¿Olor a azufre en nuestra cancillería?

Observando siempre el descollante desempeño de Chávez en el escenario internacional, que ha logrado en algo (o quizás en mucho) contrarrestar el poder de padre autoritario que ha pretendido siempre ejercer el imperio sobre el resto de la comunidad internacional, y hoy, como superpotencia exclusiva, aún más odioso por el hegemonismo, y leyendo amén una entrevista del enérgico y apto canciller Maduro (a quien por cierto en adición a la escuálida, alguna grey dizque chavista objetara por no tener más credenciales para el cargo que la de haber sido dirigente sindical), me ha inspirado para reflexionar sobre nuestro servicio exterior, el cual, dentro de su plantilla, quizá pudieran estar algunos oliendo a azufre académico… Y no creamos tampoco que el nuestro sería el único. Ha sido un mal general de la diplomacia como actividad, pero que, en un tiempo revolucionario como el nuestro, se hace como más palmario, y eso lo veo sano para avanzar en su progresivo mejoramiento, porque no es fácil formar de repente a un diplomático nervudo, a uno que entienda y que, por ello mismo, vibre con los nuevos tiempos nacionales y mundiales. Y es por lo que no haya sido en vano, que fuera el mismísimo canciller Maduro quien me alborotara con dicha entrevista de Aporrea, hablando de una forma tan patente.

Parto diciendo que la actividad diplomática en nada debiera ser consustancial a la frivolidad, pero lo es, y demasiado. De allí que un diplomático o diplomática, de inmediato, asuma una actitud relamida y de seudo intelectualidad, se ponga enigmático y misterioso, se vista de lino o de gabardina, se ponga un anillo en el meñique derecho, se calce unos lentes oscuros extravagantes, y se llene de adornos. Ah, y comience a ver por encima del hombro a los demás, y a usar sarcasmos en su lenguaje cotidiano quizás provenientes de la intelectualidad más gomecista: “Perdón, la prisa es plebeya”, pudiera ser uno de ellos fraseado siempre con aires de obispo.

Pero ese mismo diplomático o diplomática que saliera de una universidad, a lo mejor ni siquiera se sabe expresar con buena sintaxis y, mucho menos, con capacidad de persuasión, porque además de esa grave falla de formación, termina no sabiendo observar la realidad y aprehenderla para poder transcribirla en informes eficientes que puedan orientar el criterio del Despacho, unido para colmo al temor de decir tal o cual cosa, no fuera a meterse en un “gas” y poner en serio peligro los dolarcillos… Eso, jamás, pudiera ser un diplomático por más títulos académicos que ostente, ni por más buenos modales que exhiba, ni por más gourmet que resulte, ni por más frases despectivas o irónicas que profiera en privado, ni por más idiomas que hable para decir siempre las mismas vaciedades.

Para resumir, diría que un diplomático debe estar lo más cerca posible de un verdadero intelectual, aunque el término me repugne. Y eso necesita por supuesto más formación que la simple expresión curricular que suele dar la universidad. Si no es así, se correría el mismo riesgo, no obstante, a que los futuros funcionarios provinieran incluso de la ingeniosa cantera popular: el virus de la frivolización es demasiado contagioso, y habría que crear una vacuna urgente contra él.

Un verdadero diplomático debiera evaluarse por el nivel de enjundia y utilidad que muestren sus análisis en los informes que rinda dentro del área de sus atribuciones. Y, para eso, debe reforzar al máximo que pueda su cultura general, y su sentido crítico (no el criticón...), lo que pudiera evaluarse previamente a que se le diera el visto bueno para su arranque profesional.

Porque la actividad diplomática también debe ir en dos vías: la que indica el funcionario que actúa en el exterior, y la que indica el funcionario que actúa dentro del servicio interno. Esas dos apreciaciones deben encontrarse, y fusionarse, en el punto que más convenga a los intereses del país. Pero cuando uno de ellos es abúlico, o resultan abúlicos ambos, hay entonces conspiración expresa (o tácita) contra la imagen del país. Eso veíase muy a menudo en la vieja cancillería, o bien porque (y como formula además remunerada en dólares para quitárselos de encima), los cargos los ejercieran en el exterior muy descarriados familiares o amigos de los políticos más “tragaharina” de la coalición, o, también, por dedicarse con harta devoción –si no estaba en la categoría anterior- a la parte ya frívola del cargo diplomático que, para muchos pobres de espíritu, representa como una especie de sueño cenicientano: vivir como una celebridad rodeado de lujos y comodidades inmerecidas y, tal vez ejercidas, con las habilidosas artimañas que iban, desde un colchonzazo bien lidiado, hasta una cabronada de bandera..

De otra parte, un buen diplomático debe tener honestidad intelectual, no obstante el nivel de simpatía que le produzca la posición que asuma el país ante un tema internacional determinado. El buen diplomático le debe fidelidad a su país. Si no, resulta que hasta puede resultar en la práctica un infiltrado cuando no un espía, como hemos podido observarlo en cierta categoría de diplomáticos antichavistas y pro imperialistas en ejercicio hasta no hace mucho con una absoluta falta de ética, aparte de los agazapados que, seguro, aún bullen incluso con “boina roja” dentro de la plantilla general.

Por otra parte, muchos de esos diplomáticos así descritos piensan que el proceso revolucionario es transitorio, y que, por ende, la diplomacia chavista también lo sería, y no quisieran quedar entonces “rayados” defendiéndola mucho ante eventuales carmonazos alimentados desde el norte. Eso se llama, en el más heterodoxo lenguaje diplomático, culillo, pero también falta de definición, falta de compromiso. Esos, en vez de diplomáticos o diplomáticas, son más bien mercenarios o mercenarias academizados.



¡Universidad, tú también tienes la culpa!


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Raúl Betancourt López


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