Entrevistando imaginariamente a Marx sobre lo tratado en:

El capítulo XXII de “El Capital” (II)

¿Cómo se emplea el plusvalor?
Anteriormente consideramos el plusvalor, o en su caso el plusproducto, sólo como fondo individual de consumo del capitalista y luego, hasta aquí, únicamente como fondo de acumulación. Pero no es ni una cosa ni la otra, sino ambas a la vez. El capitalista consume como rédito una parte del plusvalor, y emplea o acumula otra parte como capital.

Una vez dada la masa del plusvalor, la magnitud de la acumulación depende, como es obvio, de cómo se divida el plusvalor entre el fondo de acumulación y el de consumo, entre el capital y el rédito. Cuanto mayor sea una parte, tanto menor será la otra. La masa del plusvalor o del plusproducto, y por tanto esa masa de la riqueza disponible de un país a la que es posible transformar en capital, es siempre mayor, pues, que la parte del plusvalor transformada efectivamente en capital. Cuanto más desarrollada esté la producción capitalista en un país, cuanto más rápida y masiva sea la acumulación, cuanto más rico sea dicho país y más colosal, por consiguiente, el lujo y el derroche, tanto mayor será esa diferencia. Prescindiendo del incremento anual de la riqueza, la riqueza que se encuentra en el fondo de consumo del capitalista y que sólo es susceptible de destrucción gradual, posee en parte formas naturales bajo las cuales podría funcionar directamente como capital. Entre los elementos existentes de la riqueza que podrían funcionar en el proceso de producción, se cuentan todas aquellas fuerzas de trabajo que no son consumidas o que lo son en prestaciones de servicio puramente formales y a menudo infames. La proporción en que se divide el plusvalor entre capital y rédito varía incesantemente y está sujeta a circunstancias que no hemos de examinar aquí. El capital empleado en un país, pues, no es una magnitud fija, sino fluctuante, una fracción siempre variable y elástica de la riqueza existente que puede funcionar como capital.

Puesto que la apropiación constante del plusvalor o plusproducto producido por el obrero aparece, a los ojos del capitalista, cual fructificación periódica de su capital o, dicho de otra manera, puesto que el producto del trabajo ajeno que él adquiere sin cambiarlo por equivalente de ningún tipo se le presenta como incremento periódico de su patrimonio privado, resulta también natural que la división de este plusvalor o plusprodcto en capital suplementario y fondo de consumo esté mediada por un acto voluntario ejecutado por el capitalista.

Sólo en cuanto capital personificado el capitalista tiene un valor histórico y ese derecho histórico a la existencia que, como dice el ingenioso Lichnowski, ninguna fecha no tiene. Sólo en tal caso su propia necesidad transitoria está nativa en la necesidad transitoria del modo capitalista de producción. Pero en cuanto capital personificado, su motivo impulsor no es el valor de uso y el disfrute, sino el valor de cambio y su acrecentamiento. Como fanático de la valorización del valor, el capitalista constriñe implacablemente a la humanidad a producir por producir, y por consiguiente a desarrollar las fuerzas productivas sociales y a crear condiciones materiales de producción que son las únicas capaces de constituir la base real de una formación social superior cuyo principio fundamental sea el desarrollo pleno y libre de cada individuo. El capitalista sólo es respetable en cuanto personificación del capital. En cuanto tal, comparte con el atesorador el afán absoluto de enriquecerse. Pero además, las leyes inmanentes del modo capitalista de producción, que imponen a todo capitalista individual la competencia como ley coercitiva externa, lo obligan a expandir continuamente su capital para conservarlo. Por consiguiente, en la medida en que sus acciones son únicamente una función del capital que en él está dotado de voluntad y conciencia, su propio consumo privado se le presenta como un robo perpetrado contra la acumulación de su capital, así como en la contabilidad italiana los gastos privados figuran en la columna de lo que el capitalista "debe" al capital. La acumulación es la conquista del mundo de la riqueza social. Al expandir la masa del material humano explotado, dilata el dominio directo e indirecto ejercido por el capitalista".

