Y
acicateado un tanto por las lecturas y libando la primera copa de vino, me dio
por inferir la naturaleza de la actividad a que se dedicaba cada uno de los que
tendían a conversar en voz alta dado los decibeles de los boleros que, uno tras
otro, fluían en sensoriales y provocadoras versiones. Pude entonces atípicamente
aprehender que, había muchos comerciantes desagradablemente capitalistas, ya
que ni se reían sino que, con un rostro artificialmente adusto y figurado,
comentaban únicamente sobre inventarios, ventas brutas, empleados díscolos,
empleadas invadibles lascivamente y, sobre todo, indagaban cómo podían joder
más a los pobres consumidores bebiéndose una cocacola tras otra como si lo que
más les gustaba de ellas fuera la coca y no la cola… Además, exhibían una
insensibilidad, tan enorme, que hacían caso omiso de los boleros que
continuaban aflorando como las altaneras estupideces de la MUD así como del
resto del entorno restaurantero (si el término fuera acaso, tan figurativo,
como para caber aquí). Y confieso que me quedé haciendo cruces por la
infelicidad que ponían ellos ante mi vista escudriñadora. Por supuesto, la
compasión por ellos no dejaba de acometerme.
Pero
terminada la primera copa de vino, y acicateado como resulta lógico también por
los boleros que me retrotraían a mi revolucionaria juventud, se me ocurrió
hacer un chiste con el dueño del local. Le pregunté –claro, aspirando a que el buen hombre lo
interpretara como una presunta bellaquería de mi parte- si podía sacar a bailar a una de las
“muchachas” que estaban en una mesa contigua a la mía. Y me dijo, con una cara
aún más amarrada que la de los capitalistas parlanchines, que en ese local no
se bailaba y que, por lo demás, las damas que estaban en esa mesa contigua a la
mía eran para colmo su mujer y una hija… La irónica sonrisa que llevaba,
justificadamente, se me transformó ipso facto en una de carnero moribundo y,
para no exhibirle al no ya tan buen hombre la tortura de mi larga ardorada, inventé
unas ganas de orinar a fin de esfumarme de su faz, por un buen rato.
Cuando
regresé mi actitud de ridículo había cambiado, pero portando esta nueva reflexión:
Un
revolucionario embriagado (bien sea de vino, o de extremismo) debe tener mucho
cuidado al proponer algo porque pudiera resultar alocado incluso sin que tal designio
estuviere envuelto en su propósito.
Pagué la cuenta y salí cariacontecido, y con una nueva y dura experiencia acumulada.
canano141@yahoo.com.ar