Globalización

Desde el inicio de los tiempos algunos grupos sociales tratan de imponerse a otros para apoderarse de su territorio, patrimonio y fuerza de trabajo aplicando una dialéctica contradictoria: todo lo codiciable para los vencedores; servidumbre para los vencidos.

Esta asimetría rige todas las expansiones históricas conocidas: las de los despotismos hidráulicos de la antigüedad, la de la ateniense Confederación de Delos, la del Imperio Macedónico de Alejandro, la del vasto conjunto de pueblos del Imperio de China, la de los Imperios romano, español y británico, la de la globalización contemporánea.

Cada expansión adoptó asimismo un credo falsamente unificador que proclamara de manera simultánea universalidad y desigualdad. Aplicó China para tal fin el confucianismo, la escritura ideográfica y la meritocracia de los mandarines; Grecia el universalismo estoico de la razón, Roma la ecumenicidad del estoicismo transfigurada en cristianismo, el mahometismo la ecumenicidad del Islam (la Sumisión).

Todo intento de sojuzgar el mundo bajo una autoridad única presupone la obligación de pensarlo con una sola doctrina. “Por un concurso extraordinario de circunstancias, Dios ha puesto a vuestra majestad en el camino de una monarquía universal”, susurró en 1530 el consejero Mercurino de Gattinara al recién coronado Emperador Carlos V, de 19 años de edad. Había empezado la sistemática invasión europea de América, del África y del Asia, bajo la excusa del credo ecuménico de la cristiandad y la práctica del pillaje.

Aunque emprendidas bajo invocación de fuerzas sobrenaturales, la culminación de estas empresas se debió a técnicas de estudio y manejo de la naturaleza como la metalurgia, la astronomía, la navegación, el cálculo contable. Maquiavelo y luego los economistas liberales predicaron la unificación de los cuerpos políticos y del mundo bajo el principio de que la persecución del interés personal se traduciría por sí misma en  bienestar de todos.

A cada oleada de dominación colonial correspondió una doctrina globalizante. Las hecatombes imperiales modernas se realizaron bajo invocación del Evangelio, las contemporáneas, en nombre de la ciencia. En su Discurso sobre el Espiritu Positivo (1844) Augusto Comte  afirmó que las sociedades progresaban del salvajismo a la barbarie y de ésta  a la civilización. La prédica implícita era que los civilizados rescatarían salvajes y bárbaros de su deplorable estado exigiéndoles a cambio apenas su libertad y sus bienes.

Con tal pretexto, en casi todo el planeta el capitalismo fue desposeyendo progresivamente a sangre y fuego a los trabajadores de sus medios de producción, reduciéndolos a la miseria del salariado. Luego  devino  imperialismo, al cual Lenin definió como “la fase monopolista del capitalismo”. Ya a finales del siglo XIX, la ineluctable  concentración del capital sustituyó la competencia por los  monopolios; fusionó  el capital bancario con el industrial en manos de una oligarquía financiera, y condujo a la exportación de capitales y al crecimiento de consorcios internacionales que  para repartirse el mundo promovieron conflictos planetarios.

Así, en 1938, el Imperio Británico dominaba la quinta parte de la superficie terráquea.  Para 1945 unos 750 millones de personas, la tercera parte de la población mundial, vivía en regiones bajo dominación colonial. En 1955, en la Conferencia de Bandung, 120 países emancipados del yugo colonial o en lucha por independizarse de él crearon el Movimiento de los Países No Alineados, que albergaba el 55% de la población mundial y casi dos tercios de los integrantes de la ONU.

Las pugnas entre los imperialismos globales desataron devastadoras guerras mundiales, que a su vez abrieron resquicios para las fuerzas renovadoras.