Pero el pecado original acecha en todas partes. Al desarrollarse el modo capitalista de producción, al crecer la acumulación y la riqueza, el capitalista deja de ser la mera encarnación del capital. Siente un "enternecimiento humano" por su propio Adán y se civiliza hasta el punto de ridiculizar como prejuicio del atesorador arcaico la pasión por el ascetismo. Mientras que el capitalista clásico estigmatizaba el consumo individual como pecado contra su función y como un "abstenerse" de la acumulación, el capitalista moderno está ya en condiciones de concebir la acumulación como "renunciamiento" a su afán de disfrute. "Dos almas moran, ay, en su pecho, y una quiere divorciarse de la otra"!

En los inicios históricos del modo capitalista de producción y todo capitalista advenedizo recorre individualmente esa fase histórica, el afán de enriquecerse y la avaricia prevalecen como pasiones absolutas. Pero el progreso de la producción capitalista no sólo crea un mundo de disfrutes. Con la especulación y el sistema del crédito, ese progreso abre mil fuentes de enriquecimiento repentino. Una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo el "desgraciado" capitalista debe practicar, incluso como necesidad del negocio, cierto grado convencional de despilfarro, que es a la vez ostentación de la riqueza y por ende medio de crédito. El lujo entra así en los costos de representación del capital. Por lo demás, el capitalista no se enriquece como sí lo hacía el atesorador en proporción a su trabajo personal y a su no consumo individual, sino en la medida en que succiona fuerza de trabajo ajeno e impone al obrero el renunciamiento a todos los disfrutes de la vida. Por tanto, aunque el derroche del capitalista no posee nunca el carácter de buena fe que distinguía al del pródigo señor feudal, y en su trasfondo acechan siempre la más sucia de las avaricias y el más  temeroso de los cálculos, su prodigalidad se acrecienta, no obstante, a la par de su acumulación, sin que la una perjudique necesariamente a la otra y viceversa. Con ello, a la vez, se desarrolla en el noble pecho del individuo capitalista un conflicto fáustico entre el afán de acumular y el de disfrutar.

"La industria de Manchester", se afirma en una obra publicada en 1795 por el doctor Aikin, "puede dividirse en cuatro períodos. En el primero, los fabricantes se veían obligados a trabajar duramente para ganar su sustento." Se enriquecían, en particular, robando a los padres que les confiaban sus hijos como aprendices y que tenían que pagar buenas sumas por ello, mientras que los aprendices se morían de hambre. Por otra parte, las ganancias medias eran exiguas y la acumulación exigía un ahorro estricto. Vivían como atesoradores  y no consumían, ni mucho menos, los intereses de su capital. "En el segundo período comenzaron a adquirir fortunas pequeñas, pero trabajaban tan duramente como antes" pues la explotación directa del trabajo cuesta trabajo, como lo sabe todo capataz de esclavos "y vivían como siempre con la misma frugalidad... En el tercer período comenzó el lujo, y el negocio se expandió gracias al envío de jinetes" (viajantes de comercio montados) "que gestionaban pedidos en todas las ciudades de mercado existentes en el reino [...]. Es probable que antes de 1690 sólo existieran pocos capitales de 3.000 libras esterlinas a 4.000 libras esterlinas adquiridos en la industria, o ninguno. Sin embargo, alrededor de esa fecha o algo después ya los industriales habían acumulado dinero y comenzaron a construirse casas de piedra, en vez de las de madera y estuco. Todavía en los primeros decenios del siglo XVIII, un fabricante de Manchester que ofreciera una pinta de vino importado a sus huéspedes, se exponía a los comentarios y murmuraciones de todos sus vecinos." Antes de la aparición de la maquinaria, el consumo de un fabricante, en las tabernas donde se reunía con sus asociados, nunca pasaba cada noche de 6 peniques por un vaso de ponche y 1 penique por un rollo de tabaco. No fue hasta 1758, y el acontecimiento hizo época, cuando se vio "que una persona realmente dedicada a los negocios poseyera un coche". "El cuarto período", el último tercio del siglo XVIII, "es el de gran lujo y derroche, fundados en el auge de los negocios". Qué diría el bueno del doctor Aikin si resucitara en el Manchester de hoy día!

