El 5 de agosto de 1981, Rómulo llevó a su perrita «Tutú» al veterinario. Quién iba a pensar que aquel Rómulo que se vanagloriaba al decir «Ni me empantuflo ni me enchinchorro», se encontrase ahora realmente emperrado; y la señora Hartmann, su esposa, continuaba en lo suyo: «Al día siguiente fuimos con mi hijo Alfredo (Coronil), invitados por los Di Mase, a almorzar en el Bocarat; el restaurante resultó ser excelente788».
Volvieron a hacer planes para ausentarse del excremento nacional; decidieron irse a la fabulosa Nueva York, acompañados por «Tutú».
Alfredo les acompañó al aeropuerto y llevaba a la perrita en las piernas.
Fue una época en que los petrodólares estaban provocando en los venezolanos una fiebre por adoptar perros y perras, y a esos animales los llevaban a recorrer el mundo. Era casi una vergüenza, perteneciendo a la aristocracia criolla, presentarse sin un animal de cierto pedigrí. La gente de caché le preguntaba a los de su clase cuando los encontraba en las grandes urbes y metrópolis: «¿Y tu perra?, ¿dónde la dejaste?» Y cuenta la señora Hartmann: «Nos dimos cuenta de que la perrita sangraba, es sumamente nerviosa y creo que los arreglos del viaje le adelantaron el primer celo789». ¡Dios mío, quién podía llegar a imaginarse que «Tutú» fuera un día a hacer pipí en Central Park! «Los americanos que tienen debilidad por los perros, la piropeaban, llovían (sic) los ‘nice’, ‘pretty’, ‘beautiful’ y Rómulo se sentía lleno de orgullo».
¡Qué cosa más tierna! El 10 de septiembre los escoltas de la pareja pasaron el día buscando a «Tutú» quien se perdió en Central Park. Fue algo terrible. Arroyo, uno de los guardaespaldas decía: «Si no la alcanzo me asilo en la embajada de la Unión Soviética, porque yo no me presento delante del presidente sin ella790».
La famosa pareja tenía planes de hacer otro largo periplo por Estados Unidos y Europa; en Nueva York almorzaron en La Cremallére, salieron de compras, recorrieron restaurantes recomendados por Valentín Hernández; escogieron tortillas de las más raras clases, un plato predilecto de Rómulo; en otra ocasión almorzaron en el pabellón irlandés, volvieron a hacer compras, [...] almorzaron en Manny Wolf, donde Rómulo como de costumbre pidió roast beef. Pero repentinamente el «15 tuve una llamada de Alfredo, que me dejó un tanto desconcertada, porque me decía que no estaba bien de salud, que había tenido una subida de tensión arterial [...] llamé al Dr. López Gómez para que me diera una versión exacta de lo que le pasaba a mi hijo. El doctor me explicó que había tenido una hipertensión emocional [...] Esta situación de Alfredo me intranquilizó, sobre todo porque mi viaje apenas comenzaba, nos íbamos para España y no sabíamos exactamente cuándo regresaríamos791». Alfredo sí era inoportuno; con la edad que tenía, más de cuarenta años, casado y con una hija, y se dedicaba a llamar a su madre en los momentos menos indicados y a distancias tan grandes (que movilizarse le costaba un ojo de la cara a la democracia), para contarle que se sentía mal y para que ella corriera a su lado, como lo hizo una vez estando en Italia. ¿Por qué Alfredo era tan aguafiestas? ¿Tendría esto algo que ver con lo del balazo que Betancourt le metió a Alfredo?
Y en Madrid, pese a las mortificaciones que le ocasionaba la salud de Alfredo, la señora Hartmann fue a su peluquería preferida: «Alexandre». Y se hastiaron de recorrer restaurantes y tiendas hasta que regresaron el 5 de diciembre a Venezuela en el Concorde, el cual le gustó por rápido, cómodo y agradable.
