Reseñó Chávez desde su “cuartel general” de La Habana con motivo de su fructífera convalecencia y segura recuperación, que entre otras cosas estaba releyendo este libro de Nietzsche que le regalara su maestro, Pérez Arcay, indudablemente, un buen maestro.
Lo leí siendo joven y lo recuerdo con gratitud. Tenía un subtítulo curioso: Un libro para todos y para nadie. No lo tenía el ejemplar que leí; lo conocí leyendo a Heidegger sobre el tema. Y Heidegger lo interpreta así: “Para todos quiere decir, no para todo el mundo en el sentido de cualquiera, sino para todo hombre en tanto que hombre, para cada uno, siempre y en la medida en que su esencia deviene para sí mismo digno de ser pensado”.
Pero lector común al fin -bueno, diría que el 99% los somos- hice lo que precisamente no deseaba Nietzsche que se practicara con su texto cuando agregó también “para nadie”: o sea, que resultara un fisgón que lo único que hiciera fuera encandilarme con sus raciones aisladas y con los veredictos específicos que hallaría dando cabezadas en un lenguaje medio vivaz, medio escandaloso, contemplativo, proceloso, a menudo profundo, pero a veces también achatado y de sólo dos dimensiones, en vez de ponerme en camino hacia el pensar que me ofrecían sus chispeantes mensajes. Pero pienso que esto era más propio de la perturbada curiosidad de un filósofo, que de mí. Heidegger por su parte se encargaría de averiguar, y dar cuenta en un ensayo, de quién realmente era Zaratustra dentro del libro que comienza así:
Cuando Zaratustra tenía treinta años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:
¡Tú, gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!
Y como la nostalgia “es el dolor de la proximidad de lo lejano”, recuerdo también en tal sentido haber tenido una novia que, encontrándonos en los primeros desconciertos de lo que sería un abrasador coqueteo, encontré una vez en su carro, a su lado, El lobo estepario… Eso me alegró y me dio mucha esperanza. Y, en respuesta a ese estímulo tan de buen augurio, opté entonces por regalarle, justamente, Así hablaba Zaratustra. Y como un presagio oculto de lo que sería nuestro lamentable rompimiento, ella nunca me habló absolutamente nada de Zaratustra. Y no me resultó extraño (en realidad nunca supe si lo leyó o no) porque Zaratustra, a pesar de conocer poco a las mujeres, tenía razón sobre ellas, pero, quien conversando una vez con una viejecilla le pidió que le diera su verdad sobre las féminas, a lo que la viejecilla le dijo: ¿Vas con mujeres? ¡No olvides el látigo! Y así, a lo mejor, más bien habló Zaratustra… (En realidad siempre me negué, en lo personal por cierto, a llevar ese fulano látigo). Y ese libro además me inspiró a vivir hoy en la montaña gozando de mi espíritu y de mi soledad. Y no creo que me canse de hacerlo como Zaratustra, y no por sabiduría, sino porque no me provoca, por lo que quizás más nunca baje.
Pero volviendo al libro en relación al Chávez de esta hora algo rebajada debido a su inadvertida patología, aprecia Heidegger que Zaratustra se presenta como el vocero de la idea de que todo sujeto es una voluntad de poder que, siendo voluntad creadora, se topa, sufre y de tal modo se quiere a sí mismo en el “eterno retorno de lo igual”. Y lo ilustra con aquel fragmento de El convaleciente, donde se lee: ¡Tú eres el maestro del eterno retorno! refiriéndose a Zaratustra.
¡Chávez también lo es, y vencerá!
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