Quiero saludar las aportaciones al debate que tiene lugar estos días en Aporrea, hechas por Ruth Jiménez, Juan Carlos La Rosa y Néstor Francia, porque me parece que apuntan hacia donde se debe ir: a la confrontación de ideas, puntos de vista y razonamientos. Tal había sido la tónica de los editores de Encontrarte, Dona y Raúl, a cuya extensa nota, muy bien argumentada y que a nadie ofendía, algunos respondieron con denuestos, injurias y descalificaciones, tan injustas como innecesarias. Ahora las cosas van tomando el camino adecuado para que los involucrados en la polémica no terminen despedazándose mutuamente.
Por mi parte, apunto lo siguiente: tomar la opción por los débiles, los excluidos, los miserables de siempre, no es que sea tan común pero es relativamente fácil. Se necesita simplemente una dosis de humanidad en el corazón para derrotar al egoísmo primario en nuestra relación con los demás. Pero esa opción que consiste en la toma de partido por los pobres, por si misma no basta. Lo revolucionario está, a mi juicio, en proponerse derrotar la injusticia y ser capaz de promover los cambios que hagan eso posible. Cambios que tienen que ver con el desmontaje de un sistema y la construcción de otro. ¿Estaríamos de acuerdo en eso?. Y tal cosa no se hace nada más con el testimonio y la crítica. No. Hay que mojarse, como se dice. Hay que comprometerse no solo en la destrucción sino, sobre todo, en la construcción. Lo cual nos adentra en las complejidades de la política y su relación con las estrategias y los tiempos. Y, sobre todo, nos introduce en el tema del poder y del manejo del poder. Viejo tema, que tanto ha dado que hablar. ¡Ah, si la revolución pudiera hacerse por decreto! Si uno pudiera instituir por medio de la voluntad un modelo de la realidad imaginada. Si uno pudiera parcelar la realidad como se parcela un latifundio para trabajarla solo con buenas intenciones. Si el compromiso solamente fuese ético. Entonces sería la apoteosis y la gloria de la Madre Teresa de Calcula. Tengo que confesar que a mi eso no me satisface. Hace años que aprendí de un amigo llamado Alfredo Maneiro que había tres maneras de aproximarse a la revolución. Una, decía él, era la de acercarse a la revolución como oportunidad. Esta es la forma en que algunos escritores y artistas suelen conectarse con ella: ven allí un campo propicio para ganar méritos, establecerse un territorio y lograr determinadas relaciones. ( A la hora de la verdad, cualquier rabieta o contratiempo los hace abandonar el campo. Hay muchos ejemplos). No es útil para nada. La otra es el acercamiento a la revolución como simple elección de vida personal. Esta es una opción casi religiosa, o religiosa. No tiene que ver con el poder. No se mancha, no se arriesga. Es la opción de los puros. En ella no importan los tiempos ni los hechos. La satisfacción la da el sentir que se está haciendo lo adecuado. Al individuo que la asume le basta con ello. Es un poco más útil que la anterior, pero no mucho más. La tercera forma, decía Alfredo, es aquella que ve a la revolución como objetivo: esta es la interesante para un revolucionario. La que se propone construir el sueño, hacerlo realidad (y no se contenta con menos que eso) y mantenerlo y defenderlo.
Si se toma esta opción con seriedad, entonces hay que analizar todos los datos del campo. No valen unos pocos. Los datos sociales y ambientales, desde luego, pero también los políticos, los económicos, los militares, los geoestratégicos. Y con esos datos, hay que arriesgarse a tomar decisiones y defender en colectivo las que se tomaron. Hay que disponerse a jugar la complejísima partida de ajedrez para derrotar al enemigo que siempre es más fuerte, porque es un enemigo mundial que, como el diablo, está en todas partes. Un enemigo que no se derrota apenas con testimonios. (No estoy negando su valor, solo anoto que deben encajar en una estrategia). Y hay que trabajar en equipo, hay que hacerse fuerte, hay que consolidar posiciones, hay que saber cuando defenderse y cuando atacar. Hay que contribuir, no a la desmoralización del ejercito de los pobres, sino a su fortaleza espiritual. Y hay que distinguir y valorar la pertinencia o no de cada acción. Todo lo cual pasa, irremediablemente, por aceptar los liderazgos que el pueblo se va dando a sí mismo. Si se ama al pueblo, si se trabaja en función de él, hay que acompañarlo en eso también. Hay que ver el bosque en su conjunto. Y aprender a dejar el individualismo encerrado en la casa. (No la conciencia individual, no, no digo eso, sino la actuación aislada o el sectarismo de grupos). Y aprender, valga la anotación al margen, que en nada se justifican las caprichosas injurias que hemos leído en estos días.
Y nada más. Le pido a Ruth Jiménez (a quien no conozco) y a Juan Carlos La Rosa que relean los textos que han venido entrecruzando distintos actores en Aporrea y vean donde está el infantilismo. Les pido de buena fe que se sienten de nuevo delante del televisor y vean el producto que originó el debate. Aunque estén involucrados en él. Que lo vean con honestidad intelectual. Una vez más. Y que lo vean desde una óptica de compromiso con el proceso bolivariano en su conjunto. Si el producto es crítico, ¿por qué, a su vez, no puede ser objeto de crítica y no sabe aceptarla? Nada más pido. Recordando que los pobres de la tierra están ahí y que nadie tiene el monopolio de su representación. Ni siquiera ellos mismos a veces, aisladamente, porque la voz de los excluidos hay que escucharla en forma coral. La voz de los oprimidos es un ruido de fondo que viene de todas las partes del planeta, como el de una gran marea que sube.
Reitero mi saludo.
Farruco Sesto
Caracas, 25.03.05