Con el obligado respeto a su cargo, lo único que tiene de inocente el Presidente Álvaro Uribe es su cara de yo no fui, su magnífica expresión de niño bueno y bien mandado. Digna de un Oscar, aún suponiendo que sólo fuera cierto el uno por ciento de las acusaciones que contra él y su familia hizo la DEA, o el uno por mil de las acusaciones sobre su supuesta complicidad con los paramilitares.
Ese semblante de apariencia inofensiva se derritió como una máscara al calor de la furia que le causó al Presidente la reciente decisión del Congreso de los Estados Unidos y de los sindicalistas gringos de la AFL-CIO, de negarse a aprobar el Tratado de Libre Comercio TLC con Colombia, fuerte competidora por el record mundial de violaciones de derechos humanos, que hoy ostenta Washington.
Atribuyendo la posición de los sindicalistas de la AFL-CIO a la influencia de sus colegas colombianos, Uribe lanzó contra estos una inexorable condena de muerte, al señalarlos públicamente (y mintiendo) como partidarios de las FARC. "O se hace sindicalismo o se hace guerrilla, pero esa mezcla maldita le hace mucho daño a Colombia", aseguró Uribe.
“Les colocó una lápida en la espalda...”
Con esta frase literalmente lapidaria describieron los dirigentes sindicales de la Confederación Unitaria de Trabajadores (CUT) el señalamiento de Uribe contra los líderes gremiales. Uno de ellos, Jorge Vélez, dirigente de Sintraemcali, fue más explícito: “El señor Presidente de la República, automáticamente nos ha mandado a asesinar”.
Para el venezolano o venezolana a quienes le resulte difícil comprender la gravedad de tal acusación, valga el ejemplo del entrevistador de TV Roberto Giusti (a su lado cualquier entrevistado parece un genio) que repitió chismes escuchados en Apure, y señaló como “colector de vacunas del ELN” a un compatriota que a los pocos días fue asesinado con su hijita en brazos. En el lugar del crimen quedó una sandalia de la niña, empapada en la sangre del padre que vio morir.
La revancha de Gaitán
Entre las recientes “revelaciones” de la CIA de algunas operaciones criminales encubiertas, no aparece (ni aparecerá por mucho tiempo) los documentos sobre la participación de la Agencia (y el FBI) en el asesinato, en 1948, del gran líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán. Washington se niega a desclasificarlos para ocultar su sabida culpabilidad por 50 años de guerra civil y un millón de muertos.
Demasiado tarde para pudores democráticos: la “presentación en sociedad” del bloque parlamentario paramilitar (más de 30 implicados) y la revelación de las conexiones paramilitares de ministros de Uribe que debieron renunciar, define la política militar de los Estados Unidos en Colombia: reemplazar el ejército tradicional por un nuevo paramilitarismo conectado a los sectores fachos de las fuerzas armadas, al Comando Sur y a las empresas contratistas militares gringas, cuya última hazaña fue el “rescate a sangre y fuego” que causó la muerte de 11 diputados regionales y logró el objetivo de coretar las conversaciones de paz.
Pero gran parte de la burguesía colombiana (la parte más laboriosa que no vive del “Plan Colombia”) no quiere que Uribe convierta su país en un Irak. Y así como los astrónomos adivinan la existencia de planetas que no han visto, algunos observadores hablan de contactos políticos secretísimos entre las FARC y oficiales jóvenes que ya no quieren matar y morir por el objetivo inalcanzable de aniquilar a la guerrilla.
¿Morir matando?
Álvaro Uribe, al igual que Bush, es hoy un cadáver político insepulto. No se destacó ni en el fracaso y es el último de una época. Con su salida del poder se abre una posibilidad para la paz en la Hermana República. Pero Uribe sabe que está perdido y sólo le queda morir matando y hacerle un último favor a Bush: provocar un conflicto con Venezuela. Grave error.
Si no puede hacer la paz debería limitarse a mandar a matar sindicalistas, en la mejor tradición familiar oligarca, o seguir intentando eliminar a Ingrid Betancourt. Porque inventar un conflicto con Venezuela podría significar para su clase, un fin horroroso después de medio siglo de horror sin fin.
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