¿Qué celebraban? ¿A qué cuento venían tantos gritos y desgarradores vítores?
Se ha ganado un gran trofeo que brillará eternamente en los cielos sin nombre todavía de la parodia especular de lo humano.
Mi vecino primero se unió a Brasil y llevó su camiseta durante dos días y dos noches. Luego se la cambió a la de Alemania para poder compartir algo de felicidad con los amigos de la cuadra; más tarde se embutió en la de Holanda y anoche lo vi con el de la furia española aturdido de alegría.
A fin de cuentas ebrios todos de soledad, en una magnética gloria por lo que no se tiene ni se tendrá, de desencanto por lo esencial.
A falta de ser uno mismo, dar gritos destemplados por una selección que nada tiene que ver con lo nuestro, seguramente es algo que calma el tráfago de odios ocultos y trapaceros.
Esa será seguramente la única vida valedera; claro, todo se ha ganado de gratis, sin un solo esfuerzo.
Y hay que alzar la copa para bendecir ese triunfo que a fin de cuentas nos hará, sin saberlo, más sabios y más humanos.
En la calle se congestionaron las avenidas. Banderas de colores extraños flameaban desde los autos. Se corría a alta velocidad, los altavoces en los carros tronaban a millón: “Todos somos España”.
Y vi en el desbarajuste que se producía en la esquina de Mc Donald’s a un niño llorando porque no encontraba a sus padres. Iba con la camiseta de la furia vencedora.
Me di cuenta de que el niño lloraba de felicidad.
Como otra feria del sol o del ron. El saltimbanqui que llevamos dentro. Que nos pide que nunca nos falte un carnaval.
A mí me hace falta otra clase de mundial, pensaba. Un mundial de parihuelos, por ejemplo.
Entre tantas muchedumbres felices, me habría gustado también gritar de alegría, e indagué en lo hondo de mí para hacerlo y lo que encontré fue un pozo de musarañas constipadas…
Si no fuera por estos mundanales mundiales, qué otra cosa podría hacer la gente, pensaba, y en eso me encontré con el loco Hilario, de los más ingeniosos del sector. Anduvimos un largo trecho, junto y silencioso, y antes de despedirnos, Hilario me dijo: “En el mundo lo que hay es gente, gente, mucha gente. Menos mal”.
Volví a casa y el televisor lo que mostraba era eso: gente.
Lo apagué y vi a Bolívar musitando: “por eso les dije que había arado en el mar”.
¿Y QUIÉN, SEÑORES, NO HA ARADO EN EL MAR?
Me dormí.
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