanos tienen nazis adentro. Y no apoyaron a Hitler gracias a los japoneses que les bombardearon Pearl Harbor. Si no, no sé qué hubieran hecho». Tal era, el nivel de simpatías que despertaban las ideas nazistas, que el joven y futuro presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, en sus relatos de viajes y cartas en los que relata sus andanzas por Alemania antes de la II Guerra Mundial, hoy en día «desclasificados», en su diario reflexiona sobre el legado de Hitler, afirmando con su puño y letra: «Se puede entender fácilmente cómo dentro de unos años Hitler surgirá del odio que le rodea ahora como una de las figuras más significativas que jamás haya vivido» […]«Estaba hecho de la pasta de la que están hechas las leyendas» (John F. Kennedy. Entre alemanes. Diarios de viaje y cartas: 1937-1945). Simpatías mutuas, que no dejaron de expresarse en la admiración que sintió Hitler por la composición racial de los EEUU. En «Mi Lucha», señala con orgullo: «El elemento germano de la América del Norte, que racialmente conservó su pureza, se ha convertido en el señor del Continente americano y mantendrá esa posición mientras no caiga en la ignominia de mezclar su sangre». Adolfo Hitler, se creía un ser excepcional, tanto como se lo cree la élite imperial estadounidense
Pío XII, apoyó al nazismo sin ruborizarse, análoga actitud como la asumida por la jerarquía eclesiástica venezolana (C.E.V.), en tiempos de la cuarta república. La Constitución de 1961, adoptó una postura tímida ante la religiosidad: «Todos tienen el derecho de profesar su fe religiosa y de ejercitar su culto, privada o públicamente, siempre que no sea contrario al orden público o a las buenas costumbres» (C.R.V., Artículo 65). Entre la formalidad Constitucional y la realidad de la religiosidad en la Venezuela de entonces, lo concreto era que el Punto Fijismo o gobiernos de AD y Copei, privilegiaron la relación con la Iglesia Católica Romana, sobre la cual descargaron los recursos del Estado como mecanismo de apoyo, recibiendo en contraprestación todas sus bendiciones y máximo apoyo. Eran los tiempos del silencio de la Iglesia Católica y el Vaticano ante los «desaparecidos» de Raúl Leoni, el «dispara y averigua después» de Rómulo Betancourt, los constantes asesinatos de estudiantes en tiempos de Rafael Caldera, ni qué decir del genocidio urbano del 27-28-29 de febrero de 1989, llamado por la mediática nacional como «el Caracazo». Eran tiempos de sistemática violación de los derechos humanos de la población venezolana, en que la alta jerarquía eclesiástica guardó silencio cómplice ante dicha realidad a cambio de millonarios cheques que recibía del Alto Gobierno, como lo reseñó un medio de la época: «Ejecutivo entregó 500 mil bolívares a la Diócesis de San Cristóbal. La secretaria privada de la presidencia, señora Blanca Ibáñez otorgó el cheque correspondiente al obispo monseñor Marco Tulio Ramírez Roa» (El Universal, 13-11-1985). Eran los tiempos del «festín de Baltazar», del derroche de los dineros públicos entre la jerarquía eclesiástica y la barragana del presidente Jaime Lusinchi, Blanca Ibáñez. La vida de esa jerarquía católica, transcurría plácidamente, toda llena de placeres, tal como lo describe, José Sant Ros, el 23 de abril de 2009, en un artículo titulado: «¡Dios mío, si se conociera la verdad!». Leámosle: «Quien inició a Baltazar en sus calaveradas fue, digo, monseñor Salas quien lo conoció en Calabozo estado Guárico, le vio y le midió sus temibles y densas agallas; el joven Baltazar llevaba allí una vida nada recatada. Calabozo es un pueblo infernal por lo caluroso, y el llamado "burro llanero" vuelve loco a los hombres. Allí hizo muchas locuras con esas fogosas muchachas campesinas, y a él se le conoce un hijo que hoy tiene 27 años y que regularmente va y le hace visitas en su palacio arzobispal de Mérida. A Baltazar, por su vida nada santa, lo tuvieron que sacar de Calabozo y lo mandaron para Salamanca, siempre muy bien protegido por don Miguel Antonio Salas. Allá en España, Baltazar desató todas sus pasiones, empinando el codo y viajando a lo grande. No se perdía una sola corrida de toros y se hizo muy experto en las fiestas bravas […] Cuando volvió a su bella Venezuela […] En Mérida, siendo obispo auxiliar de don Miguel Antonio Salas, Baltazar se dedicó a orgías y bacanales, en las que se le unían amiguetes del rectorado de la ULA y de la gobernación […] Estos curas sinvergüenzas se dan "la gran vida" precisamente porque son los que menos creen en Dios…»
Con la llegada de la Quinta República y con ella, Hugo Rafael Chávez Frías a la presidencia de la República, se creó un cisma con lo vivido hasta entonces en el mundo de la religiosidad. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, 1999, sentó bases firmes sobre laicidad: «El Estado garantizará la libertad de religión y de culto…» (Artículo 50). El Estado laico se imponía a partir de entonces, como una obligación que éste debía garantizar. Además, establecía como obligación: «Se garantiza, así mismo, la independencia y la autonomía de las iglesias y confesiones religiosas, sin más limitaciones que las derivadas de esta Constitución y de la ley…» (C.R.B.V., Artículo 50). Hugo Chávez, fue en vida un ferviente cristiano pero a su vez, un convencido Juarista como lo es AMLO, hoy en día. Proclamaba, Benito Juárez: «Los gobiernos civiles no deben tener religión, porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente este deber si fueran sectarios de alguna…» (1855).
