El título es a propósito. No se trata aquí de negar la labor ingente que se hace en pro de nuestra autonomía alimentaria. Pero sí se trata de la Revolución que hay que dar en pro de nuestras vidas, de la vida humana del planeta. Puedo parecer extremista. Siempre lo parecen los que andan rompiendo mitos en lo referente a la alimentación, en donde la maleza es avasalladora, tanto en lo que hay que chaguar, cuanto en el dogma que se cree poseer como verdadero para poder avanzar, cuando al contrario, nos estamos adentrando más en la maleza de la muerte.
En realidad, sin que me quede nada por dentro, el extreme alimentario es el que tiene secuestrado al mundo. Más allá del filo de la vida, estamos montados en el tren de la muerte, y no desde hace poco. La mala alimentación abarca desde primera a quinta columna tanto de quien nos quiere eliminar como fuerza vanguardista –el imperio-, como por los pretendidos objetivos a eliminar: nosotros. Abarca desde la primera a la última de las edades del ser humano.
La fuerza de la mala alimentación es tan opresiva, que todos los remedios encauzados, marchan alrededor de los males, jamás alejándose de ellos. Aún la fuerza revolucionaria que estimule a una mejor calidad de vida que pueda encaminar a un HOMBRE NUEVO en cuanto a su ser físico, empalme de un lazo con el entorno humano-natural, está en un punto ridículo (no lo digo en sentido de burla, sino en el sentido de la aceptación social). No es que vayamos a seguir gurúes, mandalas, sectas o doctrinas snobistas o no, que adoptan a la alimentación como punto clave para su distinción del resto social humano no practicante. Las experiencias sobre la horrenda alimentación que lleva el mundo, también se encuentran en un punto de presión explosiva, y no lo digo por la indigencia mundial que ya es bastante su cronicidad en aumento. Sino por la incurabilidad a que ha estado ensayando dentro del laboratorio planetario el ser humano.
La incurabilidad se ha ampliado desde hace un siglo acá, acorde a los datos que no aportan mejoría, sino más bien aumento de nuevas enfermedades, nuevos virus más resistentes y más proclives a endemias fatales. En fin, más gozo en los centros asistenciales que nunca dejarán de tener vacías sus salas de espera, otorgándole a la medicina, un ascendiente sobre los esperanzados pacientes, como a un complejo mundo que tiene sus esperanzas puestas en los diagnósticos y remedios de los galenos.
La enseñanza de nuevas fórmulas de alimentación, además de estar en pañales, no está a la mano de ninguna fuerza popular, apenas si es precursora a la hora de estas líneas. Todo lo contrario, son extremadamente costosas, por lo que sólo una élite tiene su acceso, y su proyección a la sociedad es casi persona a persona. Sólo enfocaré como ejemplo dos sustentos, aparentemente vitales en nuestra sociedad, y no lo son. Son un mito de la muerte.
EL AZÚCAR: Jamás ha sido importante el azúcar como tal en la vida humana. Mejor ni hablemos de su diseminación mortal apabullante en este mundo consumista, al punto que es difícil escoger, qué está más difícil, si acabar con el hambre o seguir mal alimentandonos aunque acabemos con aquel, porque las muertes por el azúcar son peores y más numerosas que las del hambre. A los estudiantes de medicina se les enseña tomar conciencia de esto, al enseñarles que el cuerpo humano produce el 80% del azúcar que necesita. Yo diría que somos un exceso de azúcar tal que lo brotamos desde el mal humor caprichoso que ella detenta, hasta el egoísmo que emanan nuestros gustos particulares. La estructura social que cohabitamos imperios y sometidos, luchadores y flojos está “educada” por este rey. La dependencia de profesiones, comercio, la vida misma está cortada por la deforme creencia que su utilización pueda ser importante.
La propia naturaleza marca sus sabores particulares para los que debemos asimilarnos, sabores como el del jenjibre, son tan importantes que hay quienes aseguran que la larga vida tiene sabor amargo y picante. No estoy propagandeando a los chiles, ajíes y cataras. pero qué extraño que en los países que más consumen picante, son los que poseen el índice más bajo de cáncer en el mundo… aunque podrán ser los primeros en hemorroides (Thailandia, México, Perú, por nombrar a sólo tres de éllos). Creo que es más fácil que los venezolanos entren por el ojo de la Casa Blanca, a que levantemos las banderas y –por ahora- salgamos victoriosos sobre este real VICIO.
El otro producto es la leche: Ya está causando cierta crisis, buen momento para educar, aunque sea de precursores, la total carencia de sentido que tiene el tomar leche de vaca. Somos los únicos animales que nos alimentamos de leche de otro animal. Sé que primero salgo abucheado, antes de creer que esto se haga costumbre, pero es hora que nos fijemos en el ajonjolí y la soya como alimentos básicos desde los neonatos en adelante. La leche es otra de las causales de muerte más déspotas que hay en occidente, y mientras no se hagan estudios comparativos sin condescendencia, nunca veremos su vereda inicua, y, también, paradójicamente es otro de los productos que es casi religioso el respeto por ella. Cuánta gente vive hoy de sus derivados, ni qué decir de los consumidores. Son comunes los cánceres de mamas, cólon, próstata, bilis, riñones que son extirpados con solo eliminar la leche de la vida diaria. Quizás el yogurt quede exento.
Sólo quería dar estas reflexiones, las que creo, dado este día tan importante de la alimentación (16 de octubre), por lo que veo muy pertinente el inicio de una cultura nueva que encamine a mis paisanos, que ahora aboga(mos) por nuevos días de nuevos panoramas, de mayor cercanía entre nosotros en deberes y derechos, con nuestro entorno, donde la alimentación jugaría un puesto clave estratégico.
Me despido con este postre de link, de algo que apenas es la punta del témpano. Se trata de la Coca-cola (cuándo no), pero sé que no conocen este aberrante ejemplo, comprobado por muchachos liceístas que armaron en power point la demoostración. Si empezamos alimentarnos bien, las armas de Gandhi brotarán nuevamente, y el acorralamiento al viejo hombre se hace inevitable. Nunca olvidemos al boicot como arma descolonizadora imprescindible, pero primero hay que concientizar(nos) en dónde estamos (mal)parados.
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