La expresión originaria es de Simón Bolívar: "La influencia de la civilización indigesta a nuestro pueblo, de modo que lo que nos debe nutrir nos arruina".
La llamada civilización Occidental "evoluciona", nadie sabe hacia dónde, y nosotros, los latinoamericanos hemos sido compelidos a seguir su curso, y nos salimos de un kindergarten eterno siempre con muy baja puntuación.
Cada vez que intentamos acercarnos a ese mundo abstracto de sus filosofías y ciencias, lo hacemos como quien recorre un abismo de limbos y señas inextricables con la sensación cierta de que nunca encontraremos soluciones para nuestra dura lucha en construcción.
El conocimiento y la cultura de Occidente, aunque los cultos y los sabihondos nos hayan metido en ella sin permiso ni consideración, siempre será para nosotros un manjar viejo y recalentado. Cada vez que engullimos un poco de él quedamos indigestados.
No hemos hecho en 500 años sino vivir admirando a los europeos, y considerarnos ante los hechos de su cultura como unos supinos ignorantes, cuando realmente son ellos los que deberían aprender de nosotros.
Vemos sus descomunales barbaries convertidas en descomunales templos y castillos llenos de sangre y locuras, y se nos hiela el corazón y nos desconcertamos por la abismal perversidad de sus actos.
Esto lo he sentido leyendo la obra de Indalecio Liévano Aguirre: "Los grandes conflictos de nuestra historia"[1].
Don Indalecio es un colombiano extraordinariamente culto, fino observador de nuestros problemas sociales, quien escribió, quizás, la mejor biografía del Libertador Simón Bolívar. Falleció en 1982.
Don Indalecio quiso conocer los efectos morales de la filosofía occidental en nuestros modelos de vida y sistemas de gobierno.
En el análisis del libro que nos ocupa, nos va mostrando cómo fue el lento y complejo proceso de la colonización; cuál fue el papel de la Iglesia; cuál era la concepción de Estado que entonces se tenía; sobre qué fundamentos filosóficos se sustentaba la moral de los políticos. De entrada nos dice que España pudo realizar el descubrimiento y la exploración del Nuevo Mundo, gracias al sistema de "Capitulaciones", mediante las cuales el Estado cedía a sus vasallos parte considerable de sus facultades políticas y jurisdiccionales, a cambio de ciertos beneficios.
Pronto se ve que estas concesiones condujeron a una rápida feudalización de América: fue el origen desbocado de la rapiña, robos, de los "rescates", el saqueo de templos y sepulturas.
Uno cae en la cuenta, de que cuanto hoy nos desquicia en sociedad, como son las perturbaciones terroristas, los secuestros, la intriga frenéticas de los bandos y la desbordada corrupción, fueron elementos que, ya en los primeros diez años de la conquista, causaban estragos dondequiera que hubiera un español.
Estos crímenes debían ser justificados moral y espiritualmente, y fue cuando se echó mano de la "guerra justa" contra los infieles o paganos, heredada de la prolongada lucha de la Reconquista contra los Moros y Sarracenos. Entonces América se convirtió en un mercado de esclavos.
En 1528, Carlos V expidió la famosa Cédula del 9 de noviembre de 1528, prohibiendo la esclavitud de los aborígenes, Cédula que en verdad no se llegó a aplicar. La Corona tenía además que verse obligada a cumplir a la institucional medioeval de la encomienda, mediante la cual los indios debían prestar servicios gratuitos a los españoles. Este aberrante sistema condujo a una serie de luchas para defender a los indígenas, dirigida por el dominico Fray Bartolomé de Las Casas.
Luego nos explica don Indalecio en qué consistió el asunto de la rebelión de los encomenderos, producto precisamente de la negativa de los primeros conquistadores de acogerse a las disposiciones de la Corona sobre el trato brutal que se le daba al indígena. Y comenzamos a notar un fenómeno propio de nuestras repúblicas: para impedir que se cumplieran las leyes los regidores optaron por no reunirse con la debida regularidad a fin de dejar sin solución los problemas más apremiantes y crear penosas contrariedades a las autoridades del reino. He aquí otras las bellas prendas que heredamos de la conquista y que se ven muy bien retratadas en nuestros concejos municipales y asambleas legislativas, en nuestros congresos.
Es aquí también cuando reaccionan los altos prelados de la Iglesia colocándose del lado de los encomenderos. Las protestas de don Bartolomé de Las Casas habría de ser la razón de una densa y pavorosa guerra civil en la cual llevaría la peor parte los indígenas. Nos dice don Indalecio, que todo el poder de la riqueza, del prestigio y de las instituciones tradicionales: nobleza, el Alto Clero y los Cardenales españoles, apoyaban al famoso Juan Gines de Sepúlveda (quien había estructurado un monstruoso panfleto para dar legitimidad moral y política a la función criminal de los encomenderos) contra la posición de Las Casas.
