Aquel hombre fue un profeta y no un rezagado: un explorador del futuro, un buscador de hombres, un genio para Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo siguió los pasos de aquel hombre libre, como él, llamado Girolamo Savonarola, quien nació en Ferrara el 21 de septiembre de 1452. Maquiavelo descubrió desde el principio de su andadura que un hombre valiente, de honor que había renunciado a todo para que nada entorpeciese su camino.
Había abandonado la casa familiar para entrar en un convento, pero muy pronto, entabló una lucha con aquel y tachó de inmorales a sus superiores. La referencia de este trabajo es la biografía de Maquiavelo escrita por Marcel Brión, Ediciones B, S.A., 2005, Barcelona[1].
Se enfrentó con el papado, incluso cuando creyó que el Papa no había cumplido con su deber.
Poseía el carácter de un caballero andante.
En cuanto llegaba a una ciudad, arremetía contra los vicios de los gobernantes, la avaricia de los grandes burgueses, la brutalidad de los condotieros, la vana elegancia de las mujeres y el abandono en las maneras de los artistas.
Atacaba al gobierno, pues lo consideraba responsable de que las cosas marcharan mal y de que los hombres viviesen ahogados en los vicios.
A Savonarola le daba igual que los imbéciles le despreciasen y se burlasen de él, de su feo rostro, de sus gestos torpes infinitos, de su rudo y áspero acento Ferrarés.
El único que al principio entendió que era un genio, de una calidad excepcional, un verdadero santo, fue Maquiavelo.
Los humanistas habían construido para su propio uso una antigüedad maravillosa, toda iluminada, sin mácula ni sombras. Se prosternaron ante esa creación de su espíritu y la adoraron. Lo cierto es que hubieran querido edificar sobre tal modelo el nuevo mundo. El ideal de Savonarola , después de todo, no era más quimérico que el seguido por los humanistas; creía mSavonarola que se podía civilizar un pueblo ofreciéndole espectáculos refinados, transformando el carnaval en algo bello, en lugar de una imbecilidad obscena e infame, haciendo participar al mundo en las inversiones exquisitas de la élite, no poniendo bajo sus ojos sino hermosos cuadros.
Era Savonarola exigente y consideraba que no podía servir a Dios y al dios de los ricos al mismo tiempo.
Si uno deseaba contarse entre los elegidos, tenía que enmendar su vida de inmediato y renunciar a todos los antiguos placeres, desde lo más inocentes hasta los más culpables: había que adquirir las virtudes de los niños, ser puros como ellos, para que la edad de oro retornase hacia la tierra, y así la codicia dejase de reinar.
Savonarola suprimió los carnavales mitológicos y paganos, pero era más agradable ver desfilar carros con hermosas muchachas que asistir a los fastidiosos actos con los viejos monjes coronados de flores que daban saltitos mientras entonaban sus cantos.
La popularidad es Savonarola sólo duró un tiempo.
Se cansaron de él, como antes de los Medici y el día en que el favor de las masas, conseguido mediante sus reformas financieras, le abandonó, se encontró solo, como lo estuvo al comienzo de aquella extraordinaria política de la que no hacía falta ser profeta para predecir qué habría de acabar en catástrofe. Todo esto lo vio con suma claridad Maquiavelo.
Savonarola quiso ser justo, equitativo, generoso, moral, en una palabra pero no comprendió que, de ordinario, la moral y la política no forman buena pareja, y su política fue la que sufrió las consecuencias.
Proclamó el derecho del pueblo gobernarse a sí mismo y el pueblo se sirvió de ello para derrocarlo el día que se cansó de él.
Debió tomar otros modelos, en lugar de nutrirse de nobles quimeras; estudiar la historia de los emperadores romanos y aprender la de sus coetáneos.
Creyó en el poder de la virtud, la bondad y la justicia mientras que sus ayudantes infantiles, ya no creía en ello.
Para Maquiavelo, Savonarola fue un profeta desarmado: Savonarola tenía valor, cultura histórica, inteligencia, determinación, carácter pero estaba desarmado, y un día el pueblo comenzó a llamar de nuevo a los traidores volviesen al gobierno y lo derribó.
El profeta desarmado fue la víctima de su propia reforma.
Su gobierno teocrático se hundió porqué el miedo al Infierno y la amenaza de los castigos celestiales no bastaron para contener las masas.
Y henos aquí en el dilema inicial: o un gobierno es fuerte o es moral.
O se funda en el ideal o tiene en cuenta las sórdidas realidades.
Maquiavelo viendo todo esto consideraba que en política hay que transigir de forma continuada, con uno mismo y con los demás, con el propio ideal y con las propias convicciones: para durar, para subsistir, para vencer.
Savonarola no fue un hombre fuerte.
Su fuerza sólo fue moral y sabemos muy bien que eso no basta y además estaba prácticamente desarmado y ¿qué es un hombre sin armas incluso profeta?
Además, era poco verosímil que la versatilidad del pueblo le permitiese llevarla hasta el final.
