Desde estas termopilas merideñas, hago una visita cada año a Caracas. Y cuando la hago me meto por los recovecos más apartados de la ciudad, casi todo a pie.
Al llegar a la ciudad, mis recorridos largos los realizo en busetas y en el metro.
Veo tantas cosas: me fijo en los rostros, me detengo en los seres pasajeros que cargan sus historias en sus semblantes, en el caminar, en los paquetes que llevan al hombro o bajo el brazo, lo que leen, lo que lucen, en la cortesía de sus expresiones.
Ciudad caribeña: del son, de la salsa, de la guaracha, del merengue, del joropo tuyero, música que estalla y vibra por todas partes. En cada rostro negro, zambo o mulato hay un Bolívar, un Páez, un Piar, Sucre, Mariño o Bermúdez.
El pasado miércoles, 21 septiembre, llegué a Caracas a las ocho de la noche. Me dirigí en busetas hasta la estación Gato Negro, de allí tomé el metro hasta Chacaito y luego me dirigí a la urbanización donde vive mi hermana Milagros.
Para no pagar hotel, con mucha vergüenza me quedo en casa de mi hermana quien tiene poco espacio para recibirme.
Pero mi hermana quien siente por mí especial devoción, tampoco me perdonaría que cogiera para un hotel.
Recorro la ciudad y voy pensando en la época en que yo vivía en esta Caracas moderna, hoy tan desbordada de gente, de carros, vallas, luces, edificios.
En el metro observo como al llegar la noche comienzan a aparecer unos pocos enfermos e indigentes, copleros, cantantes y comediantes pidiendo una ayuda para sobrevivir.
Sobre el metro pudiera hacerse un excelente documental: Noches de poesía en el metro, por ejemplo.
Un hombre con gorra, alto y fornido pide una limosna porque tiene sida y cáncer de piel, otro va recorriendo los vagones diciendo que es ex presidiario y necesita dinero para trasladarse a su pueblo; un grupo de raperos baila y canta con gran maestría y la gente los aplaude.
El caraqueño es generoso y lo muestran sus apacibles y nobles rostros.
Cuando uno es vomitado a la calle se encuentra con otros espectáculos, como si la ciudad fuese una feria interminable y permanente, en la que cada cual batalla por encontrar su lugar en la vida.
Subo a una buseta, está llena y hay un joven que se pone de pie para darme el puesto. Me avergüenzo de su acción y quizá de mi edad. Uno que nunca se cree viejo.
Asisto a un acto en el Museo Boliviano de la Alcaldía de Caracas y me encuentro con los amigos José Portillo, Ovidio Charles, Earle Herrera, la revolucionaria Lucila, Emilio Silva y el amigo Rafael Méndez.
Departimos. Nos vemos. Nos abrazamos.
Portillo es un gran matemático que lee nada menos que el Arte de Programar de Knuth y que recientemente adquirió el volumen IV de esta serie. Emilio, también matemático, me invita a tomar un granizado de chocolate en unos expendios nuevos que han creado en el centro de Caracas.
El centro de Caracas está hermoso, remozado, limpio, ordenado y se respira un aire de bastante seguridad. Con Emilio visito librerías. Nos despedimos con muchos proyectos de trabajo.
Me dirijo al Puente de las Fuerzas Armadas.
Consigo un libro sobre el Tirano Aguirre y otro sobre un diario de André Gide.
Subo ahora por la Urdaneta, y me dirijo al MINCI para visitar a los amigos poetas Ricardo Romero y Gabriel González. Paso con ellos toda la tarde hablando de libros y temas de historia.
Luego me dirijo a la Torre Norte de El Silencio y pregunto por el poeta William Osuna: está en un homenaje al dilecto creador Gustavo Pereira, en Margarita.
Entonces me voy a saludar al novelista Carlos Noguera quien me regala su extraordinaria obra “Crónica de los fuegos Celestes”, del Fondo Cultural del ALBA. “Que le sea leve, poeta”. Más que leve es ágil, profunda, serena. Carlos es de los últimos grandes novelistas que nos quedan. Se cultiva poco entre nosotros el género de la novela, digo. Leo en “Crónica de los fuegos Celestes” un párrafo poético esencial: “Fue necesario que de nuevo se hundiera en el agua del sueño para que los peces de la noche le susurraran la respuesta. Una después de otra, separadas entre sí por largos minutos - o por una aparición simultánea que la trampa del sueño separaba y distanciaba - fueron mostrándose las claves, como burbujas que bailaban desde la boca de los peces. La danza en primer lugar. La determinación de hacer de su cuerpo un lenguaje y de consagrar los años que vendrían a la tarea azarosa de desentrañar y dominar las palabras de esa lengua ósea y sanguínea que el destino le reservaba para expresarla - a ella y al misterio que ya adivinaba: el que nunca esa expresión sería completa y que, a pesar de esto, esa tarea frustrada de antemano la seduciría por el resto de su vida”.
Me despido de Carlos para hundirme, en hora pico, al metro desde La Hoyada. Me aplastan vertical, horizontal, diagonal y… enhiesto cientos de seres apretujados como río desbocado se afincan mi alma quijoteada. Como soldado de plomo fundido me dejo arrastrar por las réplicas de miles de transidos astronautas como yo. Crujen los vagones, chillan los rieles, parpadean las luces, sacuden las almas la riada de muñecos que se bambolean de un lado de otro como masa compacta y con destino. Me escupen en cualquier parada, y entro al otro tren de un ciempiés sonámbulo que se encumbra por pasillos y escaleras.
Caracas, Caracas de los poetas vivos y eternos, la feliz Caracas de mi infancia, del liceo Andrés Bello, de La Bombilla, Parque Los Caobos, de la Avenida Roosevelt, de la UCV, del Pedagógico de Caracas. Caracas de Bolívar, de Martí, de Bello.
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