El libro primero de la Metafísica de Aristóteles comienza con este aserto: Todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber. Y para que mi humilde y admirada Vanessa Davies, por cierto gustosa buscadora de la verdad no se importune dentro del proceso de su recuperación, que rogamos suceda muy pronto, agrego que las mujeres también lo tienen… Porque ese deseo de saber debe terminar en la sabiduría que, para este macedonio nada escuálido, es el conocimiento de las causas y los principios del ser; quizás, valiendo decir también: el conocimiento de la “causa última de la naturaleza y de la realidad”. Por lo que el ser revolucionario debe más que nadie desear el saber, aunque no deje de ser esto un tonto y cordial ruego, por ahora.
Lo cierto es que Aristóteles, también primo hermano de Alejandro Magno, tuvo una discreta pero fundamental discrepancia con el portentoso ateniense llamado Platón, fundador de la Academia, donde entrara Aristóteles siendo un adolescente (luego fundador del Liceo) para enviar y recibir muchos “pines” pero de fundamentales pesos lógicos. Tan importante fue el disenso entre ambos, que lo que se denomina la metafísica de Aristóteles, en buena proporción fue elaborada como reacción a la teoría de las ideas de Platón, aunque no las manifestara en los tiempos en que fuera su pupilo académico, y que, nunca representaron razones personales que pudieran enfrentarlos, si no la simple búsqueda de la verdad, como única razón. Y que conste. Pero también resulta tan trascendente ese debate, que a la postre, y dentro del denominado pensamiento occidental, todos a la larga resultamos, o platónicos o aristotélicos.
Están de acuerdo ambos en que hay un elemento común entre todos los objetos de una misma variedad: el universal. En este caso, la idea, que es la causa de que se aplique el mismo nombre a todas las cosas del mismo género, pero difieren en cuanto a que ese universal tenga existencia independiente de las cosas; que sea subsistente, porque al aceptarse así, vale decir, que tenga vida propia fuera del ser, duplica entonces sin razón alguna el mundo de las cosas visibles, conformando un mundo, más que análogo paralelo, que también, por supuesto, necesitaría explicación.
Por esta razón -y por inhábil para explicar el movimiento de las cosas, ya que no brinda ningún elemento para explicarlo, debido a que siendo inmóviles e inmutables las ideas y, si las cosas resultan una imitación de ellas, entonces debieran ser inmóviles e inmutables también- Aristóteles considera insostenible esa teoría platónica de las ideas. Además, y para el caso que las cosas cambiaran, ¿dónde, o de qué, entonces, se originaría ese cambio? En fin, en esta crítica a la teoría de las ideas se identifican ya los fundamentos de lo que será su particular metafísica, pues, ante el definitivo impedimento de que las ideas revelen de forma coherente, la causa de lo real, expondrá entonces la teoría de las cuatro causas del ser y, ante la irrealidad de las ideas propondrá su teoría de la sustancia; y, para la inconsistencia de la explicación platónica del cambio, propondrá así la distinción entre ser en acto, y ser en potencia.
Y aquí comienza lo interesante para mi intención expositiva, pues, para poder explicar el cambio Aristóteles precisará apelar no sólo a la teoría de la sustancia, que le permite distanciar la forma de la materia, sino además a otra ordenación metafísica, la que permite distinguir dos nuevas formas de ser: el ser en acto y el ser en potencia. Por “ser en acto” Aristóteles toma la sustancia tal como en un momento determinado se nos muestra y la identificamos y, por “ser en potencia” entiende el conjunto de capacidades o posibilidades de la sustancia para llegar a ser algo distinto. Valga este ejemplo tan didáctico: Un niño tiene la capacidad de ser hombre: es, por lo tanto, un niño en acto, pero a la vez es un hombre en potencia. Es decir, no es un hombre, pero puede llegar a serlo. Cabe observar por lo tanto que la potencia constituye una como forma de no-ser, pero no de un no-ser absoluto sino relativo y, tan existente, como cualquier otro miramiento que podamos hacer de la sustancia. Cada sustancia encierra así, entonces, un acumulado de capacidades o potencialidades, una cierta forma de no-ser relativo, pero que le es tan correcta como su estructura hilemórfica; es decir, y a lo aristotélico: la sustancia como un compuesto de materia (hyle) y de forma (morphé). Y junto al “ser en acto”, hemos de admitir, pues, el reconocimiento del “ser en potencia”. Por supuesto, que las potencias de una sustancia vienen decretadas por la naturaleza de cada una de ellas. Por ejemplo, una semilla podrá convertirse en planta y, por lo tanto, es potencialmente una planta; pero no podrá convertirse en elefante.
En base entonces, a esta concepción aristotélica de la sustancia o ser (“en acto” y “en potencia”), es que se me ocurre aplicarlo a la sustancia o ser chavista. Un chavista es una sustancia, un ser “en acto” que dice aceptar los cambios y que por ello exhibe signos exteriores de serlo: viste indumentaria alegórica a Chávez, va a los actos del chavismo y hasta con fervor, grita: ¡Viva Chávez! Pero eso no quiere decir que sea revolucionario o que tenga la potencialidad para serlo, bien, porque deliberadamente no lo sea o niegue de plano su potencialidad de serlo, o porque no conciencie que tenga esa potencialidad; es decir, se niegue a sí mismo inconscientemente su potencialidad de cambio, situación que explicaría entonces que existan chavistas que no sean revolucionarios; que no quieren, o no entienden lo que significan los cambios revolucionarios. Por tanto, el considerarse chavista no significa que se sea revolucionario; vale decir, ser así, sólo chavista, sería como un no-ser revolucionario… lo que constituye una dolorosa contradicción.
Un hecho real es que Chávez es la expresión del cambio anhelado por el pueblo y, para que ese pueblo pueda sentirse inserto en ese cambio, tiene éste, inevitablemente, que ser revolucionario-socialista, porque el socialismo es el que encarna un cuerpo de ideas con fines intrínsecamente humanos, bondadosos, altruistas y justicieros, en contraposición al capitalismo, que en el fondo no es más que una auténtica factoría de maldad humana. Y para alcanzar el socialismo se hace necesaria, por tanto, una revolución: en nuestro caso, pacífica, no obstante que el DRAE la defina como cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación, para entonces, hacerla violenta, sólo en el sentido de la velocidad que deba imprimírsele a los cambios. Pero la revolución –como dice el lugar no tan común- debe ocurrir primero en la mente del ser-sujeto para que luego alcance su deseada madurez en el colectivo a través del movimiento de chavista a revolucionario. No basta entonces en declararse, sino en convertirse en… Aceptar la potencia, para que tenga lugar el cambio de chavista a revolucionario, que sería el desiderátum existencial del chavismo como fuerza histórica; de lo contrario, se convertiría en una simple expectativa revolucionaria, en un simple azar. Y para que opere en la mente debe abrirse ésta, a través de la conciencia responsable, para que acepte y sobre todo para que entienda, bien, los cambios revolucionarios.
Pero aquí se presenta una singularidad interesante: y es que en el campo de las ideas políticas un chavista en acto pudiera convertirse, en su potencia, no en revolucionario, sino también en contrarrevolucionario, lo que demuestra que, las ideas políticas no pudieran ser ni siquiera de naturaleza platónica. He ahí el riego que corren entonces las revoluciones como la nuestra, porque, en la política revolucionaria no sólo hay ideas, sino también fuerza, y la fuerza la da sólo un ejército de seres convencidos de buenas ideas revolucionarias.
Twitter: @Rabetlop