Pongamos orden en la protesta. No es revolucionario distribuir los valores éticos de manera convencional. Joaquín Pérez Becerra es un revolucionario, pero eso no nos libra del contexto. En teoría, Pérez no es más ni menos revolucionario que Nilson Terán Ferreira, alias “Tulio”, acusado de ser uno de los jefes de las FARC, o Carlos Tirado, Carlos Pérez u otros, también expulsados al vecino país por ser miembros o simpatizantes de esa organización. Y no recordamos que del lado nuestro – mucho menos del otro- se le exigieran explicaciones al presidente Chávez sobre tales medidas. La diferencia estriba en que la inocencia del periodista y director de Anncol es visible y las otras no. Después de esta obligada explicación previa, admitamos que la coincidencia entre la obsesión colombiana contra las FARC y la captura de Pérez en Venezuela es un argumento circunstancial. Su detención era predecible en cualquier otro momento, con o sin la intervención de Santos. Incluso, el hecho de que no se produjera en alguno de sus viajes a Venezuela, demuestra el poco interés de nuestro gobierno en la cacería de brujas inaugurada por Uribe y continuada por Santos. Por lo tanto, las suspicacias sobre la mala fe de Santos y la supuesta ingenuidad de nuestro gobierno, aunque respetables, son apreciaciones casi personales y ofrecen muy pocos argumentos para desconocer la rigidez del convenio antiterrorista entre los dos países.
Se juzga apresuradamente a Venezuela –y por ende al presidente Chávez- al ignorar que las deportaciones –solicitadas o no- son políticas de Estado, tradicionalmente automáticas, que en nuestro caso nunca han admitido excepciones, de lo cual, por cierto, no puede ufanarse el gobierno vecino. Colombia -violentando las leyes venezolanas y el derecho internacional- capturó a Granda y después lo liberó, a petición personal del presidente Sarcozy, ni siquiera del gobierno francés. Todo lo anteriormente expuesto conduce a una conclusión: Si nuestro país hubiera liberado a Pérez, estaría obligado, de hecho, a revisar esa llamada “política de reciprocidad”. Pero, aunque no lo hiciera, - y en eso la protesta es legítima y razonable- el caso Pérez Becerra y sus implicaciones internas y externas así lo demandan, porque la política antiterrorista colombiana –ya es harto sabido- obedece a intereses totalmente ajenos y contrarios a los de Venezuela. En Colombia basta simplemente ser de oposición -ni siquiera miembro de las FARC- para ser encarcelado, torturado o condenado por “terrorista” (las comillas siempre serán válidas) y ya sabemos lo que eso significa, sobre todo en materia de derechos humanos.
Por lo demás, el silencio obligado de Pérez presiona por una posición ética más allá de la política local. Durante más de 10 años Pérez Becerra visitó al menos media docena de países europeos, con itinerarios permanentemente reportados a Interpol. ¿Por qué los gobiernos de esos países no lo detuvieron a pesar del alerta roja de Interpol? ¿Por qué Santos propuso detenerlo, justo ahora, y no en 2009, cuando estuvo en Venezuela? ¿A quién le consta que Pérez Becerra renunció a su nacionalidad de origen? Y si así fuera, cuánto peso jurídico tiene esa decisión para el derecho internacional? Finalmente, ¿Qué buscan la DEA –y con seguridad la CÍA- en las computadoras de Reyes, probadamente inservibles como pruebas contra Venezuela? Hay demasiadas interrogantes y muy pocas respuestas. De verdad, Pérez Becerra nos movió el piso.
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