Acumulad, acumulad! He ahí a Moisés y los profetas! "La industria provee el material que el ahorro acumula". Por tanto, ahorrad, ahorrad, esto es, reconvertid en capital la mayor parte posible del plusvalor o del plusproducto! Acumulación por la acumulación, producción por la producción misma; la economía clásica expresa bajo esta fórmula la misión histórica del período burgués. Dicha economía no se engañó ni por un instante acerca de los dolores que acompañan el parto de la riqueza, ¿pero de qué sirven los lamentos frente a la necesidad histórica? Más si para la economía clásica el proletario sólo era una máquina destinada a producir plusvalor, tampoco el capitalista era, para ella, más que una máquina dedicada a la transformación de ese plusvalor en pluscapital. Esa escuela toma terriblemente en serio la función histórica del capitalista. Para que el pecho de éste no pueda ser asaltado por el conflicto funesto entre el afán de disfrute y el de enriquecerse, Malthus preconizó, a comienzos del tercer decenio de este siglo, una división del trabajo según la cual al capitalista que efectivamente interviene en la producción le atañe el negocio de la acumulación, y a los otros partícipes del plusvalor, la aristocracia rural, los prebendados estatales y eclesiásticos, etcétera, el cometido de despilfarrar. Es importantísimo, dice, "mantener separadas la pasión de gastar y la pasión de acumular".

Los señores capitalistas, transformados desde hace mucho tiempo en derrochadores y hombres de mundo, pusieron el grito en el cielo. Cómo!, exclama uno de sus corifeos, un ricardiano, el señor Malthus propugna elevadas rentas de la tierra, pesados impuestos, etc., de manera que los consumidores improductivos se constituyan en un acicate continuo para el industrial! La consigna, sin duda, es producir, producir en una escala ampliada incesantemente, pero "tal proceso trabará, más que fomentará, la producción. No es enteramente justo, tampoco, mantener así en la ociosidad a cierto número de personas, sólo para aguijonear a otras de cuyo carácter cabe inferir  que, si fuera posible obligarlas a funcionar, lo harían con éxito". Por injusto que le parezca acicatear al capitalista industrial para que acumule, quitándole la gordura de la sopa, a nuestro ricardiano se le ocurre que es forzoso reducir al obrero al salario mínimo, en lo posible, "para que se conserve laborioso". Tampoco oculta, ni por un instante, que el secreto de la producción de plusvalor es la apropiación de trabajo impago. "una demanda mayor por parte de los obreros no significa nada más que su mayor disposición a tomar menos de su propio producto para sí mismos y a dejar una parte mayor del mismo a sus patrones, y cuando se afirma que esto, al reducirse el consumo" (por parte de los obreros) "genera sobreproducción)”, "sólo puede responderse que ésta es sinónimo de ganancias elevadas".

