Después del trueque, todo cambió en contra del trabajador

Dos transacciones paralelas en cada compraventa[i]

“Dove é eguaglitá non é lucro...

El comercio-se dice, por ejemplo-agrega valor a los productos, pues estos tienen más valor en manos del consumidor que en las del productor, por lo cual se lo debe considerar, en términos estrictos (strictly), como un acto de producción. Pero no se paga las mercancías dos veces, una por su valor de uso, y la otra por su valor de cambio. Y si el valor de uso de la  mercancía   es más útil para el comprador que para el vendedor, su forma –dinero resulta más útil para este que para aquél. ¿La vendería si no fuera así? Por lo tanto, también se podría decir que el comprador cumple en forma estricta un acto de producción cuando, por ejemplo, convierte en dinero  los calcetines del vendedor de éstos.” [1]

Carlos Marx afirmó que él había sido el primero en darse cuenta de la doble transacción que implicaba cada acto de compraventa de mercancías, habida cuenta de que éstas   eran ambivalentemente valor de uso y v. de cambio[2]. Infiérese que el interés sobre el valor de cambio recae sobre el productor, y el de uso, sobre el consumidor que final y  mayoritariamente  resulta  ser el asalariado a quien previamente se le ha esquilmado con el “plusvalor”. Este fue un hallazgo científico que resulta emblemático para comprender y reconocer el elevado grado de indefensión en que se halla el consumidor mediatizado por el dinero.

La perversidad subyacente del sistema capitalista y que le imprime su particularidad frente a los regímenes de explotación precedentes consiste en que de manera legal, pacífica y hasta de mutuo acuerdo entre vendedores y compradores (victimarios y víctimas mercantiles),   ha sabido valerse de las necesidades fisio y psicológicas de los trabajadores, de la gente en general, para: 1.- ponerlos a trabajar con medios de producción “ajenos”, a fin de que todos ellos produzcan los diferentes bienes satisfactorios  de aquéllas, sin que estos les pertenezcan para nada, 2.- quedarse con una parte de la riqueza creada por esos potenciales consumidores en esas condiciones burguesas (plusvalía), y, como si fuera poco, 3.- condicionar el acceso individual de esa producción social a su canje por dinero, de tal manera que ningún trabajador podrá tener  una apreciación real ni fidedigna del valor de la mercancía que le ofrezcan, y tiene que limitarse a pagar el precio (valor de cambio) de esta según las denominaciones monetarias y fiduciarias (del Estado) de su paga salarial. Vemos así, cómo el Estado convalida  el interés burgués en desmedro del consumidor.

Es que el consumidor o demandante, como poseedor de dinero, o   valor de cambio genérico, forzosamente está limitado a cotejar el valor nominal de sus monedas y billetes con el precio de la mercancía en juego, y, en cuanto a su valor de uso, se le considera un experto en el conocimiento técnico de cuanto compre por esa vía[3].

De esta manera  se abre  todas las  posibilidades para que el precio del    dinero  del consumidor  valga más que el precio de la  mercancía adquirida, independientemente de que ese dinero de curso legal responda a monedas devaluadas frente a divisas fuertes e internacionales, o de que sea en metales  febles o  preciosos. Como recordamos, el consumidor terminará comprando y pagando  la mercancía adquirida al precio que sea, porque   la necesita   más como valor de uso más que como v. de cambio. Este sólo sirve para el cotejo con el precio  de las monedas que deberá pagar en cambio. En este sentido, todo vendedor funge de chantajista, y de allí las   especulaciones y desviaciones frecuentes entre el verdadero valor de cambio de la mercancía ofrecida y el valor nominal del dinero pagado por el consumidor demandante.

La transacción practicada por el consumidor  con todos los detallistas es doblemente leonina: 1.- Como trabajador en la fábrica, sale convencido de que si él trabajó 8 horas diarias, estas mismas le fueron reconocidas y pagadas, cuestión que no es así. De esta manera,  sale “acostumbradito”  a entregarle  al patrono más trabajo valor del que éste  le reconoce en el monto del salario, aunque siga sin tener conciencia de ello. Y 2.- Con esta información subliminalmente inyectada en sus pensamientos, como consumidor, puede “pagar más por menos”, habida cuenta de que el PIB (Producto Interno Bruto-ya sobrecargado por concepto de  costes indebidos[4]) está repartido en miríadas de fábricas que conforman el abasto de la cesta básica, mientras que los consumidores suelen conocer apenas de   muy pocos de los bienes del mercado, y en consecuencia no podrían cotejar con propiedad cuánto vale en “valor trabajo”  la mercancía necesitada con urgencia vital.