Pero otra grave calamidad ocurriría a Alfredo: su perro «Puguy» se había perdido de la casa de la playa el 6 de diciembre; «…de inmediato me puse en contacto con Radio Rumbos, Radio Continente y el canal 4 y aún cuando no teníamos muchas esperanzas, el perrito apareció el 27.
Enseguida escribí dando las gracias a las estaciones de radio y a Venevisión por la ayuda que nos habían prestado. Rómulo decidió que «Puguy» no podía quedarse en la casa de la playa y el 28 dio orden para que lo trajeran a Pacairigua. De inmediato comenzó una relación muy especial entre Rómulo y el perrito, quien lo prefería abiertamente.
Rómulo lo tenía siempre en sus rodillas792». Esto provocó inocentes celos, «tremenda inquietud» en Alfredo, «pues adoraba a su perro.
Pensé por consiguiente que la presencia de otro perro definiría la situación para Alfredo793»; y fue así como entró a Pacairigua una perrita, vivaz, ágil y cariñosa, que Betancourt bautizó con el nombre de «Tutú». «Alfredo había recuperado su perro».
El 7 de septiembre de 1981, con un mal de espíritu irreparable, cansado de vivir rodeado de aduladores, de intrigantes, envidiosos y codiciosos del poder; aburrido horriblemente de la politiquería, Betancourt coge su último vuelo. Ha leído un recorte de prensa en el que Guillermo José Schael dice de él: Hombrecito barrigón, de voz atiplada y malasangre, picado de viruelas el desapacible rostro, dientes sucios y andar desagradable, tuvo la ambición suficiente para hacer sudar a los militares, para entusiasmar y engañar al pueblo, para burlarse de los intelectuales y para gobernar con fuerza.
Nunca hubo tantos muertos, nunca hubo tantos exiliados, nunca hubo tantos presos, nunca hubo tanta corrupción794.
Va a Nueva York. Su equipaje consta de dieciséis maletas y en una muy cuchi jaulita la perrita «Tutú». Casualmente «Tutú» estaba en celo, y esto tenía profundamente nervioso no sólo a Rómulo y Renée, sino a un grupo de distinguidas damas y compañeros de partido que había acudido al aeropuerto a despedirles. Un veterinario estuvo al lado de la perrita que ya había manchado con gotitas de sangre la camisa de Rómulo, en un momento en que éste la tuvo en sus brazos en el último momento antes de introducirla en la odiosa jaula. La situación de «Tutú», aunada a los traumas del país y al plan que tenía de darle forma a sus memorias, de hecho retocadas, por muchas razones de conveniencia políticas, le producían cierta exasperación. Quedaba Rómulo en el limbo sin saber qué decir ni qué pensar. Los aduladores le hablaban persistentemente para que no se fuese a cometer el error de hacer la primera edición de sus memorias en español; eso debía hacerse en inglés y después en francés, más tarde en alemán.
«Ajá, ajá», es a veces todo lo que responde. Renée está preocupada, nunca antes le había notado tal desgano. Si al menos le permitieran en el avión llevar en las piernas a «Tutú» con una toalla sanitaria de la que usan las mujeres. Se despiden, suben como pueden por la escalerilla, se asoman por la ventanilla y Rómulo se despide para siempre. Desde la ventanilla ve los hangares de La Guaira, más allá el mar apacible, el sol inclemente, las avenidas sin los millares de seres que durante cuarenta años estuvieron al tanto de sus pasos. Cómo era posible que esos seres que tanto se movilizaron por él, que tanto le quisieron o le odiaron, no se dieran cuenta que se estaba yendo para siempre. Despegó y el vacío le inundó, Renée le dio la mano y él se quedó quieto, con la mirada fija en las montañas que nunca más volvería a ver, él que tantas veces había vuelto a la patria como un héroe.
Al llegar la pareja a Nueva York, se aloja en el apartamento de Luis Oropeza (un ex ministro de Pérez), del edificio Gallery, en una zona del Park Avenue. Cruzan por su mente bultos de cartas, documentos del partido, la odiosa carga de culpas por el fastidio innovador y esas ideas reformistas de Carlos Andrés; se echa y trata de encender su pipa.