La docta controversia acerca de cómo el capitalista industrial y el ocioso terrateniente debían repartirse, de la manera más ventajosa para la acumulación, el botín extraído al obrero, enmudeció ante la Revolución de Julio. Poco después, en Lyon, el proletariado urbano tocó las campanas a rebato, y en Inglaterra el proletariado rural le prendió fuego a la campaña. Aquende el Canal cundía el owenismo; allende, el sansimonismo y el furierismo. Había sonado la hora de la economía vulgar. Justamente un año antes que Nassau William Senior efectuara en Manchester el hallazgo de que la ganancia (incluido el interés) del capital era el producto de "la última hora" (impaga) "de trabajo, de la doceava", ese mismo autor había anunciado al mundo otro descubrimiento. "Yo" aseveró con solemnidad, "sustituyo la palabra capital, considerado como instrumento de producción, por la palabra abstinencia". Al economista vulgar nunca se le ha pasado por la cabeza la sencilla reflexión de que todo acto humano puede concebirse como "abstinencia" del acto contrario. Comer es abstenerse de ayunar, andar es abstenerse de estar quieto, trabajar es abstenerse de holgazanear, holgazanear es abstenerse de trabajar, etc. Estos señores harían bien en meditar alguna vez acerca de la tesis de Spinoza: Determinar es negar. Insuperable muestra, ésta, de los "descubrimientos" de la economía vulgar! Lo que la misma sustituye es una categoría económica por una frase propia de sicofantes. Eso es todo. "Cuando el salvaje hace arcos", adoctrina Senior, "ejerce una industria, pero no practica la abstinencia." Esto nos explica cómo y por qué, en estadios anteriores de la sociedad, se fabricaban medios de trabajo "sin la abstinencia" del capitalista. "Cuanto más progresa la sociedad, más abstinencia requiere la misma", esto es, más abstinencia por parte de quienes ejercen la industria de apropiarse de la industria ajena y de su producto. Todas las condiciones del proceso laboral se transforman, de ahora en adelante, en otras tantas prácticas de abstinencia ejercidas por el capitalista. Que el trigo no sólo se coma, sino que además se siembre, he ahí un caso de abstinencia del capitalista! Si al mosto se le deja el tiempo necesario para que fermente totalmente, abstinencia del capitalista!. El capitalista despoja a su propio Adán  cuando "presta (!) sus medios de producción al obrero", es decir, cuando los valoriza como capital, mediante la incorporación de la fuerza de trabajo, en vez de comerse las máquinas de vapor, el algodón, los ferrocarriles, el abono, los caballos de tiro, etc., o, tal como se lo figura puerilmente el economista vulgar, en lugar de dilapidar "su valor" en lujo y otros medios de consumo. Cómo la clase capitalista podría ejecutar esa tarea, es un misterio guardado obstinadamente hasta ahora por la economía vulgar. Baste decir que el mundo vive únicamente de la mortificación que se inflige este moderno penitente de Visnú, el capitalista. No sólo la acumulación; la simple "conservación de un capital exige un esfuerzo constante para resistir a la tentación de consumirlo". El humanitarismo más elemental exige, evidentemente, que redimamos al capitalista de ese martirio y esa tentación, del mismo modo como la abolición de la esclavitud, hace muy poco tiempo, liberó al esclavista de Georgia del penoso dilema que lo atormentaba: gastarse alegre e íntegramente en champán el plusproducto de sus esclavos negros, arrancado a latigazos, o reconvertirlo aunque fuera parcialmente en más negros y más tierra.

En las formaciones económico-sociales más diversas no sólo nos encontramos con la reproducción simple sino, aunque en diferente grado, con la reproducción en escala ampliada. Progresivamente se produce más y se consume más, y por ende también se transforma más producto en medios de producción. Pero este proceso no se manifiesta como acumulación de capital, y por ende tampoco como función del capitalista, hasta tanto al trabajador no se le enfrentan sus medios de producción, y por consiguiente también su producto y sus medios de subsistencia, bajo la forma de capital. Richard Jones, sucesor de Malthus en la cátedra de economía política en Hertford y fallecido hace pocos años, discutió muy acertadamente esta cuestión a la luz de dos hechos de gran importancia. Como la parte más numerosa del pueblo de la India se compone de campesinos que cultivan la tierra por sí mismos, su producto, sus medios de trabajo y de subsistencia, tampoco existen jamás "bajo la forma  de un fondo ahorrado gracias al rédito ajeno, rédito que por tanto ha pasado por un proceso previo de acumulación. Por otra parte, en las provincias donde la dominación inglesa ha disuelto en menor grado el viejo sistema, los trabajadores no agrícolas laboran directamente para los potentados, hacia quienes fluye una parte del plusproducto rural como tributo o como renta de la tierra. Los potentados consumen en especie una parte de ese producto; otra parte la transforman los trabajadores, para aquéllos, en medios de lujo y otros artículos de consumo, mientras que el resto constituye el salario de los trabajadores, que son propietarios de sus medios de trabajo. La producción, así como la reproducción en escala ampliada, siguen aquí su curso sin injerencia alguna de aquel santón extravagante, de aquel Caballero de la Triste Figura: el capitalista que practica el "renunciamiento".

     
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Nicolás Urdaneta Núñez


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