Por Mario Benedetti y su “Poema a la clase media”
Tres cosas lo hacían feliz: su mujer y su hogar, su trabajo y, naturalmente, él mismo como estado consiguiente de lo precedente. Aunque, en medio de un saludable delirio de perfección, de continuo se preguntaba si el asunto no sería a la inversa, que fuesen los dos primeros aspectos efectos de su feliz complexión personal.
Lo cierto es que él mismo era su mejor carta de presentación ante el mundo y su persona, fuente consuetudinaria de satisfacciones, mucho más esplendente si se cae en la cuenta de que el mundo parecía desplomarse cada vez más, aquejado por la inconstancia y ausencia de propósitos.
Es verdad, hay que decir que aún no era un hombre descollante entre los humanos de su tiempo, seguramente por estar cumpliendo el ciclo natural del crecimiento sideral, como hay que aclarar con toda lógica. Esto es: nacer, desarrollarse, existir… No pasa el grano a ser espiga o flor si primero no acomete una empresa de establecimiento y soporte en medio del humus del fango.
Dígase que se trataba de un perla perdida y aún camuflada en medio de la corriente rutinaria de la masa humana, pero perfecta en su especie y circunstancial aplicación mundanal, vitalizante del porvenir (si cabe expresarlo así), ubre (sí, a su modo y con el perdón de la inmodestia), ubre promisoria de una raza quizás divina.
Ya era clase media, o sea, ya sus cuentas bancarias y salud mental habían alcanzado tal nivel de evolución que parecía haber salvado el difícil abismo de la conciencia de clases, barrera esa discriminatoria de la excelencia humana. Por supuesto, sin posibilidad de regresión alguna, lo cual no significa más que la eternidad de alguna forma, es decir, el no perder nada a pesar de perderlo todo, dada la eventualidad del caso. Vulgarmente, en términos materiales: que pobre podría quedar por quién sabe qué sátira jugada del destino, pero jamás sin su conciencia, millonario estandarte de su decantada condición humana.
¿Quién podría negar sus conquistas? Apenas podía desplazarse en su casa por causa de tantos enseres comprados, utensilios electrónicos o mecánicos regados por doquier, en su momento pedimentos necesarios de la vida moderna y aperos consecuentes de su propio estatus. Encarnaba su mujer la preciosa muñeca idealizada desde su profundidad hormonal y quizás más allá, desde el fondo de su masculinizada educación infantil: una belleza manejable y sensual. Encajada en la seda de una vida cómoda, entre pulcras paredes y amplias luces, cernida sobre sí misma, como la ególatra belleza de una flor extendida entre el cielo y la tierra, iluminada por el sol.
Y no había cartilla social ni tecnocrática que no hubiere colmado: dos vehículos roncadores en el hangar de su hogar ─se dirá─, una añosa casa con ribetes coloniales, la emperatriz de su mujer adentro, prestigio entre los de su clase y un estratégico puesto de trabajo como posición para la conquista del universo.
Porque en su trabajo era un gerente, que es como decir jefe y propietario relativos en la escala de poder de la empresa. Manejaba personal, decidía vidas a diario y, como obra de su preclara influencia universitaria, pronunciaba los pasos en el crecimiento monopólico de su firma.
De modo que como la luz brillaban su estampa y puesto de trabajo, pulidos tesoneramente por su amor propio, lo primero irremediablemente por ser asiento estructural de su encomiable existencia y lo segundo también por ser asiento de su vida y mayor parte del tiempo, su segundo hogar casi, suerte de campo de guerra donde fraguaba a diario coronas de olivo contra las objeciones mundanas.
Su hogar y mujer seguían luego digamos en esta escala de tiempo, que no de prioridades. Eso se comprende. Hasta un idiota habrá de entender que no es posible transcurrir la mayor parte del tiempo sobre aquello que más se ama, sobre el lugar adonde se pertenece, y la razón es precisamente el desmedido amor mismo: se le atiende indirectamente, mediante el esforzado trabajo y el pulimiento personal, rindiéndole tributos como un río al mar, con cargamentos de prosperidad y ricas piedras.
Sin embargo, a pesar del razonamiento, ello era lo único que podría perturbar la perfección de sus días, puestos a buscar ripios. Pero era apenas un detalle, un pétalo herido de cielo, que solía conjurar filosóficamente proponiéndose que tanto su empleo como su excelencia personal debieran ser una consecuencia de su dedicación al hogar y esposa, como osadamente se atrevería a pedírselo a la vida, tan generosa con él.
El día que descubrió que su mujer lo engañaba en ese poquito de tiempo que jamás pudo gerenciar en su casa ─por no hablar de dedicación─, muchas perfecciones de este mundo se derrumbaron ante sus ojos, nada razonadas ni doblegadas por sus acostumbradas armas de combate; aunque, hay que decirlo, supo mantener su compostura hasta el final, su talla de guerrero invicto y, si murió, lo hizo en medio de su preclara conciencia de clase adquirida, a la que su mujer jamás debió ni siquiera pretender aspirar.
Que no conozcamos su nombre es parte de la inmadurez de la muerte o vida al llevárselo.
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