Piensa en tantas otras momias, espectros de otros partidos, pero que viven y le sobrevivirán por mucho tiempo. «Queda adeco para rato», esa es quizá toda su culpa y todo lo malo que ha hecho.
Todo su quehacer en Nueva York queda realmente reducido a atender a «Tutú». En verdad ya ninguna otra cosa le interesa en el mundo.
Todas las mañanas, a eso de las 11, sale a darle un paseo a su animalito por Central Park. Se entretiene con la mirada abúlica, perdida, mirando a la perrita hacer sus necesidades. La silba, la llama a sus pies, la acaricia, y sigue andando. Por allí no conoce a nadie, ni nadie le conoce a él. Ni un solo murmullo del barullo de la política que le aturdió por medio siglo. El recuerdo de su infancia, el recuerdo de sus andanzas «revolucionarias», todo lo ve tan extraño o tan lejano. Ya sólo le importa comer bien. Tiene apetito. La soledad le da apetito, piensa en el almuerzo, y cuando termine de comer le preguntará a Renée a dónde irán a cumplir con la cena. Su especialidad son las carnes rojas y se le hace agua la boca. Recuerda el prime roast beef que en una ocasión le sirvieron en el restaurante Smith and Walensky, una delicia. «Hoy lo que me apetece —dice— es un tremendo pedazo de carne extraordinario». Renée le mira fijamente, algo confundida. Ya no comprende bien a su marido. Hay un dejo extraño en sus palabras, una tristeza agonizante, un vacío letal en todo. Y teniéndolo todo, ya no hay verdaderamente alegría. Podría abrir su agenda y comunicarse con docenas de venezolanos amigos que viven en Nueva York, pero esto le deprimiría aún más. Han ido a Nueva York a buscar un poco de consuelo y tiene la sensación de que mejor estarían en Caracas. En el restaurante, la parte más entretenida es cuando Rómulo pide al mesonero «bag-dog» para llevarle los restos a su perra. Come como galgo, y lánguido sale con su bolsita de comida a la calle. Renée le sigue sin decir palabra. Llegan al apartamento, se colocan la pijama y sin ganas siquiera de ver la tele, apagan la luz. Una leve despedida de Renée es todo.
Ya a la mañana siguiente Renée musita en el desayuno: «¿Por qué no visitamos hoy una librería?» Rómulo no responde. Después se encoge de hombros. Ya tiene a la perrita en sus piernas. Si por él fuera no hiciera más que jugar con su perrita. De libros está harto, además los libros no son sino arreglos de cosas; pasarse la vida enderezando con palabras todo lo mal que se ha hecho. Al carajo. Ya nada tiene remedio, y además no hay fuerzas ni tiempo para rectificar ni rehacer intelectualmente nada.
Llega el sábado 19 de septiembre. Tienen compromisos sociales. Hay una invitación para almorzar en casa del cónsul venezolano Guillermo Espinoza. «Pero yo no salgo sin Tutú», dice el huraño político: «Así mismo, recuérdale que no salgo sin mi perrita…» Renée se encarga de organizarle todo según sus antojos. En casa del cónsul, Rómulo, ante la admiración de Renée y de la misma «Tutú», devora dos platos de sancocho criollo acompañado de arepas y queso de año.
El día 20, Renée compra la prensa, pero queda intacta sobre la mesa del caudillo. A Rómulo le apetece echarse unas cervecitas en la calle 57, en un lujoso restaurante donde permiten perros.
El martes 22, Renée lo encuentra totalmente abúlico, ido, mirando el techo y a ratos dormido. «Mi amor —musita ella—, si quieres volvemos a Venezuela». Rómulo no responde. No sabe dónde queda Venezuela ni qué mierda es esa. —Ese país se ha vuelto un desastre de ingratitudes, allí ya no queda algo que valga la pena. Bueno, siempre fue así. Nadie arregla nada, porque nada se puede arreglar, de perogrullo. Y no es que uno se equivoque. Mentira. Uno sólo cumple con lo que se le encomendó para venir a este mundo. Yo no regreso ni me regresan sino muerto.
