De 1945 a mediados de los sesenta, los partidos comunistas, los partidos socialdemócratas y los movimientos de liberación nacional, crecieron y llegaron al poder en una amplia gama de estados del mundo. La Vieja Izquierda parecía dominar la escena, pero se topó con dos acontecimientos inesperados: a) la revuelta popular, subalterna y mundial de 1968, y b) la contrarrevolución neo-conservadora-neoliberal, activada con intensidad luego de esta década fulgurante. El enemigo de la revuelta fue fundamentalmente el imperialismo norteamericano, pero también se expresaba un sacudón de las bases político-culturales de la Vieja Izquierda. En este sentido, los acontecimientos del 68 constituyeron eslabones de una revuelta contra un modelo civilizatorio compartido, fundamentado en las “sociedades burocrático-industriales de consumo dirigido”, sean capitalistas liberales o del colectivismo oligárquico.
Para los estudiantes, trabajadores, campesinos e intelectuales implicados en los movimientos del 68, la Vieja Izquierda habían llegado al poder de algunos Estados, pero no habían cumplido las promesas de transformar el mundo en una dirección más igualitaria, más democrática y sobre todo, rompiendo con las diversas formas de alienación del mundo moderno. La URSS estalinista y post-estalinista dejaba sabores amargos en la izquierda radical, no digeridos tempranamente por Trotsky. Algunos optaron por mirar hacia la China, Argelia, Vietnam, Yugoslavia o Cuba. Otros excavaron las verdades de las renovaciones socialistas en Hungría, Checoslovaquia y Polonia. El muro de hierro tenía un claro emblema: el estalinismo-burocrático. El muro de Berlín cayó en 1989, pero su poder ideológico había dejado de existir desde mucho antes. Por otra parte, la segunda guerra mundial había reconfigurado a la socialdemocracia europea como una izquierda liberal, distanciada definitivamente de Marx y de la idea de revolución anticapitalista, como quedaba claro en el SPD Alemán. Socialdemócrata paso a ser un simple aggiornamiento de la gobernabilidad capitalista, sellando el futuro de su viabilidad a la vigencia del Welfare State. Socialdemócrata, a diferencia de la primera década del siglo XX, dejo de significar alternativa histórica alguna frente al capitalismo.
Luego del 68, las agendas de izquierda se transformaron de modo sustantivo: movimientos contraculturales, ecologistas, de género, de nuevos trabajadores, estudiantiles e identitarios, modificaron los formatos de las clases compactadas y las mediaciones partidistas, típicas de las organizaciones burocráticas modernas. La “revolución del 68”, como la denomina Wallerstein, minó la capacidad del Norte de vigilar e intervenir en el Sur; produjo cambios en las relaciones de poder entre los grupos de edad, de género y las minorías étnicas, y supuso la insubordinación permanente de los trabajadores asalariados y de una sociedad naciente post-liberal. Todos estos grupos se mostraron menos dispuestos a aceptar pasivamente la dominación y a recibir órdenes, a pesar de las medidas de bienestar en el Norte. Surgió la lucha, no por la hegemonía ideológica, el poder del Estado, o el desplazamiento de los monopolios nacionales (tesis de la Vieja izquierda), sino por la contra-hegemonía, el poder autogestionario, la des-alienación de la vida cotidiana y contra el poder corporativo mundializado. De la lucha contra el imperialismo norteamericano, exclusivamente, se pasó a la lucha contra el diseño trilateral del capitalismo mundial integrado, lo que actualmente conocemos como el Imperio Global.
La izquierda comprendió que había que abandonar el imaginario de 1789, y repensar la significación conjunta de 1848 y 1917 para las clases subalternas. La “República de los Consejos” reapareció en escena, mas allá de la forma-Estado heredada. Se reconoció entonces que la revolución era mundial o no era tal; que las revoluciones nacionales o socialistas “en un solo país”, consolidaban el “regalo envenenado” de las estructuras estatales, con sus tecno-burocracias, y lo que Marx denominaba la maquina despótica de funcionarios. De allí, la grandeza de la revuelta mundial del 68 y de su herencia, 40 años después. Puso en desnudo a los poderes burocráticos, tanto del capitalismo liberal, del capitalismo de estado y la famosa “degeneración burocrática del Estado obrero-campesino”. La legitimación del poder se hizo mascarada del poder. El odio al 68, como lo han denominado Krivine y Bensaid, tiene sus portavoces, los defensores de los poderes como estados de dominación, de la jefatura jerarquizada, concentrada y centralizada. De allí, la “santa alianza” contra los espacios de autonomía, libertad, alteridad, justicia y liberación.
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