Aunque a la final pareciera haber triunfado De Las Casas, lo cierto fue que el indígena nunca pudo desprenderse de esa condición miserable a la que lo habían sometido los primeros colonizadores: siguieron siendo incluso hasta el presente, seres en "los cuales apenas encontramos vestigios de humanidad" -Sepúlveda.
Uno leyendo a don Liévano queda paralizado, helado, ante el enfrentamiento desigual que tuvo que llevar para dar un poco de humanidad a una horda de carniceros, asesinos, ladrones y brutos que además contaban con el apoyo de poderosos sectores del clero y de la Corona. Por ello un hombre como José Martí reconoce el esfuerzo sobrehumano de Bartolomé de Las Casas y lo eleva a la del primer prócer de América.
Como ocurre con todos los genios de la humanidad, se le atribuyó al carácter de don Bartolomé el defecto de ser colérico y de que trataba ofensivamente a los poderosos. Y uno más bien ve en esto un carácter digno, verdaderamente cercano al Jesús que ama el humilde y que nos muestra los Evangelios.
Cuando llegaron a nuestra América funcionarios honestos y decididos a hacer cumplir las leyes que protegían al indio, se desató contra ellos una soterrada y pertinaz guerra. Volvemos a encontrarnos cómo los encomenderos y sus secuaces, utilizaban la parte más sagrada para degradar, ensuciar y destrozar la reputación de estos funcionarios: se apelaba a la injuria, a la calumnia más atroz, y claro se recurría a herir lo más íntimo: a la honorabilidad de la mujer, a los hijos. Manchar la reputación era lo primordial para convertirlos en blanco de los peores ataques y la Corona se viera así en la obligación de relevarlo de sus cargos.
Uno se pregunta: ¿cómo podríamos ser hoy en día ciudadanos dignos, conscientes de nuestros deberes, cuando desde la fundación misma de estos pueblos se nos inoculó lo más inmoral, lo más deshonesto para descalificar, dañar y destrozar a nuestros enemigos.
Los encomenderos ganaron aquella guerra y aún la ganan. Así como se veía a los indios de ayer, aún así son vistos por las sociedades de hoy; peor todavía: en muchos sectores se les mima con hipocresía, se les protege con repugnancia, con desprecio.
Sin olvidar, que los poderosos también han hecho de la filantropía uno de las más poderosas franquicias de sus empresas.
Y descubrimos que en España se contaban con ciertas instituciones más o menos serias, que parecían tener un cierto conocimiento de los deberes y derechos del hombre; pero lo que nos llegó nada tuvo que ver con el Derecho sino con los peores ultrajes; y de ultrajes se ha vivido hasta el día de hoy.
Los cristianos que llegaban a nuestras tierras no querían ser pobres como lo mandaba el mesianismo dominante de toda la Edad Media; estaban sin duda fuertemente impregnados del veneno del oro. Ningún colonizador quería detenerse ante la frase de San Agustín: "Seamos pobres y entonces seremos saciados".
Y por ello entra don Indalecio a explicar el grave problema de la Reforma y de la Contra-Reforma, que produjo el extraordinario fenómeno de las misiones jesuitas. Analiza con cuidado y profundidad la filosofía que se gesta a partir de Lutero quien torna más dramática la dependencia espiritual del hombre y que la ata al cuerpo material de la Iglesia. El pensamiento religioso sufre una escisión mortal y la mente del hombre busca otros asideros espirituales, donde el dinero viene a ser un sucedáneo inmortal.
Calvino da realidad a los llamados Santos Visibles, que luego habrán de constituir la plaga de los burgueses. Los jesuitas intentan dotar a la Iglesia de una concepción moderna que supla la realidad práctica y fascinante para los ricos que adquiere la Reforma.
Cuando se declara a la usura como legítima, comienzan a levantarse los primeros pilares del llamado Estado Democrático, cuya estructura descansa sobre las teorías de Calvino y los filósofos ingleses como Locke en Inglaterra y Madison, en los Estados Unidos, y donde el fin esencial del Estado es proteger a los propietarios contra los desposeídos y, en manera alguna defender a los oprimidos contra los abusos de las clases acaudaladas. De aquí nacen las premisas del Estado burgués de Derecho. James Madison resumió ese Estado de Derecho en la siguiente frase: "El gobierno debe constituirse de manera que proteja a la minoría opulenta contra la mayoría... Poco afecto tengo a la majestad de la multitud y renuncio toda pretensión a su apoyo...! ¡El pueblo! ¡El pueblo es una gran bestia!"- dijo Madison en su famoso discurso en la Convención Constituyente de Filadelfia -.
La obra de don Indalecio debería ser de estudio obligatorio no sólo en nuestros liceos, sino en todas las universidades. Es a mi parecer, el trabajo más serio, más completo y a la vez más ameno que se ha escrito sobre la filosofía con la que se nos ultrajó, se nos torturó y se nos estafó, desde el Descubrimiento.
[1] Indalecio Liévano Aguirre (dos tomos, Tercer Mundo Editores, Bogotá, Colombia, 1989).
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