Así pasa el día, echado en un sofá, sólo con la compañía de «Tutú», la única que le comprende.
El miércoles 23, decide cortarse el pelo y vuelve a almorzar en Smith and Walensky. Pide bien grueso su trozo «well done». Como casi no deja nada para el bag-dog, ordena que le preparen un corte especial para llevarlo a «Tutú». Por la tarde asisten a un partido de béisbol. Se siente pesado y le pide a Renée que le pase una de las pastillas antiácidas. No consigue disfrutar del partido porque un repentino dolor le atenaza la garganta. El chofer les recoge a eso de la 10 de la noche.
Ya el tiempo está cambiando y procura cubrirse el cuello con lo que puede. Renée está preocupada. Le prepara una manzanilla, y el hombre pasa muy mala noche con el extraño y fuerte dolor de garganta.
El jueves 24, el dolor de garganta comienza a alarmar, por lo que decide mantenerse acostado y arropado. No le apetece leer ni escribir.
Se entretiene haciéndole caricias a «Tutú». Ya al mediodía cree sentirse bien y le pide a Renée que ordene en una delicatessen cercana, para el almuerzo, unos sandwiches de corned beef, sus preferidos. Come con apetito y sigue echado. Ya en la tarde le apetece echar unas bocanadas para probar unas picaduras que le habían regalado en Venezuela, traídas especialmente de Bélgica. Se traslada al escritorio y descubre que el mundo está del revés. Sigue tanteando por las gavetas hasta que consigue una pipa de bulbo dorado y boquilla verde. La sostiene un rato entre las manos, procurando recordar algo; no sabe por qué está allí.
No quedan ya sino perros, son los únicos que tienen la razón; hay un zumbido enorme que le estremece la cabeza. Vacila. Se pone de pie, y le dice a Renée que tiene hambre. Es cuando le sobrecoge un ataque cerebral y se va de bruces, de frente. Está allí como un fardo, inmóvil, apenas los ojos que los entreabre. Se queja. Se ha fracturado varias costillas. La perrita se acerca, corre desesperada, se esconde por entre las patas del escritorio y vuelve: se lamenta también con su mirada azorada y su rabo tembloroso. Doña Renée, que es médico, junto con su edecán, con grandes esfuerzos consiguen alzarlo hasta una poltrona.
Aquel hombre tiene algo roto por dentro. Solicitan auxilio a los paramédicos. Betancourt balbucea cosas ininteligibles. El mundo que se mueve como una peonza. Suena el teléfono y es de la delicattessen que preguntan si van a requerir de un servicio especial para la noche. La perrita se mea en la sala. Llegan los paramédicos y se van todos, dejando a «Tutú» desamparada, sólo con el chofer.
Llevan al moribundo al Presbiterian Hospital. Rómulo tiene paralizada la parte izquierda de su cuerpo. Hay una ruptura de un vaso en el cerebro. El líder máximo de Venezuela está hemipléjico, y aún así consigue recordar a su madre Virginia, «quien murió embarazada cuando él tenía apenas 18 años, como al tiempo, le pide a Renée agua de colonia Jean Naté, que él se echaba como si fuera agua795».
Luego, al enfermo lo trasladan al Doctor Hospital, en Manhattan.
Aquel hospital le trae recuerdos envueltos en una gasa de variados sinsabores: Es el año de 1966. Hace poco ha dejado el poder y debe extirparse una tumoración que tiene en una mama [...] Se hacen las llamadas estrictamente necesarias a Venezuela.
En el Doctor Hospital lo reciben con el nombre de Luis Rodríguez: va clínicamente muerto, descerebrado. A las pocas horas entra en coma.