Como antítesis a la globalización imperialista y monopolista, anarquistas, socialistas y comunistas habían postulado una revolución que al extenderse por el mundo daría comienzo a la verdadera historia de la humanidad. “Proletarios de todos los países, uníos”, concluye el Manifiesto Comunista en 1848, apenas cuatro años después del Discurso sobre el Espíritu Positivo. No es un llamado a una divinidad, una raza ni un país, sino a una clase social mayoritaria a la cual debía pertenecer el mundo.

En 1948, un siglo y dos Guerras Mundiales después del Manifiesto, gobiernos comunistas, socialistas o aliados de ellos dominaban el país más extenso del planeta, la Unión Soviética; el más poblado, la República Popular China; la mitad de Europa, y numerosos estados asiáticos, como Corea del Norte y Vietnam del Norte, Laos y Camboya.

La globalización comunista pareció señalar la dirección del progreso humano hasta que en 1991 las dirigencias de la Unión Soviética se hicieron capitalistas y la disolvieron en contra de la voluntad de su población, dejando  libre la escena para un mundo entregado a las fuerzas  de la creciente desigualdad, los monopolios que acaparan el mercado.

La meta de esas fuerzas había sido ya señalada desde 1948, cuando  el equipo estadounidense de Planificación de Políticas de George F. Kennan afirmó que: “Tenemos cerca del 50% de la riqueza del mundo pero sólo 6,3% de su población… Nuestro objetivo real para el período venidero es diseñar un esquema de relaciones que nos permita mantener esta disparidad”( Steger, ManfredJames, Paul (2019). Globalization Matters: Engaging the Global in Unsettled Times. Cambridge: Cambridge University Press, p.22).

Desde entonces, en el mundo dominado por la Alianza Atlántica de Estados Unidos y la Unión Europea, por la OTAN, el G-7 y el G-20, se aplicaron como dogmas feroces las políticas “globales” que finalmente cristalizarían en el llamado “Consenso de Washington”: reducción de talla del Estado, privatización masiva de  bienes públicos, restricción o eliminación de  políticas sociales de salud, educación y bienestar; reducción o eliminación de impuestos al gran capital y paralelo incremento de impuestos al consumo sobre los trabajadores; inmunidad tributaria mediante Paraísos Fiscales y Fundaciones sin Fines de Lucro; erradicación del proteccionismo a la producción nacional y la naturaleza; traslado de industrias hacia países del Tercer Mundo con mano de obra pauperizada y sin derechos laborales, y sobredimensionamiento  de la economía financiera especulativa sobre la productiva.

Tales políticas terminaron destronando y arruinando incluso a la que fuera Primera Potencia del mundo y a sus aliados europeos. Su Presidente Trump aplica ahora frenéticamente aranceles proteccionistas, llamamientos a los capitales transnacionalizados para la inversión nacional, políticas de intensificación de la producción petrolera y exclusión de mano de obra extranjera, presiones para la compra por capitales nacionales  de medios como TIK TOK, desmantelamiento de organismos intervencionistas como la USAID o La Voz de América.

Todas las potencias del mundo se han desarrollado gracias al proteccionismo. El Globalismo capitalista queda, como siempre, para los perdedores.

A pesar de esta sucesión de doctrinas ecuménicas y globalizadoras que pretendían desvanecer las diferencias culturales entre los pueblos, es lo cierto que en el presente subsisten las naciones: que muchos Estados como Francia, España, Italia o Alemania, la Unión Soviética y los mismos Estados Unidos no pudieron borrar las especificidades y diversidades culturales de sus poblaciones, y que tales sentimientos han sido la base de la resistencia contra los imperios, como ocurrió en Corea, Vietnam, Cuba, Argelia, Afganistán, Nicaragua, Sudáfrica e innumerables otros países de África, Asia y América.

El género humano es una sola especie, pero su unificación global sólo podrá operar sobre la base de la igualdad y el respeto mutuo, y nunca bajo el signo de la opresión, el exterminio   y el pillaje.



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Luis Britto García

Escritor, historiador, ensayista y dramaturgo. http://luisbrittogarcia.blogspot.com

 brittoluis@gmail.com

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