La Constitución Bolivariana de 1999, ha tenido -en la jerarquía eclesiástica- un reducto opositor que, pasados ya 21 años de su vigencia, aún mantiene su postura de no reconocimiento de la misma. Quisieran, una Constitución que no hablara de «libertad de cultos», que especificara la obligación de establecer concordatos con el Vaticano, otorgar un trato privilegiado a la Iglesia Católica frente a las demás, incluir el supuesto derecho a la educación religiosa, en fin, que se restablecieran todos sus privilegios coloniales y, por supuesto, se les restablecieran -en exclusividad- abundantes recursos provenientes del erario público para vivir a todo lujo y con placeres de reyes, sin trabajar, como vagos que siempre vivieron a todo lo largo de la cuarta república. Por eso, han incrementado sus críticas a las acciones que cada día asume el gobierno Constitucional del Hno. Nicolás Maduro, en protección del pueblo venezolano y en contra de las mal llamadas «sanciones» imperialistas del gobierno de los EEUU y sus vasallos de la Unión Europea. Es por ello, que días atrás, el hoy «Cardenal» Baltazar Porras, hace una gira por ciudades de los EEUU para manifestarle –más bien, presionar- al presidente Joe Biden para que no se le ocurra considerar el levantamiento de dichas «sanciones», afirmando en entrevista para la agencia EFE: «en ningún caso, EE.UU., debería levantar sanciones al régimen sin contrapartidas». (Mayo 03, 2022). Porras, miente a los venezolanos y venezolanas de bien, al intentar ocultar su gira en un supuesto «milagro» del Benemérito de los Pobres, Dr. José Gregorio Hernández, realizado –supuestamente- en los EEUU. Motivaciones éstas de las que, ya los medios ni se encargan de informar en su complicidad con el demonio hecho Cardenal, por la gracia de Satanás, sobre su resultado. ¡La mentira es su divisa! Y, en esa entrevista, el prelado sinvergüenza responde -sin ruborizarse- al periodista de EFE: «Digamos que lo único que se busca [Nicolás Maduro] es el levantamiento de las sanciones, pero no pasa nada con todo lo que tiene que ver con las libertades y todo lo que tiene que ver con la independencia de los poderes, principalmente el Poder Judicial y el Poder Electoral». Dice, José Saramago, en su Ensayo sobre la Lucidez: «La cabeza de los seres humanos no siempre está completamente de acuerdo con el mundo en que viven, hay personas que tienen dificultad en ajustarse a la realidad de los hechos, en el fondo no pasan de espíritus débiles y confusos que usan las palabras, a veces hábilmente, para justificar su cobardía».
Postscriptum: Sobre las condenas y excomulgaciones del alto clero, el Padre Libertador, Simón Bolívar, dirá a Perú De Lacroix, lo siguiente: «Yo no puedo recordar sin sonreírme cómo me excomulgaron a mí, junto con todo mi ejército. Los prelados Pey y Duquesne, que dirigían la arquidiócesis de Bogotá el 3 de diciembre de 1814, afirmaban que yo iba a despojar a la iglesia, a perseguir a los sacerdotes, a destruir la religión, a violar a las vírgenes, a mutilar a los hombres y a los niños. Todo esto fue públicamente refutado con otro edicto, en el cual se me presentaba ya no como hereje y sin Dios, como en el primer edicto, sino como bueno y católico ortodoxo! ¡Qué estúpida farsa y qué lección para el pueblo! Nueve o diez días separaban estos dos edictos. El primero fue publicado porque yo entraba a Bogotá por orden del Congreso, y el segundo porque yo entré victorioso a la capital. Nuestros sacerdotes conservan todavía sus anteriores ideas, pero el resultado de sus excomuniones es absolutamente nulo. Al prolongar la lluvia de rayos y truenos contra sus contrarios, ellos solamente logran colocarse en una situación más estúpida, manifiestan su impotencia, y agrandan cada día el desprecio que merecen»…