Maquiavelo supo que se había equivocado, pues Savonarola no era más fuerte que los demás; de hecho no era fuerte.
La religión sólo le interesaba a Maquiavelo en tanto que accesorio, pues la política se fundamente sobre la acción y no de fe.
Sostenía Maquiavelo que los príncipes o los republicanos que quieren mantenerse a salvo de cualquier corrupción deben, por encima de todo, conservar la pureza de la religión y sus ceremonias, y guardar el respeto debido a su santidad, porque no hay signo más seguro de la ruina de un Estado que el rechazo del culto divino. Así pues, es deber del príncipe y de los jefes de una República es mantener sobre su fundamento la religión que se profesa.
No era razón de orden metafísico o moral, ni tampoco de sensibilidad, sino sólo de utilidad porque, entonces, nada más fácil de conservar que un Estado formado por un pueblo religioso, por consiguiente lleno de bondad y abocado a la unión. Por eso, pensaba Maquiavelo, que todo lo que tiende a favorecer la religión debe acogerse aun cuando se reconozca su falsedad, y con más razón cuando se posee sabiduría.
Admiró Maquiavelo en Savonarola a un hombre libre, como él mismo lo era y quería seguir siéndolo. A un hombre convencido por demás de la excelencia de su causa, un rudo luchador, un combatiente infatigable y un magnífico ejemplo de virtud, en el sentido del término.
Se adivina hasta qué punto debió sentirse exasperado algunas veces Maquiavelo al ver el modo en que Savonarola desperdiciaba sus prodigiosas energías tan súper humana en una mala causa; según Maquiavelo, mala es la causa que por su misma naturaleza está abocada al fracaso.
Savonarola no creía poder fracasar porque estaba convencido de que Dios estaba con él y quería que el hombre a cuyo lado Dios combate tenía asegurada la victoria. Parece obvio que Maquiavelo se mostró más razonable cuando creyó que los profetas que no tienen ejércitos acaban siempre mal.
Reprochábale en fin, al dominico carecer de sentido político y provocar una confusión desastrosa entre la reforma de las almas, que sólo podía llevarse a cabo por medios espirituales, y la reforma de la sociedad, que debía poner en juego todos los medios materiales y prácticos necesarios para alcanzar el éxito.
La política es a la vez un arte y una ciencia, de manera que no le cabe improvisar un hombre de Estado.
Las reformas de Savonarola nada cambió, el pueblo y los burgueses conservaron sus defectos el desconcierto incluso se hizo un poco mayor que antes y los enemigos de los justo y de lo honesto volvieron. Las facciones estaban más exaltadas, si habían intensificado las disputas de los partidos, se habían destruido algunas obras de arte, se había hecho perder la cabeza a algunos buenos pintores y poetas estimables, a quienes el arte dijo adiós el día en que se habían convertido en plañideros, y a fin de cuentas Savonarola había acabado en la hoguera, con dos inocentes dominicos, cuyo único crimen fue el de creer en él a ciegas.
A Maquiavelo no le gustaban los fracasados pero era demasiado inteligente para no diferenciar entre quienes llevaban en sí toda las causas de su fracaso y quienes habían sido víctima de los acontecimientos.
Savonarola cayó porque había ignorado la verdadera naturaleza del hombre, en la que el propio Maquiavelo no tenía ninguna esperanza. Lo cierto es que había merecido su fracaso, ya que fue culpable de haberse embarcado en una empresa sin poseer ninguna de las cualidades ni elementos requeridos para triunfar en ella.
Savonarola había sido más grande en su caída que en su victoria. Victoria artificial, por otro lado, ilusoria y sin futuro cuando al sufrir y morir con una nobleza digna de los históricos se había colocado a la altura de los héroes de la antigüedad.
Maquiavelo admiraba sin reservas no al hombre político que no había cometido más que errores, sino al hombre sin más, que sabía morir como un caballero y como un santo.
La muerte de Savonarola fue más infinitamente lograda y puede decir también a propósito de él: mi fin es mi comienzo.
La masa grito de alegría cuando quemaron a su profeta, ye él al ver a los niños, sus pequeños cvruzados, sus pequeños policías de la moral, la esperanza del futuro, los futuros dueños de la Florencia por fin regenerada, deslizarse bajo la pasarela donde el hombre andaba con los pies descalzos hacia la hoguera, para pincharle las piernas y los pies con palos puntiagudos.
Casi todo el mundo le había traicionado, sus hermanos de San marco, quienes asustados de padecer por su causa la cólera del Papa, en un frenético arrebato de terror y cobardía firmaron la carta en la que le condenaban, a él, su prior, en la que renegaban de él, aplaudían por adelantado el castigo que iba a imponerle y reclamaban sanciones.
El hombre está hecho así. Hay que aceptarlo como es.
[1] Seguiré en el desarrollo de este trabajo la obra de Marcel Brión en su biografía sobre Maquiavelo, ya mencionada en otros artículos.
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