El domingo 27 llegan los primeros familiares. El tiempo es claro, alegre y vivo en los colores de los árboles. El día 28 su hija Virginia y Renée autorizan para que se le quiten los aparatos. A las 9:30 de la mañana, Rómulo es sacado de terapia intensiva y trasladado a una habitación donde dentro de poco se le arreglará para ser llevado a su país. A las 16:17, hora de Nueva York, en la plenitud de su gloria, el «padre de la democracia venezolana» expira rodeado de sus dos seres más queridos, después de «Tutú», Virginia y Renée. Venezuela se estremece. Llegan los mozos de la Funeraria Campbell y amortajan al «Caudillo» en un grueso féretro de nogal. Lo visten con traje azul oscuro, y arreglan sus manos cruzadas sobre el abdomen. La prensa nacional de ese día recogerá esta expresión: «Ha rendido la vida tan copudo y recio samán criollo».
Los restos mortales del ex presidente, el 30 de septiembre de 1981, son llevados al aeropuerto Kennedy, donde un pelotón de marines norteamericanos le rinde un especial homenaje con una marcha fúnebre. En estos honores estaba ya presente la perrita «Tutú», y varios amigos cubanos enemigos de Fidel Castro; casualmente llegaba en ese momento, proveniente de Europa, el ex presidente Carlos Andrés Pérez, pero no visitó al distinguido fallecido.
El presidente Luis Herrera Campins ordena para las exequias una solemnidad sin parangón en los anales criollos. Los generales y oficiales de la Casa Militar del ex presidente Betancourt fueron autorizados para asistir uniformados a todas las ceremonias y formaron parte de la comitiva que trasladaría los restos desde Nueva York. Una multitud viajó a costa del Estado, y se quedaron sólo tres días, para luego regresar el miércoles 30 de septiembre a Caracas.
Su cuerpo fue llevado a la Casa Distrital de Acción Democrática en Caracas; allí fue velado. Luego, el 1º de octubre lo trasladaron al Capitolio Federal.
El 2 de octubre, el cadáver se vela en el Salón Elíptico del Capitolio Federal con la presencia de los presidentes George Bush y Antonio Guzmán. Desde aquí hasta el cementerio de La Guairita será el último viaje. Una multitud se disputaba por acercarse a la urna, por tocarla, por mirarla, en una marcha que duró más de siete horas. A la entrada del cementerio se entregaron sus restos a los oficiales de la Casa Militar. Como ante el cuerpo de Lenin, el nuevo Stalin, Jaime Lusinchi, dio un breve discurso: luego vino la despedida con diecinueve cañonazos, mientras aviones de las Fuerza Aérea surcaban el cielo de Caracas. Como acto final, se le retiró al ataúd el Pabellón Nacional, y su viuda, Renée, también pronunció unas breves palabras.
Millares de ancianos, universitarios, obreros y campesinos llegados de todas partes con sus liqui-liquis y sombreros de cogollo, después del acto se dispersaron, satisfechos de haber dispensado una calurosa despedida al más grande político venezolano del siglo XX.
El comentario general era: «murió endeudado», «no dejó ni siquiera con qué pagar el entierro», «era un limpio», «el gobierno tuvo que pagarlo todo». Los diarios señalaron que menos mal que él había adquirido una parcela en el cementerio. Le quedó debiendo el viejo trajecito a la sastrería de Félix Morreo, y Carlos Andrés, conturbado, hubo de confesar: «fue lo más cerca de Bolívar que ha parido Venezuela». Teodoro Moscoso expresó: «hermano de sangre borinquen, alma de poeta y corazón de guerrero». Ronald Reagan, conmovido, hizo llegar inmediatamente sus condolencias: «Fue un gran amigo de Estados Unidos».
La señora Hartmann escribió: «El féretro fue descendiendo lentamente [...] Recordé la valla que había visto en el camino hacia el cementerio; decía: Rómulo, los espíritus grandes no mueren.
Acompañada de mi hijo y del mayor, lentamente me dirigí hacia el automóvil. Cuando entramos en él, Alfredo apoyó su cabeza en mi hombro y lloró como un niño [...]796».
FIN
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