En resumen, cuando el consumidor se enfrenta al vendedor, objetivamente este le cotiza en términos de valor de cambio, mientras  subjetivamente él lo aprecia en términos de valor de uso. Esta disparidad cambiaria, esta incoherencia e incompatibilidad mercantil, de partida,  vicia la transacción de compraventa burguesa cuando la  convierte en una trampa comercial que viene desde el mismo momento a partir del cual el mercado dejó de ser realizado por trueque y reemplazado por dinero, o sea, cuando el comercio experimentó el gran desarrollo que sigue recibiendo desde el siglo XVI.

Esa dificultad calculatoria que presenta  el cotejo entre precio de venta al público y su equivalente en dinero del comprador rige para todos los consumidores   indistintamente de que sean analfabetos, semianalfabetos, alfabetos   y hasta con “piechedés (PhD.-sic).[5] Semejante dificultad  jamás la confrontó el productor de mercancías que realizaba sus intercambios mediante trueque, sin mediación dineraria alguna,  ya que mediante el éste  cada transaccionista   tenía un claro conocimiento sobre  cuánto esfuerzo costaban las diferentes mercancías puesto que todos los trabajadores solían ser  multiproductores de bienes agrícolas  y dominaban casi todos los oficios artesanales de su época. 

Veamos más de cerca esas 2 transacciones paralelas: El fabricante vende un valor de uso con determinado valor de cambio, y éste   es reconocido y enterado por el consumidor mediante su dinero de compra,  aunque su motivación sea el valor de uso que soporta a aquél.

Así, el consumidor aparece como portador de dinero que es también un valor de uso, y a este canjea por el de la mercancía que compra. Hasta aquí se da una satisfactoria  equivalencia entre valores de uso porque el vendedor no admitiría una moneda falsa ni el comprador un bien que no sea el que necesita y circunstancialmente  adquiere. Esta operación de trueque entre valores de uso goza de aceptación plena para ambos transaccionistas: el vendedor  recibe monedas de curso legal por el correspondiente equivalente nominal del precio fijado para el valor de uso que está vendiendo, y el comprador el bien que necesita y es el adecuado para su consumo final.

Pero hay más: Cuando el fabricante vende su mercancía lo hace para recuperar su capital dinero invertido a tales efectos, y además hacerlo con creces, con ganancia, con plusvalorización. De esta manera, sin que todavía nadie pueda justificar científicamente porqué un inversionista puede sacar más dinero del mercado de lo que a este  lleva, nos hallamos con una suerte de continuidad de la vieja doctrina mercantilista  o monetarista, en el sentido de  que en la simple operación mercantil  de compraventa con miras a acumular dinero se halla toda fuente de riqueza, una concepción que aparentemente fue echada fuera de borda con los argumentos favorables  al valor-trabajo, pero que, en realidad,  a este se le sigue   irrespetado cuando se niega la producción de  mercancías preñadas de plusvalía, y esta se le tribuye al mercado y no a la explotación salarial.

Digamos que, en el supuesto negado de que el mercado sea fuente de ganancia[6], y en parte lo es cuando señalamos las ventas ilícitas que hace con los medios de trabajo  imputados en los costes de fabricación, entonces, sobre esa base meramente comercial  debemos responder   la siguiente pregunta: ¿quién  paga la ganancia en el mercado, habida cuenta de que ella no existe   al margen de algún financista, de un perdedor?, o responder esta otra pregunta: ¿a cambio de qué el capitalista recibe esa ganancia?, ¿se trata, acaso,  de un donativo, de alguna  premiación?

Los argumentos del riesgo empresarial, predisposición empresarial, etc.,  son argumentos deleznables que no resisten ni las más mínimas contraargumentaciones. Los trabajadores, pongamos por caso,  pudieran exigir “plusalarios” por los riesgos que corren dentro de una fábrica, y los consumidores también podrían recibir pagas del Estado por los riesgos a que somete su vida en una sociedad que no ofrezca seguridad de tránsito ni sobrevivencia ante una delincuencia incombatible por el mismo Estado, cosas así.



[1] Carlos Marx, El Capital, Libro Primero, Cap. V.

[2] Obra citada, Cap. I.

[3] Ob. cit.,  Cap. I, Subc. I, Nota 5.

[5] “Ph.D”. o PhD se convierten en desaguisados    fonéticos   bajados de las altas esferas académicas burguesas hacia los pueblos débiles. Efectivamente, “Ph”, como abreviatura de Filosofía debe respetar la fonética de esos dos letras ya que ellas son el equivalente sonoro en latín de  la   letra griega  ᶲ (fi). En lugar de pronunciarse “piech di” debe decirse  “ef di”, según mi modesto criterio. Cierto que en inglés se toma sólo una letra para la bilíteras involucradas, pero en el caso de “PhD” se estaría matando la raíz grecolatina de la palabra Filosofía que se halla involucrada n ese título de elevador rango académico.



[i] http://www.sadelas-sadelas.blogspot.com     marmac@cantv.net

marmac@cantv.net


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Manuel C. Martínez M.


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